martes, 16 de agosto de 2016

"DÍAS DE IRA" DE HERMANN TERTSCH. RESEÑA DE GONZALO ALTOZANO

“Días de ira” de Hermann Tertsch, por Gonzalo Altozano

Martes, 16.06.15

No es necesario reír con los bárbaros
Se llamaba Rafael Pérez Escolar, fue abogado de Banesto en la etapa de Mario Conde, y compartió con este algunos años entre rejas. En la soledad de su celda, a Pérez Escolar las noches se le pasaban de claro en claro diseñando un plan no de fuga (ya estaba mayor para saltar muros o practicar túneles), sino de venganza. Porque nadie le quitó nunca de la cabeza que detrás de la intervención de Banesto estaba Emilio Botín, presidente del Santander, a quien juró odio eterno. Ya en libertad, Pérez Escolar puso en práctica su plan, y con cierto éxito, pues aunque no logró meter en la cárcel al banquero, sí lo sentó un par de veces en el banquillo. A Pérez Escolar se le veía mucho por la calle Génova, caballero de fina y airada estampa, imprimiendo a su paso una energía tal que parecía iba a partir en dos los adoquines del suelo, siempre con prisas, como si le fueran a cerrar la ventanilla de la Audiencia Nacional donde depositaba la querella cotidiana contra Botín, para luego irse a Jockey, donde almorzaba a diario. Tanto odiaba Pérez Escolar a Botín y a su círculo que les dedicó montones de páginas en sus Memorias, la lectura de las cuales equivalía a irrumpir en un consejo del Santander con una ametralladora. Es más, mandó componer el libro sin índice onomástico. Se negaba a que sus muchos enemigos -parecía coleccionarlos- entraran en una librería, agarrasen un ejemplar, buscasen su nombre en el índice, leyeran la página donde se les despellejaba y devolviesen el tomo al estante. Y todo sin pasar por caja. Lo que el autor pretendía era someterlos a todos -Botín el primero- a la humillación de tener que comprar el libro y, más despiadado aún, leerlo. Un tipo de cuidado, Rafael Pérez Escolar.

El nuevo libro de Hermann Tertsch, Días de ira, no tiene índice onomástico. Pero por razones distintas a las de Pérez Escolar. Y no porque Tertsch no tenga enemigos. Los tiene, vaya si los tiene. Basta descender al submundo de los comentarios en Internet, donde a Hermann le dan el paseo a diario y lo fusilan al amanecer sin posibilidad de confesión. La diferencia con otros -Pérez Escolar, por ejemplo- es que Tertsch no malgasta un minuto en ajustes de cuentas. Que no se metió él en la cosa esa del periodismo para apedrear a los perros que le ladran en el camino, sino para defender a la sociedad abierta de sus enemigos. Y he aquí la razón por la que a Tertsch algunos lo quieren ver colgado del reloj de la Puerta del Sol un 15-M cualquiera. Claro que tampoco cabe descartar explicaciones más pedestres para el odio como la envidia que en algunos provoca este hombre que viste bien, habla idiomas, acredita lecturas y sabe manejar la pala del pescado. Días de ira, en fin, no tiene índice onomástico pues su autor cita a otros solo cuando es necesario para ilustrar un episodio, una crítica, un argumento. Exactamente lo mismo que en Libelo contra la secta, su anterior libro.

Días de ira es, de alguna manera, una continuación de Libelo contra la secta. Los dos son la crónica política de la España de los últimos años, desde los atentados de Atocha hasta hoy. Pero ninguno está escrito con la prosa aséptica de un redactor de agencias que solo se atiene a los hechos sin poner en cuestión los entrecomillados. Tertsch, al contrario, a todo le da un barniz de opinión. Opinión no dictada por su capacidad para la improvisación y la agudeza, sino por su conocimiento de la política, la Historia y, por supuesto, la naturaleza humana. En Días de ira el autor vuelve con alguna frecuencia a lo narrado en las primeras páginas de Libelo contra la secta: su marcha de El País. No en vano, en su salida estaría la causa de que contra él se abriera la veda, una cacería al hombre en la que todo valdría, como los señalamientos nocturnos a su domicilio en las redes sociales, versión 2.0 de la vieja técnica de poner unos el ojo y otros la bala. Hay que reconocer que la palabra “secta” del título está muy bien escogida.

