ABC 21.01.08
El «consejo del enemigo» -ese ejercicio del buenismo tan
hipócrita como a la postre pendenciero- ha tenido horas estelares esta pasada
semana. Siempre pasa que, cuando la peor izquierda pisa el acelerador de la
intoxicación, los complejos de la derecha liberal y conservadora, del centro
razonable y racional de este país, imponen a la postre planteamientos que
conllevan toda la dosis intimidatoria, chantajista y totalitaria de quienes se
proclaman adalides de una autoridad moral que la historia les disputa con
rotundidad y pruebas. Si algo debiera preocupar al magnífico gestor y brillante
político que es Alberto Ruiz Gallardón, son los elogios, las zalamerías y las
lágrimas de cocodrilo que le han dedicado quienes, al tiempo que lo hacían,
declaraban de nuevo su guerra total al partido nacional que representa él en la
capital de España, a sus electores, que son casi media España y a todos los
principios que ha defendido siempre. Su presencia ayer en un acto del PP
demuestra que más allá de ambiciones legítimas, el principal partido de la
oposición tiene todos los mimbres para ofrecer a la sociedad una propuesta
basada en la vocación de servicio y el mejor patriotismo e imponer en las urnas
su máxima prioridad actual que es convertir a Zapatero en un triste paréntesis
de la historia de la democracia española.
La
voluntad de ganar desde la libertad y el respeto al individuo que declaró
necesaria Gallardón tras la victoria en las municipales es hoy imprescindible
para la democracia española. Por eso dicha voluntad de victoria debe imponerse
a quienes en el centro-derecha se lloran a sí mismos y creen que para ganar en
las urnas hay que adaptarse al terreno viscoso y vil de Zapatero. Cierta
derecha lastimera debiera saber que quien nos gobierna se enternece más con los
lloros de sus izquierdistas descarriados de ETA que con la emoción de los
demócratas no izquierdistas.
Gallardón
se refirió -tras la victoria municipal- a la prioridad de convertir en anomalía
una legislatura catastrófica. Ahora ha adquirido un protagonismo, en gran
medida otorgado por quienes lo quieren liquidar a él tanto como a sus
compañeros de partido, que debe usar con contundencia. Y lo debe hacer dentro
del único partido que en España ha defendido en los últimos cuatro años la
democracia basada en la cultura de la transición, en la firmeza frente al
terrorismo y la tergiversación, en la libertad individual, en la solidaridad
entre españoles y, ante todo, en un pacto contra la mentira. Con la entrada de
Manuel Pizarro en la dirección del partido se han mezclado de nuevo las cartas
ante el envite electoral. La dirección zapateril de los socialistas, esa secta
mezcla de socialismo caribeño, «New Age», magia tonta y analfabetismo funcional
hiperactivo ha entrado en pánico. Pizarro puede estar sumamente orgulloso que
le dirijan los cañones de su artillería «Berta» de difamación que cada vez
mezclan más mentira con rabia.
Gallardón
tiene que utilizar todas sus probadas dotes de comunicador para dejar claro a
los artilleros de la secta izquierdista que quiere acabar con la alternancia
política en España que él no es ni será nunca su munición. Cuando te elogian
personajes siniestros como Rosa Regás, te jalean los coros mediáticos y la
soldadesca del revanchismo de Ferraz y te encumbran miembros de un Gobierno que
reactivan con virulencia los esfuerzos por expulsar a tu partido del sistema,
lo tachan de «integrista» y le discuten el derecho democrático de fiscalizar al
Gobierno, es evidente que ha cundido un malentendido que hay que despejar de
una vez por todas. Gallardón puede ser clave en la victoria de su partido con
Rajoy, con Pizarro y toda su dirección. Para evitar la pesadilla de otra
legislatura en manos de la secta, de daños ya con seguridad irreversibles.
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