“Días de ira” de Hermann Tertsch, por
Gonzalo Altozano
Martes, 16.06.15
No es necesario reír con los bárbaros
Se llamaba Rafael Pérez
Escolar, fue abogado de Banesto en la etapa de Mario Conde, y compartió con
este algunos años entre rejas. En la soledad de su celda, a Pérez Escolar las
noches se le pasaban de claro en claro diseñando un plan no de fuga (ya estaba
mayor para saltar muros o practicar túneles), sino de venganza. Porque nadie le
quitó nunca de la cabeza que detrás de la intervención de Banesto estaba Emilio
Botín, presidente del Santander, a quien juró odio eterno. Ya en libertad,
Pérez Escolar puso en práctica su plan, y con cierto éxito, pues aunque no
logró meter en la cárcel al banquero, sí lo sentó un par de veces en el
banquillo. A Pérez Escolar se le veía mucho por la calle Génova, caballero de
fina y airada estampa, imprimiendo a su paso una energía tal que parecía iba a
partir en dos los adoquines del suelo, siempre con prisas, como si le fueran a
cerrar la ventanilla de la Audiencia Nacional donde depositaba la querella
cotidiana contra Botín, para luego irse a Jockey, donde almorzaba a diario.
Tanto odiaba Pérez Escolar a Botín y a su círculo que les dedicó montones de
páginas en sus Memorias, la lectura de las cuales equivalía a irrumpir en un
consejo del Santander con una ametralladora. Es más, mandó componer el libro
sin índice onomástico. Se negaba a que sus muchos enemigos -parecía
coleccionarlos- entraran en una librería, agarrasen un ejemplar, buscasen su nombre
en el índice, leyeran la página donde se les despellejaba y devolviesen el tomo
al estante. Y todo sin pasar por caja. Lo que el autor pretendía era someterlos
a todos -Botín el primero- a la humillación de tener que comprar el libro y,
más despiadado aún, leerlo. Un tipo de cuidado, Rafael Pérez Escolar.
El nuevo libro de Hermann Tertsch, Días de ira, no tiene índice onomástico. Pero por
razones distintas a las de Pérez Escolar. Y no porque Tertsch no tenga
enemigos. Los tiene, vaya si los tiene. Basta descender al submundo de los
comentarios en Internet, donde a Hermann le dan el paseo a diario y lo fusilan
al amanecer sin posibilidad de confesión. La diferencia con otros -Pérez
Escolar, por ejemplo- es que Tertsch no malgasta un minuto en ajustes de
cuentas. Que no se metió él en la cosa esa del periodismo para apedrear a los
perros que le ladran en el camino, sino para defender a la sociedad abierta de
sus enemigos. Y he aquí la razón por la que a Tertsch algunos lo quieren ver
colgado del reloj de la Puerta del Sol un 15-M cualquiera. Claro que tampoco
cabe descartar explicaciones más pedestres para el odio como la envidia que en
algunos provoca este hombre que viste bien, habla idiomas, acredita lecturas y
sabe manejar la pala del pescado. Días de ira, en fin, no tiene índice onomástico pues
su autor cita a otros solo cuando es necesario para ilustrar un episodio, una
crítica, un argumento. Exactamente lo mismo que en Libelo contra la secta, su anterior libro.
Días de ira es,
de alguna manera, una continuación de Libelo contra la secta. Los dos son la crónica
política de la España de los últimos años, desde los atentados de Atocha hasta
hoy. Pero ninguno está escrito con la prosa aséptica de un redactor de agencias
que solo se atiene a los hechos sin poner en cuestión los entrecomillados.
Tertsch, al contrario, a todo le da un barniz de opinión. Opinión no dictada
por su capacidad para la improvisación y la agudeza, sino por su conocimiento
de la política, la Historia y, por supuesto, la naturaleza humana. En Días de ira el autor
vuelve con alguna frecuencia a lo narrado en las primeras páginas de Libelo contra la secta: su marcha de El País. No en
vano, en su salida estaría la causa de que contra él se abriera la veda, una
cacería al hombre en la que todo valdría, como los señalamientos nocturnos a su
domicilio en las redes sociales, versión 2.0 de la vieja técnica de poner unos
el ojo y otros la bala. Hay que reconocer que la palabra “secta” del título
está muy bien escogida.
En Libelo contra la
secta Tertsch relataba las denuncias
anónimas cursadas contra él desde la redacción del que en su día fue uno de los
grandes diarios europeos. Curiosamente, sus autores no eran los veteranos del
periódico, sino los alevines recién aterrizados, a los que escandalizaban las
opiniones vertidas por Tertsch en sus columnas, pero nada tenían que objetar a
artículos como ese de Almudena Grandes en el que esta fantaseaba con monjas
violadas por forzudos milicianos empapados en sudor. A los comisarios políticos
de El País Tertsch los llamaba los jóvenes turcos del zapaterismo, título que
en Días de ira otorga
a los mandos, los cuadros y las bases de Podemos. Unos y otros tienen en común
haber salido de una de esas facultades donde sus profesores no se cansaron de
repetirles la mentira de que eran la generación mejor preparada de la Historia;
una de esas facultades que diríanse construidas con los restos del Muro de
Berlín y en las que los programas de algunas asignaturas recuerdan los viejos
manuales de guerrilla urbana de Mayo del 68.
