viernes, 31 de mayo de 2013

LO SOLEMNE Y LO OCURRENTE

Por HERMANN TERTSCH
EL PAÍS  Martes, 21 de noviembre de 2006

La historia reciente de los pueblos europeos se puede intentar, pese a todas sus miserias, sin mucho esfuerzo. Las últimas cinco décadas de la vida de los europeos dicen más que mil tomos sobre lo que la honestidad intelectual, la humildad, la voluntad de superación, la determinación en la autodefensa que surge de la convicción moral, la preparación y la sincera búsqueda del bien común pueden generar. Cierto que Europa ha tenido la suerte para esta gran aventura de construcción política y moral de tener el apoyo definitivo allende el Atlántico. Pero nadie que sepa de la historia de los hombres puede negarle después el halo de milagro. Europa ha sido más trabajadora y próspera, más compasiva y por ello más justa, más estudiosa y cada vez más lúcida, a veces dolorosamente introspectiva y sin embargo más abierta y extrovertida. Más rica, a la postre, en todo lo que supone vida para ciudadanos con memoria que quieren "luz, más luz" -decía Goethe al morir pidiendo vida- en libertad y en dignidad. Si de ellos depende será también en paz, pero no a toda costa, porque esta Europa se hizo precisamente en lucha contra los enemigos de la libertad que siempre han prometido paz a cambio de aquella.
Desde Schiller o Shelley a Heine, Mayakovski o Sajarov, desde Miguel Hernández a Anna Ajmátova, de Sandor Petöfi a Wislawa Szymborska, Europa ha demostrado llegar a estos tiempos con el bagaje de amor y sabiduría para zafarse de tanta tragedia y en solo 50 años emerger -esperemos que sin desmayo- con la virtud de la fuerza para la mirada limpia que convierte en pasado los odios viejos de Verdún y los de Oradour, el rencor de Coventry, de Dresde y de las Fosas Ardeantinas, junto a Roma. Ha ilusionado a generaciones magníficas de nuevos europeos, cada vez más formados y libres, y decididos a integrarse en esa empresa sin precedentes de éxito histórico absoluto, también en los países donde aun son relativamente recientes los traumas del miedo. Sólo la gran épica de la creación de unos Estados Unidos de América con su crisol de culturas bajo un proyecto único de civilización de seres libres puede compararse al de la nueva Europa como milagroso proyecto de convivencia. Construida sobre paisajes de mil guerras, ruinas y las peores infamias cometidas por unos humanos a otros.
Todo se ha hecho en lucha contra fantasmas del recuerdo. El régimen criminal comunista sobrevivió décadas a la gran hecatombe de Varsovia, Stalingrado y Berlín y murió con menor estrépito que el monstruo menos longevo del nazismo. Y sigue entre nosotros el fantasma del Holocausto, de la imposible respuesta al hecho de que casi todos los pueblos europeos aceptaran con pasividad, cuando no complicidad, la destrucción del judaísmo europeo. Mucho ha sido solemne en este paisaje de tragedia. Mucho ridículo. Pero el resultado es serio y los europeos debemos saber lo que nos jugamos. Todo aquel que ingresó en la UE se adhirió a principios que se fundamentan en ideas, miedos y convicciones que surgen del Gran Cataclismo que se consuma en esos 30 años de guerra civil entre 1914 y 1945. Ni un paso atrás ante el enemigo. Sea nazi, comunista, fascista, hoy islamista, siempre enemigo de lo que hemos construido desecando todo un pantano inmenso de sangre desde los Balcanes hasta Noruega, desde Algeciras a Cracovia y más allá. Spiegel, Time y Newsweek coinciden en que las palabras de Benedicto XVI en Ratisbona no eran un gazapo. Claro que no. Era una llamada a esa autodefensa que la libertad europea se debe a sí misma. En Turquía el Papa fuerza con su visita una tensión cultural que sin duda será clarificadora, que la visita se produzca pese a la ausencia de Erdogan demuestra esa voluntad. Va por todos. Polonia no puede reeditar una venganza hacia sus vecinos ni el líder de la oposición húngara puede osar pedir la reinstauración de la pena de muerte. Es feo que el Rey de España compadree con un Vladímir Putin que resucita los tiempos del NKVD y encarcela en Siberia, como Yázov, Yagoda y Beria. Pero lo es más que el presidente Zapatero sea ya un excéntrico personaje cuya última semana de política exterior fue un perfecto espectáculo de cabaré vienés, esa maravillosa ocurrencia. Helmut Qualtinger, aquel inolvidable diseccionador de ridiculeces nos habría resumido todo en una velada inolvidable titulada "Estambul, Obiang, Gerona, el tango del vacío".