En Libelo contra la secta Tertsch relataba las denuncias anónimas cursadas contra él desde la redacción del que en su día fue uno de los grandes diarios europeos. Curiosamente, sus autores no eran los veteranos del periódico, sino los alevines recién aterrizados, a los que escandalizaban las opiniones vertidas por Tertsch en sus columnas, pero nada tenían que objetar a artículos como ese de Almudena Grandes en el que esta fantaseaba con monjas violadas por forzudos milicianos empapados en sudor. A los comisarios políticos de El País Tertsch los llamaba los jóvenes turcos del zapaterismo, título que en Días de ira otorga a los mandos, los cuadros y las bases de Podemos. Unos y otros tienen en común haber salido de una de esas facultades donde sus profesores no se cansaron de repetirles la mentira de que eran la generación mejor preparada de la Historia; una de esas facultades que diríanse construidas con los restos del Muro de Berlín y en las que los programas de algunas asignaturas recuerdan los viejos manuales de guerrilla urbana de Mayo del 68.

En el anterior libro de Tertsch, los Iglesias, los Monedero y los Errejón ya desfilan por sus páginas, solo que de incógnito, confundidos con el paisaje y con el paisanaje que en la primavera de 2012, y al calor de sus camping gas, lograron hacer brotar de los adoquines de la Puerta del Sol centenares de tiendas de campaña de la marca Quechua, como si de setas se trataran. Lo que al principio parecía el hasta-aquí-hemos-llegado, el se-acabó-la-broma de una ciudadanía harta que no se resignaba a que España fuera una unidad de destino en la impunidad, pronto degeneraría cuando la protesta la monopolizaron las camadas rojinegras -así las llama Tertsch- de la izquierda callejera y violenta, la misma cuya narrativa se la escribían unos jóvenes y no tan jóvenes profesores de la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid.
Es curioso, la facultad de Políticas que allá por los cincuenta se ideó como la escuela de mandos de un régimen -el franquista- ha devenido hoy en factoría de guionistas de otro régimen que aún pervive en la España de Rajoy: el zapaterato. Porque hay políticos con vocación de régimen y la rara habilidad de imponer su obra a sus sucesores, sin importarles que sean del signo contrario. Cuentan que a Margaret Thatcher le preguntaron cuál era su mejor legado a lo que ella rápido respondió que Tony Blair y circula por Youtube un vídeo de las primarias del Partido Demócrata en el que Obama y Hillary se enzarzan a cuenta de cuál de los dos es más reaganita. Cierto es que no ha querido el cielo bendecir a la España de los últimos años con unos líderes de la talla de la Dama de Hierro o aquel viejo cowboy de “la resplandeciente ciudad en la colina”. Pero no es esto a lo que íbamos, sino a lo que ya se conoce como la tercera legislatura de Zapatero, que no es otra que la de Rajoy, al que nuestro autor dibuja subido a una bicicleta obsesionado por quemar etapas pero sin moverse del sitio, o ensimismado en su zona de confort, en su perímetro de seguridad, cazando ratones, sus ratones. Y con este hombre cuenta la derecha para pararles los pies y mojarles la oreja a los desahuciados hijos de la indignación, hoy encuadrados en Podemos.

Si un Zapatero en retirada fue capaz de neutralizar a un PP con una formidable fuerza de choque de 185 diputados, de qué seducciones no sería capaz el de León con sus discípulos amados. Porque leyendo Días de ira se llega a la conclusión de que el tapado de ZP no era Pedro Sánchez ni Eduardo Madina, era Pablo Iglesias. Claro que Zapatero no es el único padre de la criatura. Ahí están Venezuela, Irán y Rusia. Y ahí el temor de muchos de que el apoyo de los círculos bolivarianos, los ayatolas de Teherán y los Lobos de la Noche de Putin no sea a fondo perdido, sino que esa factura al final la paguemos todos los españoles, y no alguna de las empresas pantalla de Monedero. Es tanta la inquietud que provocan los de Podemos que las buenas gentes de las derechas pretenden ver en un simple desconchón en la pared -la última encuesta del CIS, la salida del propio Monedero o la ruptura incluso entre Pablo y Tania- la grieta por la que se resquebrajará entero el edificio okupa y podemita. Y es entonces cuando aparece Tertsch para recordar, sin temor a que le llamen aguafiestas, que en las elecciones de noviembre de 1932 el Partido Nazi perdió muchos votos, lo que no le impidió recuperarse y alcanzar el poder solo un año después. La Historia, a veces, es una ciencia exacta, parece decir Tertsch. Los de Podemos han venido y lo han hecho para quedarse. Y a como dé lugar.

Otro punto sobre el que Tertsch pone el foco es la auténtica naturaleza de Podemos. El Podemos verdadero no es el del año en curso, el que ahora trata de disfrazarse a toda prisa de socialdemócrata finlandés, representado por un Errejón ataviado con sus New Balance y sus Levi’s 501, como recién llegado a España tras un año de Erasmus encamándose suecas. El Podemos genuino es el de antes de las Europeas, el de antes incluso de su inscripción en el Registro de Partidos Políticos, el de aquellas veladas de La Tuerka amenizadas por el rapero Pablo Hasel, quien llevaba a su entregado público al delirio cuando desde el escenario se burlaba de la nuca de Miguel Ángel Blanco. En cualquier caso, la intención de Tertsch y su Días de ira no es asustar a ancianitas con que viene el rojo, sino convencer al español medio de que existe una directísima relación entre su propia suerte y los hechos potencialmente amenazadores que le rodean. Para Tertsch levantar la voz entra en la categoría de los imperativos morales.