En el anterior libro de Tertsch, los Iglesias, los Monedero
y los Errejón ya desfilan por sus páginas, solo que de incógnito, confundidos
con el paisaje y con el paisanaje que en la primavera de 2012, y al calor de
sus camping gas, lograron hacer brotar de los adoquines de la Puerta del Sol
centenares de tiendas de campaña de la marca Quechua, como si de setas se
trataran. Lo que al principio parecía el hasta-aquí-hemos-llegado, el
se-acabó-la-broma de una ciudadanía harta que no se resignaba a que España
fuera una unidad de destino en la impunidad, pronto degeneraría cuando la
protesta la monopolizaron las camadas rojinegras -así las llama Tertsch- de la
izquierda callejera y violenta, la misma cuya narrativa se la escribían unos
jóvenes y no tan jóvenes profesores de la facultad de Ciencias Políticas de la
Universidad Complutense de Madrid.
Es curioso, la facultad de Políticas que allá por los
cincuenta se ideó como la escuela de mandos de un régimen -el franquista- ha
devenido hoy en factoría de guionistas de otro régimen que aún pervive en la
España de Rajoy: el zapaterato. Porque hay políticos con vocación de régimen y
la rara habilidad de imponer su obra a sus sucesores, sin importarles que sean
del signo contrario. Cuentan que a Margaret Thatcher le preguntaron cuál era su
mejor legado a lo que ella rápido respondió que Tony Blair y circula por
Youtube un vídeo de las primarias del Partido Demócrata en el que Obama y
Hillary se enzarzan a cuenta de cuál de los dos es más reaganita. Cierto es que
no ha querido el cielo bendecir a la España de los últimos años con unos
líderes de la talla de la Dama de Hierro o aquel viejo cowboy de “la
resplandeciente ciudad en la colina”. Pero no es esto a lo que íbamos, sino a
lo que ya se conoce como la tercera legislatura de Zapatero, que no es otra que
la de Rajoy, al que nuestro autor dibuja subido a una bicicleta obsesionado por
quemar etapas pero sin moverse del sitio, o ensimismado en su zona de confort,
en su perímetro de seguridad, cazando ratones, sus ratones. Y con este hombre
cuenta la derecha para pararles los pies y mojarles la oreja a los desahuciados
hijos de la indignación, hoy encuadrados en Podemos.
Si un Zapatero en retirada fue capaz de neutralizar a un PP
con una formidable fuerza de choque de 185 diputados, de qué seducciones no
sería capaz el de León con sus discípulos amados. Porque leyendo Días de ira se llega a la conclusión de que el tapado
de ZP no era Pedro Sánchez ni Eduardo Madina, era Pablo Iglesias. Claro que
Zapatero no es el único padre de la criatura. Ahí están Venezuela, Irán y
Rusia. Y ahí el temor de muchos de que el apoyo de los círculos bolivarianos,
los ayatolas de Teherán y los Lobos de la Noche de Putin no sea a fondo
perdido, sino que esa factura al final la paguemos todos los españoles, y no
alguna de las empresas pantalla de Monedero. Es tanta la inquietud que provocan
los de Podemos que las buenas gentes de las derechas pretenden ver en un simple
desconchón en la pared -la última encuesta del CIS, la salida del propio
Monedero o la ruptura incluso entre Pablo y Tania- la grieta por la que se
resquebrajará entero el edificio okupa y podemita. Y es entonces cuando aparece
Tertsch para recordar, sin temor a que le llamen aguafiestas, que en las
elecciones de noviembre de 1932 el Partido Nazi perdió muchos votos, lo que no
le impidió recuperarse y alcanzar el poder solo un año después. La Historia, a
veces, es una ciencia exacta, parece decir Tertsch. Los de Podemos han venido y
lo han hecho para quedarse. Y a como dé lugar.
Otro punto sobre el que Tertsch pone el foco es la auténtica
naturaleza de Podemos. El Podemos verdadero no es el del año en curso, el que
ahora trata de disfrazarse a toda prisa de socialdemócrata finlandés,
representado por un Errejón ataviado con sus New Balance y sus Levi’s 501, como
recién llegado a España tras un año de Erasmus encamándose suecas. El Podemos
genuino es el de antes de las Europeas, el de antes incluso de su inscripción
en el Registro de Partidos Políticos, el de aquellas veladas de La Tuerka
amenizadas por el rapero Pablo Hasel, quien llevaba a su entregado público al
delirio cuando desde el escenario se burlaba de la nuca de Miguel Ángel Blanco.
