viernes, 13 de septiembre de 2013

¿DE QUÉ ENCAJE HABLAN?

EDITORIAL
ABC Viernes, 13.09.13

Oponer al separatismo catalán una suerte de relativismo constitucional –envuelto en un lenguaje melifluo– es un error de concepto y de estrategia. Es premiar la deslealtad con el privilegio

EL nacionalismo catalán ha llevado su propuesta de ruptura de España a un punto en el que no es posible la reconducción del problema con fórmulas transaccionales, en las que el Gobierno central niegue a los nacionalistas la mayor, pero a cambio ofrezca más competencias o mejor fiscalidad. Esto es lo que se llama el «encaje», esa ecuación en la que todos los gobiernos centrales se empeñan para calmar los furores nacionalistas y que sólo ha cosechado el efecto contrario, es decir, exacerbar aún más las políticas separatistas.

Tras el gran festejo separatista de la «Vía Catalana», la teoría del encaje recobra actualidad. No se tocará el artículo 2 de la Constitución, se dice desde el Ejecutivo de Mariano Rajoy, pero se puede revisar «el modelo territorial para que Cataluña encaje». Este es un camino que conduce a ninguna parte, porque su eficacia está desmentida por la historia y por los acontecimientos más recientes. Para abordar el problema nacionalista en Cataluña –lo mismo que en el País Vasco– es fundamental creer en el orden constitucional vigente, como el modelo pactado por todos los españoles para encajar a ciudadanos y territorios en una democracia moderna. Sin embargo, la predisposición a alterar el modelo territorial cada vez que los nacionalistas sacan a pasear su «Plan Ibarretxe» o su «Vía Catalana» es una manifestación de debilidad y de falta de convicción en la Constitución, como norma vertebradora del Estado, y en España, como realidad única legitimadora del orden constitucional.

Oponer al separatismo catalán una suerte de relativismo constitucional –envuelto en un lenguaje melifluo– es un error de concepto y de estrategia. Es premiar la deslealtad con el privilegio. El problema del nacionalismo catalán no es de «encaje» en España, sino de ruptura de España. Y no es un problema con la Constitución de 1978, sino con cualquier Constitución española. Ahora promueve la violación de la de 1978, pero también incumplió la republicana de 1934, cuando el Gobierno de Lluís Companys proclamó el Estado catalán y recibió como respuesta el peso de la ley y la cárcel. Y cabría recordar que cuando Cataluña se separó de España en el siglo XVII fue para convertirse en súbdita del Rey de Francia, al que abandonó para volver a su casa española.


Asistimos a una entrega por capítulos de un golpe anticonstitucional del nacionalismo catalán, que bien podría llamarse «golpe de Estado», dado su objetivo separatista. Rebatir esta ofensiva desleal e ilegal con ofertas de «encaje» territorial, o con absurdos emplazamientos a Artur Mas para que se avenga a dialogar, es perder el tiempo y abandonar la Constitución y a los catalanes no nacionalistas en medio del asfixiante régimen nacionalista que se ha implantado en Cataluña.

jueves, 12 de septiembre de 2013

EL GOBIERNO DE ESPAÑA DEBE HACER FRENTE A LA SEDICIÓN INDEPENDENTISTA

EDITORIAL
ABC Jueves, 12.09.13

El Ejecutivo autonómico catalán quiere romper el Estado y el marco jurídico que todos los españoles acordaron otorgarse por abrumadora mayoría. El Gobierno de Rajoy no puede seguir inhibiéndose ni dialogando en la sombra con los sediciosos que incumplen

El desafío del nacionalismo catalán contra España ha desbordado nuestro marco legal. No caben ya más intentos de buscar componendas imposibles. Es tiempo de encarar de frente y con la ley en la mano un reto que amenaza nuestro modelo de convivencia y la propia continuidad de España como tal. Hoy asistimos a una sedición en toda regla por parte del Gobierno catalán. Ya no camuflan su meta, se trata de destruir España, una de las naciones más antiguas de Europa. EL Ejecutivo de Artur Mas se ha alzado abiertamente contra nuestro ordenamiento legal, aprobado libremente en democracia. La Generalitat amenaza con organizar un referéndum inconstitucional. Además, desoye sistemáticamente las sentencias del Supremo y el TC cuando no se pliegan a sus dogmas. En una Cataluña con problemas económicos agudísimos, Artur Mas ha sido incapaz de aprobar los presupuestos, el primer deber de un gobernante. Su único programa es la persecución sectaria de todo lo que tenga el mínimo poso español, en un afán de romper las amarras afectivas seculares y fomentar la independencia. Los sediciosos trabajan a tiempo completo contra España, la nación de la que siempre han formado parte, pues Cataluña jamás ha sido independiente. Reescriben la historia con mentiras, que se inculcan desde las escuelas, donde se fomenta la aversión a lo español. Se miente también sobre la financiación, cuando, por ejemplo, ABC acaba de recordar con datos oficiales que el Estado destina a cada catalán un 20,6% más que a un valenciano, o un 7% más que a un madrileño. La televisión autonómica, que cuesta casi trescientos millones anuales a las arcas catalanas, se ha convertido en un aparato de propaganda continua a favor de la independencia. Los medios privados son subvencionados para que se avengan a las tesis del poder separatista. El español, el idioma más hablado en Cataluña, está prohibido de facto en las escuelas y en los rótulos. La Generalitat incumple las sentencias ante la mirada abúlica del Gobierno y la pose filonacionalista del PSOE, que no acierta a embridar al PSC.
En resumen: está en marcha una operación de gran calado, sufragada con dinero público, para lograr en breve la independencia de Cataluña. Se da incluso el sarcasmo de que la Generalitat, rescatada por el Estado porque es incapaz de afrontar sus deudas y colocar sus bonos, destina parte de ese apoyo económico a financiar la demolición de España, de la que siempre ha formado parte y gracias a cuya solidaridad camina.
ABC tiene entre sus principios irrenunciables la defensa de España, de su unidad y de su sistema de libertades. Por eso ha llegado la hora de señalar que el Gobierno no está actuando con la diligencia debida ante el envite del nacionalismo catalán. Mantener una agenda secreta con Mas o buscar un perfil silencioso ante un desafío mayúsculo son tácticas que reflejan una actitud acomplejada ante el separatismo. El Gobierno ha renunciado a explicar a los catalanes y al resto de los españoles que la Generalitat está vulnerando flagrantemente las normas de nuestra democracia. Y lo que es peor, no obliga al infractor a cumplirlas, una desidia que pone en riesgo la propia integridad de España. El Gobierno no ha hecho pedagogía. No responde políticamente a la batalla propagandística que ha entablado la Generalitat. No existe un contradiscurso que cuente la verdad frente al bulo del «España nos roba» y la mixtificación del pasado.
La historia de la democracia española ha sido la de constantes cesiones a los nacionalismos disgregadores, error en el que han incurrido tanto PSOE como PP. Los sucesivos modelos de financiación se han diseñado al dictado del nacionalismo catalán. Zapatero, que hizo un daño incalculable a la estabilidad de este país, abrió la caja de Pandora estatutaria, dando alas al separatismo. Rajoy acaba de aprobar un déficit a la carta para Cataluña y negocia en la sombra un estatus económico específico, discriminador para el resto de los españoles. Las lecciones de la historia son concluyentes. Las concesiones no calman las ansias secesionistas, al revés. Cada renuncia es solo la antesala de una exigencia mayor, hasta llegar a la ruptura del Estado, objetivo por naturaleza de los partidos nacionalistas.
La vicepresidenta del Gobierno ha declarado que frente al envite de los insurgentes catalanes habrá «diálogo y Constitución». Pues no. Lo que debe haber es Constitución y cumplimiento de la ley, utilizando si es menester todas las herramientas que prevé la Carta Magna. Una vez que los sediciosos acaten el marco legal será cuando se pueda dialogar, no antes. La política del perfil bajo supone además dejar a su suerte a los millones de catalanes que se sienten españoles, acosados por la Generalitat, que fomenta el odio a España y a quienes se identifican con ella. ABC, en congruencia con su historia y sus principios, pide al Gobierno un cambio de rumbo y que tome las medidas necesarias para defender la unidad de España, tal y como demandan la mayoría de los españoles. De poco valdrá superar la crisis económica si lo que queda al final es una España mutilada.