jueves, 30 de mayo de 2013

LA AUSTRIA DE TORBERG

Por HERMANN TERTSCH
El País  Miércoles, 9 de febrero de 2000

El escritor Friedrich Torberg era destacado miembro de un inmenso clan extinto de un país que feneció. Eran ellos una élite atípica y en su mejor sentido. No se definía por dinero o propiedad, por erudición o conocimientos, por origen, posición social o de poder. Su elemento característico era una forma de entender la vida, en la que había generosidad y rigor, un talante especial, elegante y sofisticado, descreído pero fiel a sus principios. Había entre ellos teóricos del marxismo y consejeros áulicos del poder, poetas y funcionarios, industriales, líderes obreros y escribidores insolventes de café. Eran los "Altösterreicher", algo así como los austriacos de viejo estilo. Sobrevivieron al Imperio, lo que explica un especial sentido de la transitoriedad de la cosa pública, de lo efímero de la privada y lo eterno de la íntima. Por supuesto, no todos los austriacos que vieron caer al imperio eran tales. Pero fueron caracteres que gozaron de especial respeto y una influencia difusa pero consistente. Nacieron en un inmenso Estado con más de 50 millones de ciudadanos a principios del pasado siglo, dos grandes puertos de mar, Trieste y Fiume, orgullosos buques de guerra como el Viribus Unitis y un Ejército que desfilaba tan coqueto y colorido que se decía que era una lástima mandarlo a la guerra. Sobre todo porque hacía siglos que no ganaba ninguna. Esta frívola costumbre de llevar a los militares más al desfile y y al baile que a maniobras tuvo que ver con la hecatombe. Pero la razón de la misma fue su incapacidad de ver que su tiempo, en su forma, se había agotado. Aquellos austriacos de viejo talante se convirtieron de repente en ciudadanos de un Estado minúsculo con un miserable andén de carga en el Danubio y unos cuantos lagos tan inútiles como su imagen en postal. Perdieron lo que había supuesto su identidad, orgullosas ciudades fortaleza en el este como Przsemysl y Lemberg, soldados checos, eslovacos y húngaros, marinos italianos en Istria y Dalmacia, serbios fieles que defendían sus fronteras contra el imperio otomano y agricultores alemanes en el oeste y en Transilvania y el Banato, hacendosos y ordenados. Era un Estado peculiar que no se dio cuenta de que cada vez tenía más enemigos hasta que fue tarde. Y era excéntrico. Tenía, por ejemplo, la curiosa manía de pintar de amarillo todos sus edificios oficiales, colegios y academias militares, hospicios y hospitales, oficinas de correos y de Hacienda. Aun hoy, ese amarillo pálido, cuarteado, maltratado por los tiempos y la desidia es un símbolo de Centroeuropa. Era paternalista aquel Estado y, sin embargo, relajado. Contaba con más servicios públicos que cualquier otro país europeo y una efectividad sorprendente. Era un país raro, contradictorio, autocomplaciente y autocrítico a un tiempo, casi sureño en contraste con la seria y rigurosa Prusia.
En una clásica paradoja necrofílica austriaca, recibió su mejor nombre cuando ya había muerto. Se lo dio Robert Musil: era Kakania. Sus ciudadanos se reían de su patria sin mala conciencia y el propio Estado jamás se tomó a sí mismo demasiado en serio. Era Kakania un país suave de trato, en el que la policía torturaba mucho menos que en Rusia, Francia o Prusia. Había tiros, por supuesto. Había revueltas obreras. Pero siempre daba la impresión de que la sangre jamás llegaba al río. El asalto del general Radetzky a Milán fue cruel, pero excepcional. Y fue la última vez que Austria ejercía con éxito la fuerza. Un canto de cisne que mereció una popular marcha militar para el día de Año Nuevo. Nada más.