En cualquier caso, la intención de Tertsch y su Días de ira no es
asustar a ancianitas con que viene el rojo, sino convencer al español medio de
que existe una directísima relación entre su propia suerte y los hechos
potencialmente amenazadores que le rodean. Para Tertsch levantar la voz entra
en la categoría de los imperativos morales.
¿Y cómo hemos llegado a todo esto? No anda desencaminado el
autor cuando apunta como posible causa del desastre lo que él llama la mentira
antifranquista, falsificación de la Historia que divide a los españoles en
buenos y malos, y que data de los tiempos de la Transición. Según este relato,
la unidad de España, la bandera nacional, el sentimiento religioso o conceptos
incluso como honor, lealtad o cortesía serían inventos del franquismo, meros
productos de sus planes de desarrollo cocinados a fuego lento en las hogueras
del Frente de Juventudes. Ojo, en ningún momento el autor reivindica la figura
y obra de Franco, simplemente viene a señalar que el certificado de nacimiento
de España no fue el parte de guerra del primero de abril de 1939, ese en que
las tropas nacionales se declaraban victoriosas. O sea, que cuando Franco
llegó, España estaba allí, y desde hacía ya unos siglos. Si la derecha hubiera
asumido este discurso desde el minuto cero de la Transición, mejor marcharían
las cosas hoy para todos. El problema es que se dejó comer el terreno y robar
la merienda por unos estafadores, muchos de los cuales no tuvieron empacho
entonces -y siguen sin tenerlo hoy- en inventarse a toda prisa un pasado nuevo,
suyo y de sus padres. No así Hermann, no así.
Las más descarnadas páginas de Días de ira son
aquellas en las que Hermann habla de su padre, al que amaba. Como tantos
alemanes de la época, el hombre se afilió al Partido Nazi y como pocos alemanes
de la misma época participaría en un complot para matar a Hitler, lo que le
valió ser perseguido por la Gestapo y encarcelado. Y así, restando hechos al
relato y añadiéndole literatura, nuestro autor podría haber confeccionado para
el apellido Tertsch un elegante traje como los que gastaba el padre cuando era
diplomático en Londres. Podría, por ejemplo, haber justificado la ficha de
afiliación nazi por la vía de la contextualización histórica, con el escenario
de una Alemania humillada en la que de pronto surge no se sabe bien si un poeta
o un loco que promete que solo por ser ciudadano alemán hasta el último
barrendero del Reich iba a atesorar más dignidad que todos los títulos
contenidos en el Gotha. Podría también Hermann haber reclamado para su padre un
lugar, siquiera entre los papeles de reparto, en los títulos de crédito de
Walkiria, la película protagonizada por Tom Cruise que narra aquel célebre pero
fallido atentado contra el führer. Podría haber hecho todo esto y qué bien
hubiera quedado él y también su padre.
Y, sin embargo, en Días de ira Hermann
cuenta lo que solo él sabía y nadie habría averiguado jamás: que su padre
siguió afiliado al Partido Nazi para hacer carrera -carrera diplomática- cuando
los cuchillos ya se habían afilado, y las botas negras de caña alta pisaban los
cristales rotos, y las chimeneas de los campos de concentración echaban humo a
pleno rendimiento, y Polonia había sido invadida. El atentado solo fue un
intento de última hora por restaurar el honor perdido, la vergüenza. Pero ya
todo era demasiado tarde. La pregunta, sin embargo, es por qué Tertsch da
carnaza a la legión creciente de sus odiadores con lo rentable que le hubiera
sido optar por la operación de embellecimiento personal. La respuesta no puede
ser otra que la de dotar de autenticidad cada una de las frases del libro, como
esa en la que expresa su deseo de que sea la verdad el punto de encuentro de un
auténtico pacto de Estado en España. De haberse guardado para sí el secreto
familiar, Días de ira sería
solo una colección de bonitas mentiras escritas en folios de colores.
A pesar de que en Días de ira no hay
espacio para las risas, el compadreo y los selfies con los bárbaros (los de
aquí y los que acampan con sus banderas negras a las puertas de Occidente), no
cabe leer el libro como unas notas a pie de página del Apocalipsis. A Tertsch
podrá llamársele agorero, pero si finalmente se cumplen sus pronósticos, nadie
podrá acusarle de no haber estado en su lugar, que no es otro que el que ocupó
aquel anónimo obrero de la Alemania nazi que ostensiblemente se cruzó de brazos
en una foto mientras el resto de sus compañeros saludaban al objetivo brazo en
alto. Días de ira es
también una invitación a sacar a España de la maldita excepcionalidad
histórica, tarea para la que el autor advierte de que no queda sino imponerse
la disciplina, prohibirse el lamento y la resignación, y poner en marcha todos
los recursos de la autoestima, en lo que puede ser un hermoso intento de la
búsqueda de la felicidad.
Gonzalo Altozano
Libro