domingo, 8 de septiembre de 2013

VIAJERO INMÓVIL

Por GABRIEL ALBIAC
ABC Domingo, 08.09.13

«Todo, siempre, es lo mismo. Pero, en el curso del tiempo, algo ha aprendido: a saber que ese saber no hallarlos es lo único que lo libera de ser un perfecto imbécil. No hay otra maravilla más primordial que ésta»

NO fue feliz: ¿a qué le viene al viajero evocar ahora vagos endecasílabos de Borges, en voz baja, frente al crepúsculo minucioso del mar de China? Atrincherado en el artificio, tan convencional, de un paréntesis en lo real ya a punto de cerrarse: es la huida indolente de todos los veranos, la resignada certeza también de aquel que sabe –y él sabe que no puede no saberlo– cómo no hay lugar ya en el cual siga siendo verosímil huir de nada. «¡Cuán grande el mundo a la luz de una bombilla!», ironizaba Baudelaire. «A los ojos del recuerdo, ¡cuán minúsculo el mundo!». Pero de aquel apacible cinismo del Voyage hace ya más de un siglo y medio. Y el poeta sabría hoy bien que el mundo es microscópico y sabido aun antes de que viaje alguno haya sido iniciado. Que en la pantalla de los ordenadores el mundo es dado ya como recuerdo elaborado al no-viajero –al cual es convención llamar turista–, mucho antes de que haya podido abrir ante él sus ojos. Y que eso significa que no lo verá nunca: ya lo ha visto; sin mirarlo. Eso cree: que lo ha visto. Eso creemos. Nos atrevamos o no a confesarlo. El mundo es hoy wikipedia: calderilla.
Ante los ojos de cualquier muchacho, no hay paisaje que no sea recuerdo, cosa vista; y en esa condición de cosa vista, naturaleza muerta. Cosa vista, a la cual el filtro estéril de la pantalla depuró del milagro –y del alto riesgo– que palpita en aquello a lo cual los griegos llamaban asombro, sorpresa, maravilla, thauma, y en cuya bofetada paradójica viera Aristóteles el origen del pensar: una ansiedad cegadora, ya exigida por el duro aforismo de aquel maestro que, dos generaciones antes de él, había acuñado el sustantivo filó
sofo: «Quien no espera lo inesperable no lo descubrirá, pues imposible es de buscar cómo es y sin vía cierta».
Pero Heráclito, maestro oscuro de Éfeso, había ya entendido la paradoja que, al determinarlo todo, hace de la vida humana y sus solemnidades tan sólo un «juego de niños»: que ese esperar lo que necesariamente no llegará –aquello cuya necesidad es la de no llegar– más que por huella, enigma y sombra, y como por eco de ausencia, es inmaculadamente ajeno a la esperanza. Y a las finalidades. No se llega jamás a parte alguna. Si es que hay viaje. Un hombre griego de hace dos mil quinientos años podía –con qué esfuerzo, eso sí, pero podía– ver, en una eclosión deslumbrante de luz, nacer el mundo desde algo tan primordialmente desconocido que ni aun tenía nombre propio: tan sólo lo sin nombre nos maravilla y hiere; nombrar es ya dar muerte. Y ese quedar atónitos y silenciosos ante un don de belleza tan sin mesura, ante un don tal que ninguno sería lo bastante torpe como para pretender merecerlo, hace –eso piensan los primeros maestros que lo escriben– que pueda haber valido la pena haber nacido. Aunque sea para morir. Y que el lamento oscuro del poeta Teognis ante el destino desolado de aquel que viene al mundo puede ser conjurado. Será un contemporáneo más joven de Aristóteles, de obra ciclópea para nosotros casi en su totalidad perdida, quien se atreva a contraponer tal luz a la negrura taciturna del poeta. Es bello ese combate de Epicuro, del cual el gran Lucrecio hará estandarte, porque en él se nos juega –sepámoslo o no– todo el destino de lo humano: «El sabio ni desea la vida ni rehúye el dejarla; para él, vivir no es un mal, ni juzga serlo la muerte… La meditación y el arte de vivir y de morir bien son una misma cosa. E insensato es quien dice que lo más bello es no haber nacido».
Recuerda el hombre, frente al tornasol último del mar que duerme ante sus ojos que narcotiza el mismo –el siempre distinto– mar de todos los veranos, cómo no hay eco de lamento en esa acotación de los endecasílabos de Borges que rondaban por su cabeza hace un momento. El bonaerense dice no haber sido feliz. Y que eso no le importa. Y su felicidad está en saberlo. Y en saber que no hay otra dicha impecable que no esté en la definitiva serenidad de ese saber que ser feliz no es más que engaño: necesario, seguramente. Tal es la clave mayor –eso elogia el gran Lucrecio– del engranaje anímico que artesana aquel maestro griego de la autarquía en su jardín de Atenas, hace más de dos mil trescientos años: que «la felicidad consiste en el conocimiento del origen de los fenómenos que contemplamos, hasta alcanzar de ellos una sabiduría perfecta». También de los desagradables. Da un sorbo lento a su epicúreo vaso de agua fresca. Hay más felicidad –no puede compararse– en saberse no feliz que en fingir serlo e ignorar ser fingido. «El sabio –concluirá el maestro en Atenas– piensa que es mejor guardar la sensatez y ser desafortunado que tener fortuna con insensatez». Eso lo hace imperturbable: que es, para Epicuro, el nombre humano de lo divino. Y en eso cifra sólo su apuesta de hombre libre: en la ventaja inapreciable de aquel que ha apostado por «liberarse de las ocupaciones cotidianas y de las cosas políticas».
La luz se ha deshojado en una geometría fría de planos violetas, dorados, ocres. Avanzará enseguida, inexorable, al negro. Un amable desdén, en el cual no hay rencor ni tampoco añoranza –porque eso son enfermedades de jóvenes–, envuelve al hombre. Es un indolente desdén de sí, del mundo, de cuanto soñó un día imprescindible, de cuanto sabe hoy no verá nunca en la única manera en que deben ser de verdad vistas las cosas: por vez primera y sin anuncio. Y ese desdén cortés está asentado resignadamente sobre el solar estéril de las viejas leyendas que hablaban de otro mundo, que prometían la claridad de un mundo diferente. Tal vez sea sólo por no olvidar jamás que eso es mentira por lo que emprende, cada verano, el gesto inútil de probarlo. Finge partir en busca de horizontes visualmente ignotos, sucedáneo inofensivo de aquella legendaria espera de hombre y mundo nuevos que fueron sueño y pesadilla de otro tiempo. No los halla. Igual que entonces. Pero, esta vez, sin riesgo. Todo, siempre, es lo mismo. Pero, en el curso del tiempo, algo ha aprendido: a saber que ese saber no hallarlos es lo único que lo libera de ser un perfecto imbécil. No hay otra maravilla más primordial que ésta.
Sobre el paseo marítimo, en las mesas de al lado, idénticos en apariencia a él, exhiben los turistas su contento: todo se les ha ajustado maravillosamente al prodigio que relataba el folleto informativo del viaje contratado; todo se les ha ajustado maravillosamente al álbum de bonitas fotografías que les brindó el i-Pad meses antes de salir de casa. Lo reconocen todo. Qué bien que el mundo esté, a fin de cuentas, tan bien hecho. Qué bien que pueda ser tan previsible. Y que el consuelo del low-cost acabe por salvarnos del silencio en aquella diabólica habitación en penumbra del angélico Blaise Pascal: «He descubierto que toda la desdicha de los hombres proviene de una sola cosa, que es no saber permanecer inmóviles en una habitación», a oscuras y en silencio. Debiera haber pedido un dry-martini. «Revuelto, no agitado». Como todos. Pero es que a él el alcohol le levanta enseguida un muy desagradable dolor tras de los ojos.
El sol es sólo ya un punto candente. Punta de alfiler apenas, que perfora el violeta turbio a punto de naufragar en negro, náufrago en el espejo ónice del mar de China. Cierra los ojos. Se viaja sólo para huir del viaje.


