Por HERMANN TERTSCH
EL PAÍS Martes, 21
de noviembre de 2006
La historia reciente de los pueblos europeos se puede
intentar, pese a todas sus miserias, sin mucho esfuerzo. Las últimas cinco
décadas de la vida de los europeos dicen más que mil tomos sobre lo que la
honestidad intelectual, la humildad, la voluntad de superación, la
determinación en la autodefensa que surge de la convicción moral, la
preparación y la sincera búsqueda del bien común pueden generar. Cierto que
Europa ha tenido la suerte para esta gran aventura de construcción política y
moral de tener el apoyo definitivo allende el Atlántico. Pero nadie que sepa de
la historia de los hombres puede negarle después el halo de milagro. Europa ha
sido más trabajadora y próspera, más compasiva y por ello más justa, más
estudiosa y cada vez más lúcida, a veces dolorosamente introspectiva y sin
embargo más abierta y extrovertida. Más rica, a la postre, en todo lo que
supone vida para ciudadanos con memoria que quieren "luz, más luz"
-decía Goethe al morir pidiendo vida- en libertad y en dignidad. Si de ellos
depende será también en paz, pero no a toda costa, porque esta Europa se hizo
precisamente en lucha contra los enemigos de la libertad que siempre han
prometido paz a cambio de aquella.
Desde Schiller o Shelley a
Heine, Mayakovski o Sajarov, desde Miguel Hernández a Anna Ajmátova, de Sandor
Petöfi a Wislawa Szymborska, Europa ha demostrado llegar a estos tiempos con el
bagaje de amor y sabiduría para zafarse de tanta tragedia y en solo 50 años
emerger -esperemos que sin desmayo- con la virtud de la fuerza para la mirada
limpia que convierte en pasado los odios viejos de Verdún y los de Oradour, el
rencor de Coventry, de Dresde y de las Fosas Ardeantinas, junto a Roma. Ha
ilusionado a generaciones magníficas de nuevos europeos, cada vez más formados
y libres, y decididos a integrarse en esa empresa sin precedentes de éxito
histórico absoluto, también en los países donde aun son relativamente recientes
los traumas del miedo. Sólo la gran épica de la creación de unos Estados Unidos
de América con su crisol de culturas bajo un proyecto único de civilización de
seres libres puede compararse al de la nueva Europa como milagroso proyecto de
convivencia. Construida sobre paisajes de mil guerras, ruinas y las peores
infamias cometidas por unos humanos a otros.
Todo se ha hecho en lucha
contra fantasmas del recuerdo. El régimen criminal comunista sobrevivió décadas
a la gran hecatombe de Varsovia, Stalingrado y Berlín y murió con menor
estrépito que el monstruo menos longevo del nazismo. Y sigue entre nosotros el
fantasma del Holocausto, de la imposible respuesta al hecho de que casi todos
los pueblos europeos aceptaran con pasividad, cuando no complicidad, la
destrucción del judaísmo europeo. Mucho ha sido solemne en este paisaje de
tragedia. Mucho ridículo. Pero el resultado es serio y los europeos debemos
saber lo que nos jugamos. Todo aquel que ingresó en la UE se adhirió a
principios que se fundamentan en ideas, miedos y convicciones que surgen del
Gran Cataclismo que se consuma en esos 30 años de guerra civil entre 1914 y
1945. Ni un paso atrás ante el enemigo. Sea nazi, comunista, fascista, hoy
islamista, siempre enemigo de lo que hemos construido desecando todo un pantano
inmenso de sangre desde los Balcanes hasta Noruega, desde Algeciras a Cracovia
y más allá. Spiegel, Time y Newsweek coinciden en que las palabras de Benedicto XVI
en Ratisbona no eran un gazapo. Claro que no. Era una llamada a esa autodefensa
que la libertad europea se debe a sí misma. En Turquía el Papa fuerza con su
visita una tensión cultural que sin duda será clarificadora, que la visita se
produzca pese a la ausencia de Erdogan demuestra esa voluntad. Va por todos.
Polonia no puede reeditar una venganza hacia sus vecinos ni el líder de la
oposición húngara puede osar pedir la reinstauración de la pena de muerte. Es
feo que el Rey de España compadree con un Vladímir Putin que resucita los
tiempos del NKVD y encarcela en Siberia, como Yázov, Yagoda y Beria. Pero lo es
más que el presidente Zapatero sea ya un excéntrico personaje cuya última
semana de política exterior fue un perfecto espectáculo de cabaré vienés, esa
maravillosa ocurrencia. Helmut Qualtinger, aquel inolvidable diseccionador de
ridiculeces nos habría resumido todo en una velada inolvidable titulada
"Estambul, Obiang, Gerona, el tango del vacío".
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