ABC Viernes, 13.09.13
Oponer al separatismo catalán una suerte de relativismo
constitucional –envuelto en un lenguaje melifluo– es un error de concepto y de
estrategia. Es premiar la deslealtad con el privilegio
EL
nacionalismo catalán ha llevado su propuesta de ruptura de España a un punto en
el que no es posible la reconducción del problema con fórmulas transaccionales,
en las que el Gobierno central niegue a los nacionalistas la mayor, pero a
cambio ofrezca más competencias o mejor fiscalidad. Esto es lo que se llama el
«encaje», esa ecuación en la que todos los gobiernos centrales se empeñan para
calmar los furores nacionalistas y que sólo ha cosechado el efecto contrario,
es decir, exacerbar aún más las políticas separatistas.
Tras el gran festejo
separatista de la «Vía Catalana», la teoría del encaje recobra actualidad. No
se tocará el artículo 2 de la Constitución, se dice desde el Ejecutivo de
Mariano Rajoy, pero se puede revisar «el modelo territorial para que Cataluña
encaje». Este es un camino que conduce a ninguna parte, porque su eficacia está
desmentida por la historia y por los acontecimientos más recientes. Para
abordar el problema nacionalista en Cataluña –lo mismo que en el País Vasco– es
fundamental creer en el orden constitucional vigente, como el modelo pactado
por todos los españoles para encajar a ciudadanos y territorios en una
democracia moderna. Sin embargo, la predisposición a alterar el modelo
territorial cada vez que los nacionalistas sacan a pasear su «Plan Ibarretxe» o
su «Vía Catalana» es una manifestación de debilidad y de falta de convicción en
la Constitución, como norma vertebradora del Estado, y en España, como realidad
única legitimadora del orden constitucional.
Oponer al separatismo
catalán una suerte de relativismo constitucional –envuelto en un lenguaje
melifluo– es un error de concepto y de estrategia. Es premiar la deslealtad con
el privilegio. El problema del nacionalismo catalán no es de «encaje» en
España, sino de ruptura de España. Y no es un problema con la Constitución de
1978, sino con cualquier Constitución española. Ahora promueve la violación de
la de 1978, pero también incumplió la republicana de 1934, cuando el Gobierno
de Lluís Companys proclamó el Estado catalán y recibió como respuesta el peso
de la ley y la cárcel. Y cabría recordar que cuando Cataluña se separó de
España en el siglo XVII fue para convertirse en súbdita del Rey de Francia, al
que abandonó para volver a su casa española.
Asistimos
a una entrega por capítulos de un golpe anticonstitucional del nacionalismo
catalán, que bien podría llamarse «golpe de Estado», dado su objetivo
separatista. Rebatir esta ofensiva desleal e ilegal con ofertas de «encaje»
territorial, o con absurdos emplazamientos a Artur Mas para que se avenga a
dialogar, es perder el tiempo y abandonar la Constitución y a los catalanes no
nacionalistas en medio del asfixiante régimen nacionalista que se ha implantado
en Cataluña.
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