viernes, 30 de agosto de 2013

EL CIUDADANO VARGAS LLOSA

Viernes, 30.08.13

ABC recoge con motivo de su fallecimiento la hermosa columna con la que Martín Ferrand ganó el premio Mariano de Cavia

DICE Mario Vargas Llosa, como abrumado por la concesión del Premio Nobel, que se trata de «un reconocimiento a la lengua en la que escribo». Es una elegante manera de sacudirse el peso de la púrpura y de compartir la gloria con los demás. Son incontables los majaderos que escriben en español con gran torpeza y, más todavía, si incluimos en la lista a quienes lo hacen en castellano. Pero no es del escritor de quien quiero hablar en esta columnilla. Desde que le conocí en La ciudad y los perros no he dejado de leerle por ver si se producía el milagro del contagio en el uso magistral de la prosa; pero son muchos, mejor cualificados que yo, quienes en estas horas glosan su dimensión literaria y hasta la rara circunstancia de que la Academia Sueca le haya acogido en su regazo después de haberle cerrado el paso a Jorge Luis Borges, la otra gran pluma americana sin marxismo en el tintero.

Además de un inmenso escritor, Vargas Llosa es un ejemplo de ciudadanía y, tal y como están los tiempos, no debiera desaprovecharse la ocasión para presentárselo como modelo a la juventud de dos continentes. Cuando la ética es un concepto de escaso sentido y los valores tradicionales, libertad incluida, son puestos en cuestión; cuando se clama por los derechos, que es lo que se estila, los deberes adquieren la dimensión de lo escaso y el gran encanto de este peruano universal que nos honró al adquirir la nacionalidad española reside en que es un muestrario vivo de esos deberes y como deben cumplirse.


El nuevo Nobel y ya veterano Príncipe de Asturias supo, cuando las circunstancias lo exigían, traspasar su compromiso ideológico a la acción política y, con sacrificio y riesgo, optó a la presidencia del Perú. No son muchos quienes han lucido esa capacidad de renuncia y resultan todavía más escasos quienes, en la cotidianidad y con la máxima sencillez, dan muestras de lo que los clásicos llamaban buena educación y es el compendio reverencial del respeto a los demás. Aunque nunca hubiera escrito una línea, a Vargas Llosa hay que subirle al pedestal de las admiraciones por su exquisita cortesía, algo que no es anacrónico, ni mucho menos; pero que nos resulta raro por infrecuente, porque la áspera zafiedad ha ocupado su sitio en los gestos de la convivencia. La delicada compostura del escritor es la encarnación modélica y actual del antañón hidalgo. Personajes como él, tan geniales como cabales, justifican y retribuyen en más del ciento por uno el esfuerzo y la inversión que hizo España en la mal llamada América colonial. Propongo que su fotografía ilustre el concepto ciudadano en las futuras enciclopedias.

MANUEL MARTÍN FERRAND
DEP

viernes, 23 de agosto de 2013

ESTO ES ODIO

Por DAVID GISTAU
ABC Viernes, 23.08.13

Nunca, ni con etarras, fue posible ver que un hospital expresara así rechazo a un paciente con la salud comprometida

NO hace tanto tiempo, durante las conversaciones informales en el Parlamento, los diputados confesaban temor a que llegara un momento en el que no pudieran acudir a una tienda o a un restaurante sin ser molestados. La política ya era un oficio sin prestigio social, ajeno al brillo fundacional de los personajes de la Transición, y los que lo ejercían se iban resignando a una pérdida de espacio vital perfectamente anticipada por la sensación de asedio que imponían las vallas policiales alrededor del Congreso. Las vallas trazaban la frontera al otro lado de la cual regía la inminencia de la revancha. O, al menos, ésa era la creencia que infundía el miedo.

Los indicios no anunciaban desapego, sino rabia, una pulsión feroz que volteaba los desencantos en que estuvieron basados los movimientos pendulares de la alternancia. La extrema izquierda parlamentaria y muchos comentaristas de prensa, más o menos inflamados por un sesentayochismo redentor con el que se veían fotogénicos, azuzaron el nihilismo con una idea volátil. La culpa de la crisis debía concentrarse en los políticos profesionales. El resto de la sociedad no sólo era inocente, sino que a cualquier masa popular, por el solo hecho de serlo, se le concedería por sistema una suposición de superioridad moral. La debilidad de los políticos consistió en aceptar esto. Algunos intentaron hacerse indultar mediante el populismo y el intento contradictorio de formar parte al mismo tiempo de los dos lados de la valla. Otros, simplemente, se escondieron, dejando desguarnecida la defensa institucional. El colapso afectó a todo, desde la Corona hasta los diputados de base que eran pasados por la quilla en las redes sociales. Inmediatamente después, la palabra escrache fue implantada en nuestro vocabulario cotidiano.

Ahora nadie convoca para un asalto final del Parlamento, como al inicio de la legislatura, cuando el triunfo de un partido de derecha abolió las pocas contenciones que pudieran quedar. Cuando la mayoría absoluta sugirió a la izquierda dura intentar apropiarse de soluciones extra-parlamentarias que habían surgido al margen de las siglas. Sin embargo, el accidente de Cifuentes revela que esa masa a la que se concedió infalibilidad ya ha llevado su odio a unos extremos de crueldad y deshumanización del político que se parecen a aquellos en los que el terrorismo se vuelve tolerable. Habría que evocar las más oscuras sentinas batasunas de los años de plomo para encontrar otro ambiente en el que una muerte, o la posibilidad de una muerte, fuera motivo de semejante festejo. Que incluso los empleados del hospital donde está ingresada Cifuentes se manifiesten en términos parecidos demuestra hasta qué punto el rencor ideológico ha banalizado la desgracia ajena. Nunca, ni con psicópatas, ni con etarras, fue posible ver que un hospital expresara así rechazo a un paciente con la salud comprometida. Nunca antes, además de sus lesiones, se diagnosticó la militancia política del herido como algo que concierne a sus cuidadores. Es un espectáculo ignominioso que retrata cierta degradación colectiva que será difícil de reparar, y de la que en buena parte son cómplices todo aquellos que atisbaron en el odio una oportunidad de hacer política por otros medios. Lo peor es que en ninguna parte se intuye la existencia de una nueva energía institucional que sea capaz de contrarrestar esta inercia destructiva que se potencia a sí misma con el salvoconducto de la izquierda.

lunes, 19 de agosto de 2013

THE NEW GERMAN QUESTION

By TIMOTHY GARTON ASH
THE NEW YORK REVIEW OF BOOKS
August 15, 2013

There is a new German question. It is this: Can Europe’s most powerful country lead the way in building both a sustainable, internationally competitive eurozone and a strong, internationally credible European Union? Germany’s difficulties in responding convincingly to this challenge are partly the result of earlier German questions and the solutions found to them. Yesterday’s answers have sown the seeds of today’s question.
Before I explore those historical connections, however, let us reflect on everything that this new German question is not. Twenty-three years after unification, the enlarged Federal Republic of Germany is about as solid a bourgeois liberal democracy as you can find on earth. It has not only absorbed the huge costs of unification but also, since 2003, made impressive economic reforms, lowering labor costs by consensus and hence restoring its global competitiveness.