Vivían en aquel Estado decenas de pueblos a los que se aplicaba siempre las mismas leyes. Se sabía también fuera. Todos los que huían de los países vecinos se refugiaban allí. En las ciudades austriacas de Cracovia, Debrecen, Praga o Hermannstadt se sabía de los pogromos en Rusia por las caravanas de refugiados que llegaban. Volvió a pasar con los pogromos comunistas de 1956 en Hungría, 1968 en Checoslovaquia y 1981 en Polonia. Y como algunos olvidan, mientras España albergaba la orgullosa cifra de unos pocos centenares de kosovares durante la guerra, en Austria eran decenas de miles.
Pero volvamos al pasado. Por entonces, cuando Torberg era un niño, los funcionarios hablaban su propio idioma y además un alemán más o menos raro, y estaban orgullosos de trabajar para una burocracia segura de sí misma. El correo funcionaba. Hasta los trenes llegaban a tiempo. Era un país ordenado, como dice algún compañero de Claudio Magris en relatos austro-húngaros.
Desde la bella Bukovina allá en la actual Rusia hasta los parajes de viñedos junto a Suiza, desde los espléndidos palacios de Bohemia hasta las campas heladas de los Shtetl, los pueblitos judíos de Transnistria, Polonia y Rutenia donde los agricultores vestían levitas negras y se cuidaban los tirabuzones, desde los bosques de Silesia hasta las islas del Adriático, subsistía muy razonablemente un Estado en el que nadie había caído en cuenta de que era una cárcel de pueblos hasta que algunos, normalmente residentes fuera, comenzaron a proclamarlo. Esto fue ya al final, cuando la nueva lógica de las potencias y la peste moderna de los nacionalismos estaban a punto de acabar con Kakania, aquel país en el que un vendedor de castañas recorría al año mil kilómetros sin enseñar jamás un papel de documentación.
Torberg y los suyos consideraban que los nacionalismos eran una simpleza zafia inventada por los franceses para dar la lata. Ellos eran lo que hoy Jürgen Habermas llama patriotas constitucionales, entonces de las leyes escritas y no escritas que sancionaban muchas desigualdades sociales, pero ninguna étnica. No es que las gentes fueran felices, pero Torberg y los suyos sabían muy bien de los peligros de la obsesión por la felicidad. Sí eran ácidos críticos de la infelicidad gratuita, en la tradición que va desde Grillparzer hasta Thomas Bernhard, sin olvidar a Karl Kraus o Viktor Adler. Sabían que la plaga nacionalista sería una moda ridícula hasta que infectara a los alemanes del imperio. Viena despreciaba a los teutones de los Alpes, como los llamaba Joseph Roth. Por todo esto es tan absurdo el reduccionismo de ver Austria como un campamento nazi. La desgraciada aritmética electoral que ha llevado al poder al prototipo de teutón de los Alpes da inmensas facilidades para demostrar la suprema osadía de la ignorancia. Torberg, como Gustav Klimt o Adolf Loos, como Hugo von Hoffmansthal, como Arthur Schnitzler, como millones de austriacos surgidos de un crisol de culturas, eran menos simples que estos tertulianos e improvisados analistas de estos días. Tenían amor al matiz y a la complejidad. Muchos eran torturados por los abismos de la vida y la muerte, seres lúcidos en un mundo en el que copulan con violencia la historia y las pasiones, el miedo y la sensualidad, la belleza y la brutalidad, el placer y el dolor. La intolerancia, la violencia y el odio llegaron después, con el nacionalismo alemán y esa simpleza no muy diferente de la que hoy muchos desparraman.
