ABC 01.11.07
«Ahora se trata de pagar por el pasado. (...) Pagar en todos
los sentidos. Pagar por la demencia de los días de marzo, por la demencia del
Octubre, por las autonomías nacionalistas traidoras, por la desmoralización de
los trabajadores. Habremos de pagar la factura». Esto lo decía Mijail Bulgakov
el 26 de noviembre de 1919 en un periódico local de Grosni, una oscura y
siniestra ciudad del norte del Cáucaso que, como todos los que allí han vivido
esta última década bajo el actual presidente de Rusia, no habían tocado aún el
fondo de su abismo de sufrimiento.
Sólo es inicialmente paradójico el hecho de que Vladímir
Putin orquestara el martes un homenaje, el primero por su parte, a las víctimas
de Stalin con motivo del 70 aniversario del principio de la gran oleada de
terror que lanzó el dictador en 1937. Destruido el partido, desautorizados y
neutralizados todos sus órganos de control y decisión, liquidados sus
principales rivales, -Kirov tres años antes, Bujarin en la cumbre de los
juicios farsa en 1937 y 1938- el salvajismo de la represión estalinista alcanzó
sus cumbres y el terror pasó a ser el principal motor de la conducta social de
la época. Este terror total en el que la denuncia del prójimo era la mejor
-pero siempre trémula- probabilidad de sobrevivir a la denuncia ajena, está tan
maravillosa y estremecedoramente descrito en la gran obra de Bulgakov, «El
maestro y Margarita» como en esa inmensa novela de Vasili Grossman que ahora ha
sido publicada en España por Galaxia Gutemberg y que es el «Guerra y paz»
tolstoyano del siglo XX, desenterrado como las cartas de Bulgakov de las
mazmorras para manuscritos de los archivos de la Liubianka del KGB, del NKVD,
de la OGPU y todas las organizaciones de la cheka.
Del mismo modo que el Holocausto -el proyecto hitleriano
alemán finalmente no consumado de la definitiva extinción de la raza judía en
el globo terráqueo es único en su abismal y terrible calidad- es única la
penetración de la cultura del terror total que en la Unión Soviética tuvo siete
décadas para cincelar la sociedad, los hábitos y la conducta de comunidades e
individuos. En el reino del terror y la mentira, en la graduación del miedo y
su combinación con otros sentimientos, los comunistas han tenido muchísimo más
tiempo que los nazis y los fascistas para experimentar. Grossman es un
periodista soviético, judío, culto y sensible cuando escribe su gran
«Stalingrado» rebautizado en «La causa justa». Ya entonces es un hombre en
revuelta contra el miedo, la desidia y la falta de humanidad que con «Vida y
destino» alcanza la cumbre de la novela rusa. Tanto él como Bulgakov describen
muy bien lo que está haciendo hoy este presidente ruso que no se presenta a la
reelección, pero que todos saben seguirá siendo el único poder central y total
en Rusia después de las elecciones. La llamada al fervor patriótico fue el arma
de Stalin para movilizar, consolar e intentar inmunizar frente al horror a sus
masas cuando Hitler rompió en 1941 el pacto de asesinos firmado dos años antes.
El pequeño chequista que fue Putin fue el martes a honrar
-rodeado por popes de la iglesia ortodoxa rusa- a las decenas de miles de
asesinados en el Butovsky Poligon, una más de las localizaciones de la muerte
sistemática que el régimen comunista implantó por todo el inmenso país y que
nadie como Alexandr Soljenitsin ha sabido describir. Putin ha sabido imponer el
miedo de acuerdo con los tiempos actuales y utilizando sus recursos frente a
los enemigos internos y externos. Ha tenido éxito. Quien se opone a su voluntad
sabe que por ese simple hecho se pone en riesgo. Y sabe que no puede contar con
apoyo del exterior democrático, bajo permanente extorsión por el suministro
energético y el veto en el Consejo de Seguridad, ni del interior donde todo el
que se ha enfrentado a Putin o muere o acaba en los campos de Kolyma como el
magnate Jodorkovsky. El homenaje de Putin a los muertos por Stalin parece por
tanto mucho más una cruel advertencia a sus adversarios que un luto por las
víctimas de un sistema de terror que el presidente aprendió de joven y es su
principal elemento de gobierno. Bulgakov, Grossman y Soljenitsin fueron genios
muy distintos. Pero todos eran desesperados luchadores por la libertad de la
conciencia del individuo y obcecados enemigos del miedo. Putin nunca será, con
popes o sin ellos, miembro de esa maravillosa escuadrilla, tan sola, tan
desamparada, de almas libres del espíritu ruso.
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