This land is civilized, free, prosperous, law-abiding, moderate, and cautious. Its many virtues might be summarized as “the banality of the good.” Asked by the tabloid BILD-Zeitung what feelings Germany awakes in her, Angela Merkel once famously replied, “I think of well-sealed windows! No other country can make such well-sealed and nice windows [dichte und schöne Fenster].1 Yet the place is not altogether so banal. Opening the well-sealed windows of my hotel room in Berlin, I look across Unter den Linden to the illuminated, translucent dome of the Reichstag building, at the heart of what is now, after London, Europe’s most exciting city.2

An Israeli friend who has taken German citizenship describes Germany to me as a “balanced” country, and that feels just right. The French leftist politician Jean-Luc Mélenchon caused a stir when he said that “amongst those who have a zest for life, no one wants to be a German.”3 In that case, there must be an awful lot of people who have no zest for life, because according to a twenty-five-nation BBCpoll, Germany is the most popular country in the world—ten points ahead of France.4

It also has weaknesses and problems. Who doesn’t? Germany has a rapidly aging population. On a gloomy, no-change extrapolation, it could be down to a ratio of just over one working person to each pensioner by 2030. Without any immigration, its population might fall from over 80 million today to under 60 million in 2050. Immigration therefore has to be a large part of the answer to its demographic challenge, but Germany lags behind France and Britain, let alone Canada and the United States, in emitting those vital, elusive social and cultural signals that enable people of migrant origin to identify with their new homeland.5

Having made an irrational, short-sighted political decision to abandon its own nuclear power program, following the Fukushima disaster in Japan, and relying heavily on coal and gas, Germany’s industrial energy costs are some 40 percent above those in France. Its economy is brilliant at making things that people in countries like China want to buy—cars, machine tools, chemicals—but weaker in services. German companies are outstanding at incremental technological improvements but less good at what is called “disruptive innovation,” of the kind you find in Silicon Valley. The country that invented the modern research university in the nineteenth century has many very good universities, but no world-class one to compete with Oxford or Stanford. Berlin boasts a delightful Café Einstein, but since the 1930s the Einsteins of this world have tended to work elsewhere.

If these weaknesses were eventually to result in economic decline, a domestic German question could again arise. For Germany’s well-balanced liberal stability and national identity are deeply bound up with its economic prowess. One cannot entirely exclude the possibility that, in such an event, we could again see a revival of cultural pessimism, political extremism, and what the tennis champion Boris Becker once conversationally identified as his compatriots’ “tendency to flip their top.” But there is far more hysterical top-flipping in the United States than in Germany at the moment—and sufficient unto the day are the German questions thereof.

In the global competition for business, German companies are as tough and well-organized as German regiments used to be in war, and they are skillfully, systematically supported by their government. Geopolitically, however, this Germany manifests absolutely no neo-Wilhelmine ambitions to dominate its neighbors, or anyone else. The only “place in the sun” its citizens seek is on the holiday beaches of the Mediterranean. The only warlike victories it celebrates are on the battlefield of soccer, a game at which it is so good that it sometimes ends up playing itself. This year’s European Champions League final, in London, was between two German teams, Bayern München and Borussia Dortmund.

At the time of German unification, there were fears that Germany would come to dominate a new Mitteleuropa. Economically, Germany does now have a preeminent position in East Central Europe. German manufacturers such as Volkswagen have transferred important parts of their production to take advantage of East Central Europe’s lower-wage, high-skilled workforce, while still being inside the EU. If you treat the four Visegrad countries—Poland, Hungary, the Czech Republic, and Slovakia—as one unit, they are Germany’s biggest single trading partner. But this new Mitteleuropa has been achieved by consent, and is seen by most Slavs, Magyars, and Germans as being largely to mutual advantage. German-Polish relations are the best they have been for a thousand years, and Poland is now Germany’s best friend in the EU. In 2011, that country’s foreign minister, Radek Sikorski, memorably declared, “I will probably be the first Polish foreign minister in history to say so, but here it is: I fear German power less than I am beginning to fear German inactivity.”

To understand why Germany is so reluctant to lead, you have to realize that the European monetary union forged during and after German unification was not a German project to dominate Europe but a European project to constrain Germany. To the German question of 1989—what should we do about a rapidly uniting Germany?—the answer given by François Mitterrand of France and Giulio Andreotti of Italy was: bind it even more tightly into Europe, through a monetary union. Yes, plans for a single currency to complement the single market were already to hand, Chancellor Helmut Kohl was for it in principle, and there were economic arguments for introducing it. But the timetable then hastily agreed for the monetary union we have today, and some of its fundamental design flaws, resulted from the politics around German unification.
We saw this at the time, but the story can now be followed in fascinating detail in the published German, British, French, and American documents. To give just one example, according to the German record of a December 1989 conversation, Kohl explained to US Secretary of State James Baker his attempts to allay European fears about German unification thus:

He [Kohl] asked himself what more he could do than to contribute to the creation of European monetary and economic union. He had taken this decision [to commit to the monetary union] against German interests. For example, the president of the Bundesbank was against the current development. But the step was politically important, for Germany needed friends. No distrust should be allowed to arise in Europe against us.6

Kohl cogently argued that a monetary union would need a fiscal and therefore also a political union to accompany it; but Mitterrand and Andreotti were having none of this. The idea was that they should get a handle on Germany’s currency, not that Germany should get a handle on their national budgets. And so some of the fundamental defects that the eurozone is struggling to correct today—monetary union without mutual oversight of budgets, debts, and banks—emerged from the turgid politics of its inception. As the historian Heinrich August Winkler observes: “To solve the German question with the consent of Europe, the European question had to remain open.”
The Germans were never asked in a referendum if they wanted to give up the deutsche mark, which was to postwar West German identity what the queen is to British identity. If the Germans had been asked, they would probably have said no; but the mighty Kohl pushed it through. In the first decade of the euro’s existence, they got used to it, but they never learned to love it. Hardly anyone pointed out to them that Germany was the biggest beneficiary of the single currency, since it created excellent conditions for the country’s exports, both into and beyond Europe. According to one estimate, Germany’s cumulative trade surplus with the rest of the EU, from the introduction of the euro in 1999 to 2011, was more than $1 trillion.7

Then came the reckoning. In the electric storm of the financial crisis that broke in 2008, intensified by the hysteria of the bond markets, all the flaws of this half-baked currency union were brutally revealed. That open European question now had to be addressed. Because it was a question of economics, or more accurately of political economy, all eyes turned to what was now—thanks to its own long-standing economic prowess and post-2003 reforms, but also thanks to the euro—Europe’s undisputed leading economic power.

Germany had not sought this leadership role in Europe. After 1990, most Germans would have been quite happy to master the challenges of national unification and otherwise go on being rich and free, in a kind of Greater Switzerland, with high-quality exports and plenty of sunny holidays on the Mediterranean. Instead, the monetary union intended by Mitterrand to keep France in the driver’s seat of Europe, and Germany in the passenger seat, ended up doing the precise opposite. It put Germany in the driver’s seat as never before. Suddenly the Germans found themselves paying to bail out others, and their government telling countries now lumped together as “South European” exactly what to do in return: cut your budgets, make structural reforms, become more like Germany.