Torberg vivió en un mundo de emociones y reflexión, elegante y canalla, tierno, culto y transgresor como Viena. Era la ciudad venerada por judíos, checos, eslovacos, alemanes, italianos y rumanos, húngaros y rutenos. Viena cosmopolita y mestiza siempre ha generado un cosmos cultural propio. Allí sólo se decían alemanes algunos cursis. Después, cuando el nacionalismo periférico despertó al monstruo nacional germano, se movilizaron los instintos miserables, sus maniobreros, los ambiciosos, los fanáticos y, sobre todo, los simples. Cuidado con los simples y su simpleza. Cuando asaltaron Viena, simbiosis de la vieja Centroeuropa, comenzó la agonía que ha durado medio siglo.
Torberg, menos bebedor que Roth y mucho menos borracho que Peter Altenberg, tuvo una vida más larga de lo habitual entre los hombres lúcidos a quienes la suerte elige para épocas crueles. Era un hombre de honor que no se tomaba muy en serio. Lo contrario que esa sarta de indignos que se consideran la trascendencia pura. Una vez, Torberg escribió una carta iracunda a su editor, en la que le reprochaba en la edición de una de sus obras la falta de tres comas y alguna errata menor.
El editor le respondió con una carta conciliadora. "Querido amigo, llevo décadas editándote. Te aseguro que esas tres comas y esa errata no las notará nadie". La respuesta de Torberg fue vitriólica. "Veo que sigues sin saber que yo escribo para aquellos a los que duelen esas comas".
Ahora que los austriacos se han puesto tan de moda, tan a su pesar, conviene hacer un alegato contra el desprecio a las comas, contra la simpleza, la de aquellos que asesinaron a millones, la de quienes votan a demagogos sin escrúpulos, la de los partidos tradicionales que no saben hacer frente a los nuevos tiempos y se aferran a mezquinos intereses, y también contra las patéticas y peligrosas simplezas que se oyen y leen últimamente en torno a Austria. El hombre sin atributos es el enemigo intelectual y visceral del hombre de atributos rotundos que es Jörg Haider. En Viena están siempre presentes las ambiciones, sublimes y macabras, del hombre. Y hay que mantener alta la guardia. Pero la autocomplacencia que el mundo demuestra hoy en su actitud hacia Viena sólo es comparable al insulto a la inteligencia que supone la existencia del Gobierno Schüssel-Haider.
Altösterreicher. Nunca fueron grandes luchadores. Siempre prefirieron morir de asco a enfrentarse a gentes que despreciaban. A los oportunistas, a los vasallos vocacionales, a los chamanes de los bajos instintos. Haider y Schüssel son eso, no nazis. Pero la mayoría de los nazis fueron antes oportunistas que camisas pardas.
En la Viena en la que Freud inició la exploración de los laberintos del alma, la gran aventura de de la complejidad, tenemos un Gobierno de simples ambiciosos dedicados al onanismo político. Creen, los simples, que la historia es corta. Torberg y sus amigos vomitarían al ver a estos personajes instalados en el palacio del Ballhaus. Pero para que Haider y Schüssel sean una mera anécdota desgraciada hay que actuar y hablar como Torberg, sin simplezas, exigiendo las comas bien puestas y mostrando el desprecio que merecen quienes desprecian los valores y los principios. Hasta en la ortografía.


