ABC Sábado, 25.04.15
No muchos tienen valor para ejemplificar con los errores de
los suyos los que perpetró la mayoría de sus compatriotas
COMO el
propio autor comentaba ayer en esta misma página, esta semana se ha publicado
su libro «Días de ira». Es un muy duro ensayo sobre la evolución de España tras
la barbarie del 11-M y hasta nuestros días. Un crimen que se llevó no solo
tantas vidas, sino que también fue aprovechado para acabar con la convivencia
superadora del pasado que se gestó en la Transición y de la que Zapatero nada
quería saber. Y sus alumnos aventajados de Podemos, menos. Una reflexión que a
nadie dejará indiferente. Pero lo que a mí más me ha impresionado del libro es
el paralelismo que hace Hermann Tertsch entre la España de la hora presente y
la Alemania de la década de 1930.
Con un gesto de
honestidad intelectual difícil de superar, Tertsch ejemplifica el auge del
nazismo alemán y la forma en que subyugó a las clases medias educadas y cultas
en la persona de Eckehardt Tertsch, su padre. Que en este país –llamado España–
en el que parece que nunca hubo franquistas porque se evaporaron de la faz de
la Tierra en noviembre de 1975 alguien se atreva a narrar en 2015 el paso de su
progenitor por el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán demuestra una
hechura poco común. No fue un nazi de la primera hora. Antes al contrario, era
un anglófilo, graduado en el Theresianum de Viena y miembro de la Unión
Paneuropea del conde Richard Coudenhove-Kalergui, donde era compañero de
militancia de gentes como Albert Einstein, Thomas Mann o Sigmund Freud. Y
fueron gentes como él las que cayeron bajo el influjo de los nazis y creyeron
en su promesa de orden frente al caos de la República de Weimar o la realidad
de la Austria enanizada después de que Clemenceau proclamara en Versalles que «
L’Autricheserácequireste ». Entonces se hablaba de «democracia decadente» y se
descalificaba este sistema político con argumentos que apenas distan milímetros
de los que hoy emplean los nuevos totalitarios cuando hablan de la «lacra del
bipartidismo». Y una mayoría de gente ilustrada les siguió. Y lo hizo sin que
Hitler y su partido contaran para llegar al poder con un duopolio televisivo
dedicado a tiempo completo a jalear su intento de acabar con el sistema.
Tertsch no intenta
reivindicar la figura de su padre ni perdonarle el haber sido nazi ni aunque
Eckehardt conspirara para asesinar a Hitler y pasara el final de la guerra
prisionero en el campo de Sachsenhausen. Todo lo más, en una escena
conmovedora, relata cómo vio llorar a su padre la madrugada del 24 de enero de
1965, cuando despertó a sus tres hijos y los cuatro juntos escucharon en la
BBC, de pie en medio del salón de su casa de Maestro Lasalle 32, de Madrid, el
largo obituario por la muerte de sir Winston Churchill.
No hay mucha gente que tenga el valor necesario para
ejemplificar con los errores cometidos por los suyos los que fueron perpetrados
por la mayoría de sus compatriotas. Y debe de ser especialmente difícil hacer
eso cuando estás constantemente en el disparadero de los nuevos totalitarios de
nuestro tiempo. Y cuando escribes un libro en el que hay crítica para todos. En
verdad la hay para tantos que mientras escribo este artículo en el AVE tengo
sentado a mi lado uno de los que se llevan un mandoble. Pero es, por encima de
todo, una muestra de insobornable integridad intelectual ante la que hay que
rendirse, tanto en lo que se comparte como en lo que se disiente. Porque
alguien que ya antes de éste escribió un ensayo titulado «Libelo contra la
secta» corre el riesgo de cumplir la cita de Ramiro de Maeztu fechada en 1936:
«Me aplastarán, como a una chinche, contra mis libros».
Magnífico artículo!
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