Germany thus slid unwittingly into the part that Bismarck, in a great speech to the Reichstag in 1878, had warned his country not to take: der Schulmeister in Europa, Europe’s schoolmaster.8 Or rather, since the occupant of Bismarck’s chair was now a lady, the schoolmistress of Europe. Berlin’s reward? Cypriot street protesters holding up placards saying “Hitler Merkel” and Greeks accusing Germans of behaving like Gauleiters. In a Harris poll conducted in June this year, 88 percent of respondents in Spain, 82 percent in Italy, and 56 percent in France said Germany’s influence in the EU is too strong. As Merkel herself once wryly remarked to me: we’re damned if we don’t lead and damned if we do.

The chancellor’s pragmatic, low-key, step-by-step approach partly reflects her personal style. But one reason her popularity has held up so well in Germany throughout these years of crisis is that her manifest reluctance to do more than the seemingly unavoidable at every stage of the eurozone crisis has both mirrored and defined the reluctance of a nation. The one really bold, decisive action in the eurozone crisis so far was taken not by Germany but by the Italian president of the European Central Bank, Mario Draghi, when he said in July 2012 that the bank would do “whatever it takes” to preserve the euro. As a result, the eurozone has survived but is not yet prospering—especially not in the debtor countries of the south. In Spain, for example, youth unemployment exceeds 50 percent.

Now, however, we are approaching a moment of truth in the whole European Union. Across the continent, north and south, there has been a dramatic decline in trust in that Union, and the emergence of protest parties. Between the German parliamentary elections on September 22, 2013, and the elections to the European Parliament that begin on May 22, 2014, there will be just eight months to convince these growing legions of skeptical Europeans that Europe’s leaders, established parties, and institutions know a way out of the darkness. Otherwise, we shall get a European Parliament that is both wild and blocked. The anger in some southern European countries could also boil over at any point, unless their peoples see light at the end of what many regard as a German-imposed tunnel.

The German foreign minister, Guido Westerwelle, rightly observes that this is a formative period in three respects: for Europe’s credibility with its own citizens, for Europe’s standing in the world, and for the way Europe and the world view Germany.9 By sheer chance, this historical crux coincides with the hundredth anniversary of the outbreak of World War I in 1914.

Soon after Germany’s peaceful unification in 1989–1990, Fritz Stern unforgettably described it as Germany’s “second chance.” Europe’s economically dynamic central power had had its first chance in the years before 1914. “It could have been Germany’s century,” as Raymond Aron once remarked to Stern. It blew that chance in two world wars and the Holocaust. Now it had another.

Nearly a quarter-century later we can confidently assert that, in its domestic affairs, Germany has used its second chance well. This is a “European Germany” of which Thomas Mann could be proud.10 Externally, however, in shaping a new European order and addressing the European question left open at the time of unification, the real test of how Germany uses its second chance is upon it only now.

Although the term “hegemon” is widely used, Germany’s position in Europe today is that of a leading rather than a dominant power. This is not the outright hegemonic predominance of Napoleonic France in continental Europe, or the United States in the Western world after 1945. The Berlin republic has just 16 percent of the EU’s population and 20 percent of its GDP. This awkward, in-between size is, alongside the country’s central geographic location, a recurrent feature of modern German questions. “Too big for Europe, too small for the world,” Henry Kissinger famously quipped. Yet the issue today is whether Germany is even big enough for Europe—not just objectively but also subjectively, in its spirit and strategic imagination.

Unlike the United States, Europe’s central state is preeminent only in one of the three main dimensions of power. Militarily, it does not compare for impact with Britain and France. Having roused itself to participate in the Kosovo intervention, to prevent another Serbian genocide there (still, in my view, one of the finest hours of post-unification Germany), and again to join its Western allies in Afghanistan, it has sunk back into a rather complacent pacifism.11 A senior government minister talks to me almost dismissively about his country’s “decent” army, before arguing that the real battles of the twenty-first century will be geo-economic.

And soft power? Yes, as that twenty-five-nation BBC poll suggests, the Federal Republic has considerable power to attract—Joseph Nye’s classic definition of soft power. Yet this still does not compare with the cultural pulling power of the land of Harry Potter, David Beckham, the Royal Shakespeare Company, the BBC, English-language universities with students from all over the world, the royal family, the London Olympics, and Mr. Bean.

But economic power—here it’s Germany, Germany above all. And political power, too. Thus, in the corridors and councils of Brussels, everyone waits to see which way Berlin will go. All Europeans used to have one subject in common: America. Now they have two: Germany and America. As we look for German answers to the European question, there are three crucial areas to watch: economic policy; European institutions to oversee and legitimate that policy; and, last but not least, the poetry to accompany this economic and institutional prose, inspiring Europeans once again to believe in the dream we call Europe.

Talking to German politicians and officials, I’m struck by the place their own answers start. That place is not Germany, or Greece, or Italy; it is China. In 2012, 46 percent of the EU’s exports to China came from Germany. Britain has globalized its financial services, but no European manufacturing sector is more international than Germany’s. What my German interlocutors want for the other eurozone countries is that they should become strong, competitive, export-led economies like Germany. Then, and only then, would we have what they call die Selbstbehauptung Europas, a Europe able to stand up for itself in a rapidly changing world. Hence their iron, schoolmasterly insistence on a combination of fiscal consolidation and structural reform in the weaker economies of the eurozone.

Their greatest worry is France, especially under its Socialist president François Hollande. France is both the most important country to Germany in the history of European integration, since the 1950s, and one dramatically failing to reform. How can they keep up the “reform pressure” on France, they fret, when it is effectively sheltered by Germany’s creditworthiness? (France’s government bond yields are much closer to Germany’s than those of Spain or Italy because the markets correctly judge that France is the last Mediterranean country Germany would ever let go.)

You see, says one senior German politician, I let my daughter use my credit card, but I check the transactions record. I tease out the point: “And if the French girl is blowing it all on beautiful couture dresses…?” “Exactly!” he snorts. German officials say privately, “We have to pretend to treat France as an equal.” Their last, best hope for economic reform in France is that French national pride will not abide that country’s own relative decline and Germany’s palpable condescension.

The trouble with the German prescription for the eurozone is that it is—according to taste—either just not working or not working fast enough. One simple, theoretical point seems to me worth stressing. Germany, the export champion, has been described as Europe’s China. Just as not everyone in the world can be China, and if everyone were like China, China could not be China—for who would then buy its exports?—so not everyone in the eurozone can be Germany, and in the unlikely event that they did become like Germany, Germany could no longer be Germany. Unless, that is, you assume that the rest of the world would cheerfully expand its domestic demand to buy an all-German eurozone’s increased supply of exports.

In the end, the only thing that matters is what works. The challenge to Germany, after its election, is to find the policy mix that brings the eurozone what everyone wants—investment, growth, jobs, and hence also the reduced unemployment benefit bills and increased tax revenues that will alone durably reduce public debt. The outcome will of course depend on world economic trends that, in places such as China, are hardly favorable.

The rhetoric of German policy remains sternly dogmatic, with German economics often sounding like a branch of moral philosophy, if not Protestant theology. Merkel, the daughter of an East German Protestant priest, once incautiously suggested that the southern European debtor countries must “atone for past sins.” The reality of Berlin’s policy, however, has been more pragmatic. For example, earlier this year it authorized state-controlled German banks to help create jobs for the unemployed youth of southern Europe. The chances of seeing more such constructive pragmatism, including wage increases that could stimulate German domestic demand, would certainly increase if the Social Democrats were to enter government, perhaps in a “grand coalition” with Merkel’s Christian Democrats.