ENTREVISTA A JOSÉ MANUEL OTERO NOVAS

ENTREVISTA
La Opinión a Coruña

Natalia Vaquero | Madrid Madrid 29.05.2013 | 02:59

Exministro de Presidencia y Educación de la UCD y presidente del Aula Política del CEU San Pablo

José Manuel Otero Novas: ´Las políticas de apaciguamiento de Rajoy suelen causar a veces la guerra´

"El modelo territorial federal lleva establecido en España desde hace más de 30 años"

La debilidad de España puede acabar en una revolución de consecuencias "impredecibles". Esta es la advertencia que lanza el exministro de Presidencia y Educación con la UCD de Adolfo Suárez, José Manuel Otero Novas, quien desde el Aula Política que preside analiza lo que considera un riesgo cierto de eclosión del actual régimen político. Propone para evitarlo una reforma de la Constitución que condensa en un estudio de 164 páginas. El Estado, avisa, se ha desintegrado por las "violaciones" de las autonomías y los partidos
"El Estado español tiene que reconquistar las competencias que le otorgó la Carta Magna de 1978". Así de contundente se manifiesta en declaraciones a LA OPINIÓN el exministro de la UCD y presidente del Aula Política de la Universidad CEU San Pablo de Madrid, José Manuel Otero Novas (Vigo, 1940), quien hoy presenta el libro Recuperar España.
Una propuesta desde la Constitución. El exdirigente centrista y exasesor del PP, junto a su equipo, proponen dos fórmulas para atajar la "quiebra de la nación española" tras 30 años de cesiones "disparatadas" de competencias.
-¿Qué diagnóstico hacen de España?
-España tiene muchos problemas: el económico, el de su encaje en Europa, la corrupción, la degradación de la autoridad, pero el que primero va a estallar es el de la desintegración, el de la falta de unidad tras unos devenires en los últimos años que se han disparatado y que van a provocar una crisis del sistema político vigente que comenzó tras la muerte de Franco.
-¿Habla de un agotamiento del régimen democrático?
-Sí y sin alarmismo.
-Es curioso que este tipo de análisis proliferen ahora entre personas que, como usted, protagonizaron la Transición.
-Es normal. Ya no estamos en la política activa y no tenemos el compromiso de mantenernos en lo políticamente correcto. Además, vemos con pena lo que sucede porque hemos vivido con mucha ilusión el acertado proceso de transición de una dictadura a una democracia.
-¿No fallaron en nada?
-Habremos fallado en algunas cosas.
-¿Acertaron al definir el modelo territorial de España?
-Nosotros propusimos un modelo territorial sustentado en una Constitución que se ha violado en innumerables ocasiones. De esas violaciones no tenemos la culpa.
-¿Quiénes son entonces los violadores?
-La Constitución ha sido violada por todos: a veces por las comunidades autónomas, otras por los pactos entre partidos con el Gobierno de turno y hasta por la oposición.
-Usted fue uno de los principales impulsores de ese Estado de las autonomías, ¿se equivocaron al apostar por el café para todos?
-Cuando murió Franco, en Cataluña y en el País Vasco no había hambre de autonomía, sino de diferencia. Lo que querían era que España reconociese que eran diferentes. Las reclamaciones de autogobierno fueron posteriores. La Constitución no divide a España en comunidades autónomas, permite crearlas y las concibe y regula como diferentes. La Constitución habla de Estado, provincias y municipios, pero todo eso se quebró y se apostó por la unificación. Ésa es la razón que me llevó a salir del Gobierno de Adolfo Suárez en mayo de 1980. Se lo dije muy claro al Presidente: la igualación no era lo que habíamos establecido en la Constitución.
-¿Auguró usted hace más de 30 años la deriva soberanista que iba a tomar Cataluña?
-Sí. Al igualar todos los territorios vendrían las regiones con ansia diferencial y, para diferenciarse, pedirían más competencias, se las daríamos y así hasta que la única forma de ser diferente fuese pedir la independencia.
-Así que la situación de desintegración de España que denuncia es también responsabilidad de Adolfo Suárez.
-Con Suárez ya se cometieron errores que pusieron en marcha la espiral diabólica de independentismo que sufrimos ahora. Ahora es imposible volver a establecer las comunidades autónomas diferenciadas. La Constitución de 1978 era federal y no se llamó así porque políticamente no era correcto. El federalismo en España lleva establecido desde hace más de 30 años.
-¡Pues vaya usted a convencer de esto a catalanes y vascos!
-Imposible porque además vascos y catalanes no juegan nunca juntos. Se van turnando a la hora de reclamar al Estado. Artur Mas pide ahora lo mismo que pedían los terroristas de ETA en 1978: la independencia.