¿Y cómo hemos llegado a todo esto? No anda desencaminado el autor cuando apunta como posible causa del desastre lo que él llama la mentira antifranquista, falsificación de la Historia que divide a los españoles en buenos y malos, y que data de los tiempos de la Transición. Según este relato, la unidad de España, la bandera nacional, el sentimiento religioso o conceptos incluso como honor, lealtad o cortesía serían inventos del franquismo, meros productos de sus planes de desarrollo cocinados a fuego lento en las hogueras del Frente de Juventudes. Ojo, en ningún momento el autor reivindica la figura y obra de Franco, simplemente viene a señalar que el certificado de nacimiento de España no fue el parte de guerra del primero de abril de 1939, ese en que las tropas nacionales se declaraban victoriosas. O sea, que cuando Franco llegó, España estaba allí, y desde hacía ya unos siglos. Si la derecha hubiera asumido este discurso desde el minuto cero de la Transición, mejor marcharían las cosas hoy para todos. El problema es que se dejó comer el terreno y robar la merienda por unos estafadores, muchos de los cuales no tuvieron empacho entonces -y siguen sin tenerlo hoy- en inventarse a toda prisa un pasado nuevo, suyo y de sus padres. No así Hermann, no así.

Las más descarnadas páginas de Días de ira son aquellas en las que Hermann habla de su padre, al que amaba. Como tantos alemanes de la época, el hombre se afilió al Partido Nazi y como pocos alemanes de la misma época participaría en un complot para matar a Hitler, lo que le valió ser perseguido por la Gestapo y encarcelado. Y así, restando hechos al relato y añadiéndole literatura, nuestro autor podría haber confeccionado para el apellido Tertsch un elegante traje como los que gastaba el padre cuando era diplomático en Londres. Podría, por ejemplo, haber justificado la ficha de afiliación nazi por la vía de la contextualización histórica, con el escenario de una Alemania humillada en la que de pronto surge no se sabe bien si un poeta o un loco que promete que solo por ser ciudadano alemán hasta el último barrendero del Reich iba a atesorar más dignidad que todos los títulos contenidos en el Gotha. Podría también Hermann haber reclamado para su padre un lugar, siquiera entre los papeles de reparto, en los títulos de crédito de Walkiria, la película protagonizada por Tom Cruise que narra aquel célebre pero fallido atentado contra el führer. Podría haber hecho todo esto y qué bien hubiera quedado él y también su padre.
Y, sin embargo, en Días de ira Hermann cuenta lo que solo él sabía y nadie habría averiguado jamás: que su padre siguió afiliado al Partido Nazi para hacer carrera -carrera diplomática- cuando los cuchillos ya se habían afilado, y las botas negras de caña alta pisaban los cristales rotos, y las chimeneas de los campos de concentración echaban humo a pleno rendimiento, y Polonia había sido invadida. El atentado solo fue un intento de última hora por restaurar el honor perdido, la vergüenza. Pero ya todo era demasiado tarde. La pregunta, sin embargo, es por qué Tertsch da carnaza a la legión creciente de sus odiadores con lo rentable que le hubiera sido optar por la operación de embellecimiento personal. La respuesta no puede ser otra que la de dotar de autenticidad cada una de las frases del libro, como esa en la que expresa su deseo de que sea la verdad el punto de encuentro de un auténtico pacto de Estado en España. De haberse guardado para sí el secreto familiar, Días de ira sería solo una colección de bonitas mentiras escritas en folios de colores.

A pesar de que en Días de ira no hay espacio para las risas, el compadreo y los selfies con los bárbaros (los de aquí y los que acampan con sus banderas negras a las puertas de Occidente), no cabe leer el libro como unas notas a pie de página del Apocalipsis. A Tertsch podrá llamársele agorero, pero si finalmente se cumplen sus pronósticos, nadie podrá acusarle de no haber estado en su lugar, que no es otro que el que ocupó aquel anónimo obrero de la Alemania nazi que ostensiblemente se cruzó de brazos en una foto mientras el resto de sus compañeros saludaban al objetivo brazo en alto. Días de ira es también una invitación a sacar a España de la maldita excepcionalidad histórica, tarea para la que el autor advierte de que no queda sino imponerse la disciplina, prohibirse el lamento y la resignación, y poner en marcha todos los recursos de la autoestima, en lo que puede ser un hermoso intento de la búsqueda de la felicidad.

Gonzalo Altozano

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