But even if the country’s leaders are prepared to do whatever turns out to be necessary, can they take the German people with them? Germans are understandably preoccupied with the danger of having to pay with their own hard-earned wages and savings for other Europeans’ self-indulgent mistakes. I lose count of the number of times people say to me, “When outsiders ask us for leadership, what they mean is money.”
They are also obsessed with the danger of inflation. One poll found that Germans fear inflation more than they fear getting cancer.12 The shadow of history again: in this case, the trauma of two dramatic inflations, after the first and after the second world war. Yet as the economic policy correspondent of the liberal weeklyDie Zeit argues in a spirited polemic, they misunderstand both the past—it was deflation, not inflation, that immediately preceded Hitler’s rise to power—and the present reality of that danger.13
Two of the country’s most influential institutions also place limits on the power of any German government to act decisively. The Bundesbank, as skeptical about the euro now as it was when Kohl confided in Baker back in 1989, has been pressing its objections before the Bundesverfassungsgericht, the powerful constitutional court. As an expert witness, Bundesbank president Jens Weidmann suggests that the way Draghi saved the euro last year, with the promise of so-called outright monetary transactions, may violate the European Central Bank’s treaty mandate. Not for the first time, all Europe waits with bated breath for the next verdict of this German court.

Here we are led back to the answer to yet another German question, that of 1945. To ensure that no Hitler would ever again come to power, the Federal Republic was designed not only to be as geographically decentralized as possible but also to have a plenitude of institutional checks and balances, including a very strong constitutional court. So the state from which decisive executive leadership is demanded today has a political system intended to make such decisive executive leadership very difficult.
If Germany does manage to do what is necessary in economic policy, together with its eurozone partners, Europe will need some new institutional architecture, most urgently for the oversight of national budgets in the eurozone, but eventually for the whole structure of the Union. Berlin today is a building site, with vast cranes and diggers tunneling a new subway line right in front of the (fortunately well sealed) windows of my hotel room and, just down Unter den Linden, the foundation stone now laid for what promises to be a wonderful reconstruction of the Prussian royal palace, which was demolished by the East German Communists after World War II. Berlin is also an intellectual building site, with alternative designs for Europe being swung around like giant girders. A friend hands me a postcard saying, “The European Republic is under construction.” An internal Social Democratic discussion paper calls for ein anderes Europa—another (and better) Europe.

So will this be Bundesrepublik Europa, the Federal Republic of Europe? Like other European countries, Germany certainly starts by thinking of Europe through the prism of its own constitutional tradition, just as the French imagine a centralized secular republic and the Brits dream of a baggy commonwealth. Federal, in the German sense, could also mean bringing powers back down to the national and state levels—something many skeptical Europeans, and not just English Euroskeptics, would welcome. But the German debate is broader than this.

Merkel herself oscillates between envisaging a greater role for the directly elected European Parliament and a strong pragmatic preference for intergovernmental agreements, such as last year’s fiscal compact for the eurozone. With a growing emphasis in German debates on the importance of democratic national sovereignty, encouraged by judgments of the constitutional court, there are also calls for the voices of national parliaments to be heard more directly in Brussels.
So the Germans, like everyone else, are intellectually juggling three kinds of legitimacy: supranational, through a European Commission overseen by a directly elected European Parliament; intergovernmental, in the Councils of the EU, which bring together representatives of democratically elected national governments; and the involvement of national parliaments. Whatever eventually comes out of the sausage factory of Brussels negotiations, probably several years hence, will not be neat and tidy, and it will not be made only in Germany: less a Bundesrepublik Europa, more a Holy Republican Commonwealth.

While the wheels of economic policy and institutional negotiations grind slowly and exceeding small, there is a crying need for poetry. Europeans are desperate to be given a sense of direction, purpose, and hope. A German federal chancellor once offered a superb example of such visionary leadership. Willy Brandt wrapped his new Ostpolitik, originally known as a Merkel-like “policy of small steps,” in inspirational rhetoric. The Germans, he declared, should be “a nation of good neighbors, at home and abroad.”
As Merkel’s biographer Stefan Kornelius observes, she has many strengths, but pulse-quickening oratory will never be among them. Unfortunately, this is not just true of her. The entire German political class uses a kind of sanitized Lego-language, snapping together prefabricated phrases made of hollow plastic. Most German politicians are more likely to fly unaided to the moon than they are to coin a striking phrase.

Why? Partly because there are so many ghosts in the German language. As the former foreign minister Joschka Fischer has noted, you can have a conference of young leaders, but junge Führer…? I find people often slip into English to use the word “leadership.” So, because of Hitler, the palette of contemporary German political rhetoric is deliberately narrow, cautious, and boring. Then there is the fact that, for a long time now, talented people have preferred to go into business, or to study and work abroad. (I could fill a whole government with our outstanding German students at Oxford.) While German business has globalized itself spectacularly over the last quarter-century, with companies holding board meetings in English, and managers being as much at home in Shanghai and São Paulo as in Stuttgart, the political class has become even more provincial than it was before.

Again, this provincialism partly goes back to the answers given to earlier German questions. Since the country’s political system was deliberately decentralized, politicians have generally worked their way up through the politics of the federal states, the Länder. But didn’t Brandt, and Helmut Schmidt, and Helmut Kohl come up that provincial ladder too? Yes, but at least, unlike today’s professional politicians, they had done something else before they became politicians. And they were shaped, given a continental and global perspective, by the experience of two wars: World War II (which Schmidt experienced as a soldier, Kohl as a teenager) and the cold war. Since the answer to the post-1945 question of Germany’s division was only to be found in Moscow, Washington, Paris, and London, the leaders of the pre- unification Federal Republic simply had to be global. Hence the apparent paradox that while German power has grown, its political class has shrunk.

So, who will speak for Europe? Starting on September 23, the day after the Bundestag elections, the European conundrum must be addressed more decisively by Germany. But this Germany is neither objectively nor subjectively big enough to solve it on its own. The Berlin republic can be, at best, first among equals. Its leadership must be understated, collaborative, building on carefully cultivated relations with small as well as large states—which is, after all, the distinctive foreign policy tradition of the Federal Republic. And it knows it.

Germany therefore needs all the help it can get from its European friends and partners. Only together can we generate the policies and institutions, but also that fresh breeze of poetry, to get the European ship sailing again. The answers to this new German question will not be found by Germans alone.

1
BILD-Zeitung, November 30, 2004. She had just answered an almost identical question—“What springs to mind when you think of Germany?”—so she was probably trying to deflate the journalists’ search for national pathos. Responding to that first question, she talked about Germany’s temperate climate, which, she said, ensures “that we don’t need a siesta!” I am grateful to Stefan Kornelius for pointing me to the original, which differs slightly from the version quoted in his book, Angela Merkel: Die Kanzlerin und ihre Welt (Hamburg: Hoffmann und Campe, 2013), p. 29. 
2
London still wins by a head because, unlike Berlin, it has everything in one place—politics, business, journalism, culture, think tanks, sports—and the English language to boot.
3
Quoted in Der Tagesspiegel, June 11, 2013. 
4
5
See my “ Freedom and Diversity: A Liberal Pentagram for Living Together,” The New York Review, November 22, 2012. 
6
Record of a conversation in West Berlin on December 12, 1989, in Deutsche Einheit: Sonderedition aus den Akten des Bundeskanzleramtes 1989/90, edited by Hanns Jürgen Küsters and Daniel Hofmann (Munich: R. Oldenbourg, 1998), p. 638. 
7
Estimate by Jorge Braga de Macedo and Urho Lempinen, quoted by Risto E.J. Penttila in “Germany Calls the Shots,” International Herald Tribune, March 22, 2013. 
8
Speech on February 19, 1878, reproduced in Bismarck: Die grossen Reden, edited by Lothar Gall (Berlin: Severin and Siedler, 1981), p. 155. This is the famous speech where he suggests that Germany should rather aspire to be an “honest broker.” 
9
See his speech at the WDR Europaforum, May 15, 2013. 
10
Although, whisper it not, he might find it just a little boring. Where, behind those dichte und schöne Fenster, is Dr. Faustus? Where Lodovico Settembrini and Leo Naphta? Where Felix Krull? 
11
Three German high schools were recently awarded the Aachen Peace Prize for refusing to let Bundeswehr officers come and speak to their pupils about possible careers in the armed forces. See Die Zeit, June 20, 2013. I am grateful to Mark Lilla for drawing this to my attention. 
12
Allensbach Institut für Demoskopie, Sicherheitsreport 2012. I am grateful to Zanny Minton Beddoes for this reference, which I first came across in her Economist special report on Germany, “Europe’s Reluctant Hegemon,” June 15, 2013. 
13
Mark Schieritz, Die Inflationslüge (Munich: Knaur, 2013). 