-Pero Artur Mas no asesina.
-Pero contribuye a una situación de agotamiento del sistema político que puede acabar en una revolución.
-¿Se refiere a una guerra?
-Revolución no es sinónimo de guerra. Puede haber cambios de régimen no violentos. El régimen caería por agotamiento y el riesgo de que haya una guerra tampoco hay que descartarlo. Las desintegraciones territoriales suelen producir guerras y suelen además ser muy sangrientas y dolorosas para las regiones independentistas. Las revoluciones son impredecibles. La primavera árabe, sin ir más lejos, ha cambiado dictaduras tolerables por fundamentalismos intolerables.
-¿Qué propone para evitar este riesgo de guerra?
-Reformar la Constitución.
-¿Puede España en plena crisis afrontar una reforma constitucional?
-Una reforma agravada de la Constitución no se puede hacer en época de crisis, pero nosotros proponemos una reforma simple. Lo que queremos es que el Estado vuelva a tener capacidad para gestionar los intereses de la nación. Lo que es inconcebible es que media España se seque y no se pueda aprobar un Plan Hidrológico Nacional por culpa de las comunidades autónomas o que en un tercio del territorio español no puedas obtener enseñanza para tus hijos en castellano.
-¿No dirime el Tribunal Constitucional estos litigios entre el Estado y las comunidades autónomas?
-El Tribunal Constitucional no soluciona los problemas porque dentro de la propia Carta Magna española caben miles de disparates. La política económica del Gobierno es constitucional, pero ha generado seis millones de parados. Además, el Constitucional está muy politizado y no olvidemos que cuenta con magistrados nombrados por las comunidades autónomas.
-Pero Mas y el resto de regiones con aspiraciones de autogobierno piden competencias porque saben que se las van a dar.
-¡Claro! Porque los dos grandes partidos saben que necesitan a los nacionalistas para gobernar y por eso contribuyen al debilitamiento del Estado. Rajoy ya ha dicho a los catalanes que está dispuesto a hablar de concierto económico. La burguesía catalana no quiere la independencia, pero quiere ese concierto. Y los gallegos, los vascos, los canarios? Todos. Los catalanes ya apuntan a un modelo de estado libre asociado como Puerto Rico.
-A lo mejor es que Rajoy trata de apaciguar esa deriva soberanista con concesiones.
-¿Más concesiones aún? Las políticas de apaciguamiento como las de Rajoy suelen causar a veces la guerra.
-¿No apostó Suárez por esa política de apaciguamiento cuando igualó a las comunidades autónomas?
-Y se equivocó. Nos equivocamos al dejar tan abierto el modelo de organización territorial de España.
-¿Ve una solución pacífica a esta situación?
-Sí y proponemos dos solucionesfrente a la revolución. Una pasa porque el Estado recupere sus competencias y otra es volver a lo que la Constitución daba a las comunidades autónomas y hacer que el Estado armonice esas competencias de las autonomías. En todo este asunto subyace la malévola doctrina de mutación constitucional que hace que el Tribunal Constitucional avale reformas en la Carta Magna ateniéndose a las circunstancias del momento. Esa doctrina es la que otorgó a Hitler plenos derechos para legislar.
-El sistema electoral basado en listas cerradas y bloqueadas tampoco ayuda mucho a encauzar la grave crisis institucional que sufre España.
-Hablamos de un sistema electoral de listas que no representan al pueblo ni al distrito, sino tan sólo al que las diseña. Yo soy partidario de un sistema electoral combinado entre el mayoritario y el proporcional. En Alemania ya se da este modelo, pero todos los sistemas electorales tienen sus defectos. La apertura de las listas puede contribuir a esa regeneración política que demandan los ciudadanos.
- ¿Ve usted a algún líder preparado para iniciar esa regeneración?
- El líder de un movimiento es alguien que no tiene que existir a priori, lo crea la propia circunstancia. En este momento no veo a nadie capaz de impulsar ese liderazgo de regeneración política.
-Decía esta semana el también exministro de la UCD Alfonso Osorio que en las Cortes de Franco había más libertad para hablar que en el actual Parlamento.
-Nunca estuve en las Cortes de Franco, pero puede que esa afirmación de Alfonso Osorio sea cierta. Los diputados dicen ahora solo lo que les dejan decir los partidos políticos a los que pertenecen. Con Franco no se podía discrepar, resulta evidente, pero tampoco veo yo ahora que se discrepe mucho en el Congreso con el líder que te ha sentado en el escaño.


