Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles, 9 de febrero de 2000
El escritor Friedrich Torberg
era destacado miembro de un inmenso clan extinto de un país que feneció. Eran
ellos una élite atípica y en su mejor sentido. No se definía por dinero o
propiedad, por erudición o conocimientos, por origen, posición social o de
poder. Su elemento característico era una forma de entender la vida, en la que
había generosidad y rigor, un talante especial, elegante y sofisticado,
descreído pero fiel a sus principios. Había entre ellos teóricos del marxismo y
consejeros áulicos del poder, poetas y funcionarios, industriales, líderes
obreros y escribidores insolventes de café. Eran los
"Altösterreicher", algo así como los austriacos de viejo estilo.
Sobrevivieron al Imperio, lo que explica un especial sentido de la
transitoriedad de la cosa pública, de lo efímero de la privada y lo eterno de
la íntima. Por supuesto, no todos los austriacos que vieron caer al imperio
eran tales. Pero fueron caracteres que gozaron de especial respeto y una
influencia difusa pero consistente. Nacieron en un inmenso Estado con más de 50
millones de ciudadanos a principios del pasado siglo, dos grandes puertos de
mar, Trieste y Fiume, orgullosos buques de guerra como el Viribus Unitis y un
Ejército que desfilaba tan coqueto y colorido que se decía que era una lástima
mandarlo a la guerra. Sobre todo porque hacía siglos que no ganaba ninguna.
Esta frívola costumbre de llevar a los militares más al desfile y y al baile
que a maniobras tuvo que ver con la hecatombe. Pero la razón de la misma fue su
incapacidad de ver que su tiempo, en su forma, se había agotado. Aquellos
austriacos de viejo talante se convirtieron de repente en ciudadanos de un
Estado minúsculo con un miserable andén de carga en el Danubio y unos cuantos
lagos tan inútiles como su imagen en postal. Perdieron lo que había supuesto su
identidad, orgullosas ciudades fortaleza en el este como Przsemysl y Lemberg,
soldados checos, eslovacos y húngaros, marinos italianos en Istria y Dalmacia, serbios
fieles que defendían sus fronteras contra el imperio otomano y agricultores
alemanes en el oeste y en Transilvania y el Banato, hacendosos y ordenados. Era
un Estado peculiar que no se dio cuenta de que cada vez tenía más enemigos
hasta que fue tarde. Y era excéntrico. Tenía, por ejemplo, la curiosa manía de
pintar de amarillo todos sus edificios oficiales, colegios y academias
militares, hospicios y hospitales, oficinas de correos y de Hacienda. Aun hoy,
ese amarillo pálido, cuarteado, maltratado por los tiempos y la desidia es un
símbolo de Centroeuropa. Era paternalista aquel Estado y, sin embargo,
relajado. Contaba con más servicios públicos que cualquier otro país europeo y
una efectividad sorprendente. Era un país raro, contradictorio, autocomplaciente
y autocrítico a un tiempo, casi sureño en contraste con la seria y rigurosa
Prusia.
En una clásica paradoja
necrofílica austriaca, recibió su mejor nombre cuando ya había muerto. Se lo
dio Robert Musil: era Kakania. Sus ciudadanos se reían de su patria sin mala
conciencia y el propio Estado jamás se tomó a sí mismo demasiado en serio. Era
Kakania un país suave de trato, en el que la policía torturaba mucho menos que
en Rusia, Francia o Prusia. Había tiros, por supuesto. Había revueltas obreras.
Pero siempre daba la impresión de que la sangre jamás llegaba al río. El asalto
del general Radetzky a Milán fue cruel, pero excepcional. Y fue la última vez
que Austria ejercía con éxito la fuerza. Un canto de cisne que mereció una
popular marcha militar para el día de Año Nuevo. Nada más.
Vivían en aquel Estado decenas
de pueblos a los que se aplicaba siempre las mismas leyes. Se sabía también
fuera. Todos los que huían de los países vecinos se refugiaban allí. En las
ciudades austriacas de Cracovia, Debrecen, Praga o Hermannstadt se sabía de los
pogromos en Rusia por las caravanas de refugiados que llegaban. Volvió a pasar
con los pogromos comunistas de 1956 en Hungría, 1968 en Checoslovaquia y 1981
en Polonia. Y como algunos olvidan, mientras España albergaba la orgullosa
cifra de unos pocos centenares de kosovares durante la guerra, en Austria eran
decenas de miles.
Pero volvamos al pasado. Por
entonces, cuando Torberg era un niño, los funcionarios hablaban su propio
idioma y además un alemán más o menos raro, y estaban orgullosos de trabajar
para una burocracia segura de sí misma. El correo funcionaba. Hasta los trenes
llegaban a tiempo. Era un país ordenado, como dice algún compañero de Claudio
Magris en relatos austro-húngaros.
Desde la bella Bukovina allá en la actual Rusia hasta los
parajes de viñedos junto a Suiza, desde los espléndidos palacios de Bohemia
hasta las campas heladas de los Shtetl, los pueblitos judíos de Transnistria,
Polonia y Rutenia donde los agricultores vestían levitas negras y se cuidaban
los tirabuzones, desde los bosques de Silesia hasta las islas del Adriático,
subsistía muy razonablemente un Estado en el que nadie había caído en cuenta de
que era una cárcel de pueblos hasta que algunos, normalmente residentes fuera,
comenzaron a proclamarlo. Esto fue ya al final, cuando la nueva lógica de las
potencias y la peste moderna de los nacionalismos estaban a punto de acabar con
Kakania, aquel país en el que un vendedor de castañas recorría al año mil
kilómetros sin enseñar jamás un papel de documentación.