viernes, 12 de julio de 2013

MI VIDA, de Marcel Reich-Ranicki

Por CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
LETRAS LIBRES Abril 2002

La patria portátil Marcel Reich-Ranicki, Mi vida, traducción de José Luis Gil Aristu, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2001, 534 pp.

"Era un día frío, encapotado y lluvioso", cuenta Marcel Reich-Ranicki al recordar Berlín antes de la Segunda Guerra, cuando nos reunimos en la misma casa de Grünewald, pero esta vez el círculo era más reducido, por motivos de clandestinidad: sólo habían sido invitadas siete u ocho personas. El dueño de la casa, de quien sabíamos que tenía toda clase de contactos en el extranjero, no nos había comunicado tampoco en esta ocasión el objetivo del encuentro, por precaución. Apagó la luz y dejó encendida únicamente una lámpara de pie junto a la silla de mi cuñado, a quien entregó un paquetito de papeles, especialmente delgado y escrito por ambas caras. [...] Mi cuñado leyó un fragmento de prosa que, evidentemente, había llegado a Berlín de manera ilegal. Volvía a ser una carta escrita por un autor exiliado: Thomas Mann, la carta con que respondía a la retirada del doctorado honoris causa otorgado anteriormente por la Universidad de Bonn. [...] La cuestión de qué haría Thomas Mann, residente entonces en Suiza, ante lo que estaba sucediendo en Alemania adquirió para mí, y no exagero, una importancia vital. Cuando aquella noche de febrero de 1937 escuché las primeras palabras de su carta me sentía muy inquieto; creo que temblaba. No tenía ni idea de qué cosa debía esperar, de qué decisión había tomado Mann, de hasta dónde había ido. Pero ya la tercera frase acabó con mi inseguridad, pues en ella se hablaba de poderes infames... que asuelan Alemania moral, cultural y económicamente. No había ya duda; en aquella carta Mann había tomado partido por primera vez y con toda claridad en contra del Tercer Reich. [...] En 1937 no podía saber aún que, durante la Segunda Guerra Mundial, Thomas Mann tendría ante la opinión pública un cometido que hasta entonces nunca había desempeñado un escritor alemán, el de convertirse en una contrafigura representativa claramente visible. Si tuviera que resumir con dos nombres lo que entiendo por alemanidad en nuestro siglo, respondería sin dudar: desde mi punto de vista, Alemania es Adolf Hitler y Thomas Mann. Esos dos nombres siguen simbolizando las dos caras, las dos posibilidades de lo alemán. Y tendría consecuencias devastadoras que Alemania quisiera olvidar o arrinconar una de ambas posibilidades. Nadie se atrevió a decir nada tras la última frase de la carta. El lector del texto propuso que hiciéramos una interrupción y charláramos luego sobre aquella pieza de prosa. Aproveché la pausa para dar las gracias y despedirme. Dije que no deseaba llegar demasiado tarde a casa, pues al día siguiente tenía que escribir un importante trabajo de clase. Era mentira. En realidad quería estar solo; solo con mi dicha.
     