martes, 28 de mayo de 2013

LA MEDIOCRIDAD DE LA CLASE POLÍTICA ESPAÑOLA

Por LUIS MARÍA ANSON
El Mundo, Martes 28.05.13

No es verdad que la clase política española se caracterice por la corrupción. Las mismas habas se cuecen en los fogones de Italia o de Francia. Ciertamente los casos de corrupción se han multiplicado en los últimos años porque el fruto sano se zocatea enseguida si se roza con el que está cedizo. Los partidos políticos, igual que los sindicatos, se han convertido en un colosal negocio y los intereses de los ciudadanos y de los trabajadores han quedado relegados a las conveniencias partidistas o sindicales. Pero eso es otra cosa.
Lo que caracteriza y distingue a la clase política española, en fin, no es la corrupción sino la mediocridad. Las primeras espadas de nuestra nación se han quedado en la empresa, en el periodismo, en la industria, en las profesiones liberales, en la abogacía, en la judicatura, en la medicina, en la arquitectura, en las organizaciones religiosas, en la cátedra y en la Universidad. Inglaterra y Estados Unidos tienen a gala destinar a la política a miembros relevantes de las familias con mayor preparación. En España, no. En España, salvo excepciones, se dedican al servicio público las segundas o terceras filas. Da grima conversar con la mayoría de los políticos de las cuatro Administraciones, la central, la autonómica, la provincial y la municipal. La incultura general, prácticamente sin lagunas, preside la expresión de la inmensa mayoría de nuestros políticos. Cuando hablan en la radio o la televisión lo hacen con mayor torpeza que los futbolistas. Da vergüenza ajena escucharles.
Y, claro, a mayor mediocridad, más agresividad en el ejercido del poder. Hay políticos, sobre todo en algunas provincias, que se consideran seres superiores e intocables, que desdeñan a los ciudadanos, que se afanan en poner pegas incesantes para resolver cualquier asunto. Es un desahogo pueril para demostrar lo importantes que son, lo mucho que mandan. La mediocridad de la clase política española está por encima de los sexos y concierne lo mismo a los hombres que a las mujeres. Muchas veces sin estudios, casi siempre sin experiencia en la empresa privada o en el trabajo profesional, son incontables los españoles y las españolas que han visto en la política un filón para disfrutar de una vida cómoda con sueldos seguros, retribuciones enmascaradas, viajes gratis total, banquetes permanentes y vacaciones acrecentadas por los moscosos, los canosos, los asuntos personales y demás gaitas. Los cargos políticos se multiplican como los hongos dentro de las cuatro Administraciones y también fuera de ellas, en las empresas públicas, las fundaciones, las asesorías, los entes institucionales, las camelancias más pintorescas.
Como se dispara con pólvora del rey, el gasto de nuestra mediocre clase política acentúa la hemorragia del dinero público. Hay ya propuestas para que se exija a los que se dedican a la política un mínimo de condiciones, lo que se hace para el ejercicio de cualquier función. No me parece fácil que prospere ese propósito, porque colisiona con la libertad de la democracia pluralista. Son los ciudadanos los que con sus votos deben hacer la criba imponiendo listas abiertas, porque en la actualidad aparte del líder y una docena de políticos se elige a ciegas. Para figurar en las listas cerradas no se exige en los partidos preparación y capacidad sino sumisión y lealtad al jefe. Esa es la triste realidad que nos ha conducido a que nuestra clase política ocupe el último lugar de Europa por falta de calidad según todas las encuestas solventes.
¡Pobre ciudadano medio, en fin! Lo que tiene que aguantar, en todos los sentidos, a causa de la inepcia de la inmensa mayoría de nuestros políticos. Estamos presos en las redes asfixiantes de la partitocracia acentuada por la mediocridad de los hombres y las mujeres que se han encaramado a la política como una forma de vida, al margen de la atención al interés general de la ciudadanía.
Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española.


sábado, 25 de mayo de 2013

¿ADIÓS A BAD GODESBERG?