Torberg y los suyos
consideraban que los nacionalismos eran una simpleza zafia inventada por los
franceses para dar la lata. Ellos eran lo que hoy Jürgen Habermas llama
patriotas constitucionales, entonces de las leyes escritas y no escritas que
sancionaban muchas desigualdades sociales, pero ninguna étnica. No es que las
gentes fueran felices, pero Torberg y los suyos sabían muy bien de los peligros
de la obsesión por la felicidad. Sí eran ácidos críticos de la infelicidad
gratuita, en la tradición que va desde Grillparzer hasta Thomas Bernhard, sin
olvidar a Karl Kraus o Viktor Adler. Sabían que la plaga nacionalista sería una
moda ridícula hasta que infectara a los alemanes del imperio. Viena despreciaba
a los teutones de los Alpes, como los llamaba Joseph Roth. Por todo esto es tan
absurdo el reduccionismo de ver Austria como un campamento nazi. La desgraciada
aritmética electoral que ha llevado al poder al prototipo de teutón de los
Alpes da inmensas facilidades para demostrar la suprema osadía de la
ignorancia. Torberg, como Gustav Klimt o Adolf Loos, como Hugo von
Hoffmansthal, como Arthur Schnitzler, como millones de austriacos surgidos de
un crisol de culturas, eran menos simples que estos tertulianos e improvisados
analistas de estos días. Tenían amor al matiz y a la complejidad. Muchos eran
torturados por los abismos de la vida y la muerte, seres lúcidos en un mundo en
el que copulan con violencia la historia y las pasiones, el miedo y la
sensualidad, la belleza y la brutalidad, el placer y el dolor. La intolerancia,
la violencia y el odio llegaron después, con el nacionalismo alemán y esa
simpleza no muy diferente de la que hoy muchos desparraman.
Torberg vivió en un mundo de
emociones y reflexión, elegante y canalla, tierno, culto y transgresor como
Viena. Era la ciudad venerada por judíos, checos, eslovacos, alemanes,
italianos y rumanos, húngaros y rutenos. Viena cosmopolita y mestiza siempre ha
generado un cosmos cultural propio. Allí sólo se decían alemanes algunos
cursis. Después, cuando el nacionalismo periférico despertó al monstruo
nacional germano, se movilizaron los instintos miserables, sus maniobreros, los
ambiciosos, los fanáticos y, sobre todo, los simples. Cuidado con los simples y
su simpleza. Cuando asaltaron Viena, simbiosis de la vieja Centroeuropa,
comenzó la agonía que ha durado medio siglo.
Torberg, menos bebedor que
Roth y mucho menos borracho que Peter Altenberg, tuvo una vida más larga de lo
habitual entre los hombres lúcidos a quienes la suerte elige para épocas
crueles. Era un hombre de honor que no se tomaba muy en serio. Lo contrario que
esa sarta de indignos que se consideran la trascendencia pura. Una vez, Torberg
escribió una carta iracunda a su editor, en la que le reprochaba en la edición
de una de sus obras la falta de tres comas y alguna errata menor.
El editor le respondió con una
carta conciliadora. "Querido amigo, llevo décadas editándote. Te aseguro
que esas tres comas y esa errata no las notará nadie". La respuesta de
Torberg fue vitriólica. "Veo que sigues sin saber que yo escribo para
aquellos a los que duelen esas comas".
Ahora que los austriacos se
han puesto tan de moda, tan a su pesar, conviene hacer un alegato contra el
desprecio a las comas, contra la simpleza, la de aquellos que asesinaron a
millones, la de quienes votan a demagogos sin escrúpulos, la de los partidos
tradicionales que no saben hacer frente a los nuevos tiempos y se aferran a
mezquinos intereses, y también contra las patéticas y peligrosas simplezas que
se oyen y leen últimamente en torno a Austria. El hombre sin atributos es el
enemigo intelectual y visceral del hombre de atributos rotundos que es Jörg
Haider. En Viena están siempre presentes las ambiciones, sublimes y macabras,
del hombre. Y hay que mantener alta la guardia. Pero la autocomplacencia que el
mundo demuestra hoy en su actitud hacia Viena sólo es comparable al insulto a
la inteligencia que supone la existencia del Gobierno Schüssel-Haider.
Altösterreicher. Nunca fueron
grandes luchadores. Siempre prefirieron morir de asco a enfrentarse a gentes
que despreciaban. A los oportunistas, a los vasallos vocacionales, a los
chamanes de los bajos instintos. Haider y Schüssel son eso, no nazis. Pero la
mayoría de los nazis fueron antes oportunistas que camisas pardas.
En la Viena en la que Freud
inició la exploración de los laberintos del alma, la gran aventura de de la
complejidad, tenemos un Gobierno de simples ambiciosos dedicados al onanismo
político. Creen, los simples, que la historia es corta. Torberg y sus amigos vomitarían
al ver a estos personajes instalados en el palacio del Ballhaus. Pero para que
Haider y Schüssel sean una mera anécdota desgraciada hay que actuar y hablar
como Torberg, sin simplezas, exigiendo las comas bien puestas y mostrando el
desprecio que merecen quienes desprecian los valores y los principios. Hasta en
la ortografía.
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