     Este párrafo de Mi vida, de Marcel Reich-Ranicki, me fue leído en voz alta por un gran escritor mexicano, durante un encuentro casual, hace apenas unos meses. Mientras él leía, mi emoción fue creciendo al grado de buscar un sitio en la pieza donde pudiese yo dirigir la mirada sin que nada me turbase. Cuando Sergio Pitol finalizó su lectura creo haber visto en sus ojos, como en los míos, una lágrima contenida.
     El autor de esas líneas fue un adolescente que, nacido en la localidad Wloclakew en 1920, recibió de Thomas Mann algo de la fuerza que le permitió sobrevivir en el gueto de Varsovia. En 1958, a punto de iniciar una carrera que lo convertiría en el gran crítico de la literatura alemana contemporánea, Marcel Reich-Ranicki se presentó ante Günter Grass como "medio alemán, medio polaco, judío completo". Esa autodefinición, sugiere Reich-Ranicki en Mi vida, no era del todo exacta, pues él, como la gran mayoría de los judíos perseguidos y asesinados por el nazismo, había sido educado por sus padres para integrarse, sin seguir la religión judía, a la cultura europea.
     Soportando la creciente discriminación antisemita, Reich-Ranicki se ocultaba en los teatros berlineses, cuyo alto nivel artístico y cultural, herencia de la República de Weimar, el Tercer Reich se preocupó por conservar. Tras bambalinas y en la escena, muchos de quienes permanecieron en Alemania, aun cuando fueran judíos o tuviesen antecedentes comunistas, siguieron trabajando hasta que comenzó la guerra. Algunos realizaron actos temerarios, como el director Jürgen Fehling, quien en 1937 montó un Ricardo III haciendo claras alusiones escénicas y dramáticas contra el régimen. Reich-Ranicki descarta que los nazis autorizasen esas pequeñas expresiones de libertad como una muestra de su poder absoluto. Sólo un puñado de actores y espectadores entendían el símil entre el malvado Ricardo III y Hitler: "Lo que el censor no entiende —y esto vale para todas las dictaduras—, tampoco lo entiende el público", concluye Reich-Ranicki.
     Ante las insondables paradojas morales y culturales que el nacionalsocialismo plantea, Reich-Ranicki considera impertinente la opinión de su amigo T. W. Adorno, sobre la imposibilidad del arte después de Auschwitz. En Mi vida ofrece, como ejemplo, la recurrente polémica wagneriana. El antisemitismo, dice el crítico, no merece ser complacido en su vulgaridad. Cada vez que un gran director de orquesta judío —desde Hermann Levy hasta James Levine, pasando por Walter, Bernstein, Solti, Mazel, Barenboim— toca la música de Wagner, los panfletos antisemitas del compositor quedan en una anécdota estúpida frente a la majestad del arte.
     En 1938, Reich-Ranicki fue deportado a Polonia por carecer de la nacionalidad alemana. Sólo se llevó consigo un ejemplar de La mujer de treinta años, de Balzac. Para este refinado joven berlinés, Varsovia era un sitio extraño, y para sus padres, asesinados más tarde en Treblinka, la alarmante ola antisemita era un episodio espantoso que, como tantas otras veces en la historia judía, acabaría por remitir.
     Antes de escapar del gueto, Reich-Ranicki se convirtió en su crítico musical. Utilizando un pseudónimo, seguía las actividades de la orquesta judía que, superando dificultades inenarrables, tocaba a Vivaldi, Boccherini, Bach, Mozart. Las autoridades nazis solían prohibir a Chopin, pero los pianistas a menudo las engañaban, haciendo pasar algún Estudio por obra de Schumann. Reich-Ranicki, espíritu crítico hasta lo inverosímil, lamenta haber sido rudo con las interpretaciones de algunos de esos artistas del hambre que, como él, estaban condenados y tocaban música para arrancarle algunos minutos al exterminio.
     Más grave fue el trabajo de Reich-Ranicki y de su compañera como amanuenses del Consejo Judío, designado por los alemanes para la administración del gueto. A Adam Czerniakow le tocó dirigir ese organismo que, para lograr la sobrevivencia del gueto o posponer su exterminio, por fuerza debía hacer concesiones, cotidianas, polémicas y humillantes, a los nazis. El 23 de julio de 1942, Czerniakow, obligado a ejecutar la deportación definitiva de su gente a los campos de exterminio, se suicidó. Antes y durante meses, empleados suyos como Reich-Ranicki copiaron y ocultaron cientos de documentos que son, hoy día, la memoria del gueto. Y materialmente, cuenta Mi vida, fueron esos archivos los que protegieron a la pareja del fuego enemigo, cuando lograron huir.
     Liberado, Reich-Ranicki sirvió al Ejército Rojo como traductor y en 1945 se adhirió al Partido Comunista Polaco, que, una vez en el poder, lo hizo miembro de su servicio de inteligencia en Londres. Los numerosos enemigos del crítico literario lo recuerdan como agente de la kgb. En Mi vida no desmiente esa acusación, limitándose a recordar que él, como millones, vio en el comunismo una salvación religiosa que involucraba su desamparo como sobreviviente.
     La complicidad de Reich-Ranicki con el totalitarismo vencedor duró poco, y expulsado del Partido Comunista Polaco se asiló, en 1958, en la antigua República Federal Alemana. Aplaudió la revuelta estudiantil del 68 por su inapreciable contribución al debate sobre la huella del nacionalsocialismo en la rfa, aunque "mis simpatías por aquella revuelta vocinglera y caótica eran limitadas. Los agitadores vociferantes, las consignas gritadas rítmicamente, las columnas que avanzaban en largas formaciones me resultaban suficientemente conocidas y me repelían desde mi juventud".
     La pasión vehemente de Reich-Ranicki por la lengua alemana es un drama judío del que Mi vida da testimonio. Sobrevivir al exterminio significaba hacer, de aquella dicha que le procuró Mann en 1937, una forma de vida y un ejercicio de restitución de la honra. Amar a Goethe, a Lessing, a Heine, a Platen era recuperar para siempre la otra Alemania, aquella que carece de alma sin la integración judía. En una ocasión el crítico se encontró en Pekín con Yehudi Menuhin. El violinista estaba de gira tocando a Beethoven y Brahms, mientras Reich-Ranicki disertaba sobre Goethe y Mann. Una vez que charlaron sobre sus actividades como difusores de la cultura alemana, Menuhin concluyó "Bueno, así son las cosas, somos judíos".
     Desde los años sesenta, Reich-Ranicki se convirtió en el papa de la literatura alemana, escribiendo en Die Zeit y Die Welt, haciendo El café literario en la radio, y después El cuarteto literario para la televisión. Mucho tiene el arrogante patriarcado de Reich-Ranicki de ajuste de cuentas: a un "judío completo", sobreviviente del Holocausto, es a quien toca demostrar que el judaísmo y la literatura alemana son indisolubles. Reich-Ranicki tomó partido contra todo intento de borrar o de relativizar la culpa alemana.
     Custodio de la familia Mann, cronista del Grupo 47, admirador de Heinrich Böll y de Thomas Bernhard, legendario enemigo de Günter Grass, Reich-Ranicki retrata en Mi vida al crítico literario como héroe y como farsante, quien, a diferencia del poeta o del novelista, es un escritor cuya legitimidad siempre está en duda. Como todos los grandes críticos, Reich-Ranicki aprueba esa suspicacia como la sangre que determina el temperamento crítico. En días en que algunos críticos literarios, como ocurrió recientemente en la polémica desarrollada enLetras Libres España, muestran una escasa competencia para explicar por escrito cuál es la naturaleza de su oficio, conviene examinar algunas de las máximas críticas de Reich-Ranicki. No las comparto todas pero me parecen de lectura imperiosa:
     
     — A riesgo de ser tachado de petulante, quiero decir algo de lo que estoy convencido: la literatura es mi sentimiento vital. Creo que eso se puede reconocer en todas mis opiniones y juicios sobre escritores y libros, incluso en los descaminados y falsos. En última instancia, el amor a la literatura, esa pasión que a veces llega incluso a ser abrumadora, es lo que permite al crítico practicar su profesión, ejercer su cometido. Y ese amor es, tal vez, en algunas ocasiones, lo que hace a los demás soportable y, en casos excepcionales, incluso simpática la persona del crítico. [p. 408]
     — Un crítico incapaz de decidirse debe resolver su inseguridad consigo mismo —pensaba yo— y no aparecer en público hasta creer que puede decir con claridad qué ocurre en la obra y cómo ocurre, según su opinión. [p. 412]
     — No lamento haber considerado oportuno callar ante más de un libro; más bien he de reprocharme no haber callado ante algunas publicaciones. [p. 486]
     — Aunque he escrito muchas, muchísimas reseñas aprobatorias, y aunque al leer a veces algunas antiguas críticas mías me intriga la cuestión de si no me mostré demasiado a menudo dispuesto a ensalzar libros que apenas lo merecían, conseguí la fama de especialista en atizar varapalos. En un dibujo de Friedrich Dürrenmatt aparezco sentado, armado con una pluma de grandes dimensiones, sobre un gran número de cabezas que son, al parecer, las de mis víctimas. El dibujo lleva por título El Gólgota. [p. 415]
     — ¿Que aprendí de mi conversación con Anna Seghers? Que la mayoría de los escritores no entiende de literatura más de lo que las aves entienden de ornitología. Y son los menos indicados para juzgar sus propias obras [...] no debemos ignorar lo que éste tiene que decir sobre su obra, aunque sin tomarlo especialmente en serio. [p. 320]
     
     Los primeros libros de Reich-Ranicki, según su propia opinión, estaban afeados por su fidelidad al realismo socialista. De los siguientes, algunos ya legendarios como Die Anwälte der Literatur [Los abogados de la literatura, 1994], nada puedo decir pues, salvo Thomas Mann y los suyos [1989], la obra crítica de Reich-Ranicki no está traducida ni al inglés, ni al francés, ni al español. Su asumido provincianismo —ya que, salvo la poesía polaca, no parecen interesarle mucho otras lenguas que la alemana— lo ha condenado.
     A sus ochenta y dos años, Marcel Reich-Ranicki reina sobre la literatura alemana. Él sabe, como dijo Goethe de sí mismo, que "un hombre viejo es siempre un rey Lear". Su reino será dividido, saqueado y olvidado, como está escrito en el destino de todo crítico literario. Pero a través de Mi vida seguiremos leyendo su helado encuentro con Albert Speer, el arquitecto de Hitler, su asombro ante la buena vida que se daba su amado Brecht, o la inolvidable manera en que se libró de las tropas alemanas, una vez fugado del gueto de Varsovia.
     Reich-Ranicki y su esposa Tosia se libraron del exterminio gracias a Bolek, un tipógrafo borracho y golpeador de mujeres, según leemos enMi vida. Ese hombre ocultó a la aterrada pareja judía y, tras deshojar la margarita entre denunciarlos o no hacerlo, tomó una decisión.
     
     Cierto día —no hacía todavía mucho que estábamos en su casa—, nos miró muy ufano, hablando despacio y no sin cierta solemnidad: Adolf Hitler, el hombre más poderoso de Europa, ha decidido: "Estas dos personas deben morir." Y yo, un pequeño cajista de Varsovia, he resuelto que han de vivir. Veremos quién gana.
     
     Y ganó el testarudo Bolek. -— Christopher Domínguez Michael