Por HERMANN TERTSCH

ABC 28.02.08

El partido de mayor tradición y más larga historia de la izquierda europea, el legendario SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschland), ha entrado en barrena. Su presidente Kurt Beck y parte del aparato parece creer que la mejor forma de combatir a un partido de ultraizquierdistas y paleocomunistas que, bajo el muy poco honorable caudillaje de Oskar Lafontaine, ha conseguido ciertos éxitos electorales, ahora también en Hesse y Hamburgo, es acercarse mucho a él.
Tanto como para confundirse. En los últimos días, ante las dificultades de formar Gobierno en el estado de Hesse, aumenta la tentación de acabar con el veto de colaborar con quienes nunca se han distanciado del terror comunista que dominó gran parte de Alemania durante casi medio siglo y que bendicen la incautación y los métodos forzados de experimentación social. Con quienes no condenan el crimen, en resumen.
En su histórico congreso de Bad Godesberg, los socialdemócratas alemanes fueron los primeros socialistas europeos en proclamar su liberación de los dogmas del marxismo, de la lucha de clases y del rencor social, así como su voluntad de ser un partido popular y su aceptación de la validez permanente del mercado y la libertad en la democracia plural frente al utopismo socializante y redentor.
Recuerdo de la RDA
Ahora, en el mundo globalizado que tanto los confunde, en su angustia por encontrar espacios alternativos a sus adversarios liberales o conservadores, parecen querer salirse del corsé que suponía la decidida e irrenunciable defensa de las libertades individuales y la pluralidad. En Bad Godesberg, junto al Rhin, todos los delegados socialdemócratas, con la memoria del nazismo y la presencia permanente del comunismo en la RDA, sabían lo que había supuesto la cooperación, voluntaria o forzosa, con el totalitarismo comunista. Ahora, por desgracia, comienza a dar la impresión de que, como ha sucedido con los socialistas vascos -y después españoles- con el terrorismo etarra, el digno rechazo a la cooperación con el totalitarismo va cediendo ante la presión de ventajas políticas inmediatas, cargos, poder al fin y al cabo.
Política con terroristas
La profunda inmoralidad que supone coordinar la política con terroristas o totalitarios de un signo u otro ha dejado de ser un axioma, también en un país tan recargado de historia terrible inmediata como Alemania.
Puede que en un tiempo, facciones izquierdistas, competidores neocomunistas y radicales antisistema se disputen los restos de siglas y patrimonio de un partido que ha marcado como muy pocos el proceso del avance de la combinación de libertad, solidaridad y piedad en la evolución político social europea de los últimos 150 años.
Los socialdemócratas auténticos están alarmados ante las ligerezas con las que algunos dirigentes coquetean con un frentepopulismo marcado por el anticapitalismo y utopismos diversos. En este momento es la muy zapateril y juvenil líder del SPD Andrea Ypsilanti en el Estado de Hesse la que está dispuesta -¿les suena?- a aliarse con cualquiera, incluso un enemigo declarado del orden constitucional, con tal de acceder a la presidencia. En concreto, parece dispuesta a adquirir mayoría con Die Linke, el referido partido de Oskar Lafontaine unido a los mimbres que la Stasi y el aparato comunista convirtió en partido en la Alemania Unificada.
Déficit democrático
Puede que estemos -¡ay de nosotros los catastrofistas! -, y éste podría ser el hecho más grave sugerido por muchos indicios que se acumulan, por doquier y muy claramente en España, ante el momento en que la socialdemocracia se considera incapaz de hacer frente a la globalización desde una óptica democrática. Pero desde luego será difícil que sea el SPD -el de Kurt Schumacher, Willy Brandt y Helmut Schmidt-, la socialdemocracia europea de Olof Palme y Bruno Kreisky, la que sobreviva a este abrazo hacia compañeros de viaje que son el Willy Münzenberg de nuestros días, aquel virtuoso de la manipulación comunista al que sirvieron tantos socialistas y pacifistas.
Si el SPD entra como el PSOE en la tentación de armonizar su cooperación con fuerzas totalitarias con el respeto a la democracia, verá que es imposible. Lo malo es que ya en Bad Godesberg lo sabía. ¿Es necesario volverlo a aprender?.