ABC 24.12.07
A punto de fenecer la legislatura moralmente más escuálida y
políticamente más tóxica y dañina de la democracia española -difícil es,
presidente «Z», hacer tanto daño a las instituciones en tan poco tiempo-, nos
surgen patéticos fantasmas del más allá para explicarnos cómo ha sido posible
tanto dislate y para decirnos que no ha sido tan grave y lo bien intencionados
que estaban algunos, incluso los máximos culpables. Tenían más enjundia y
dignidad las explicaciones que dieron sobre sus errores y complicidades gentes
amenazadas por la muerte o la tortura en regímenes implacables en el siglo XX
que las tristes excusas de esas comparsas del Gobierno de España que han
saltado ahora a la palestra para intentar minimizar los efectos demoledores
infligidos por el líder al tejido social y al edificio constitucional que juró
defender.
Resulta vergonzoso comprobar cómo socialistas, antes serios,
previos a la secta, se apresuran ahora, unos en el mundo editorial y en
entrevistas, otros con infantil activismo, a intentar engañar a la opinión
pública en su cambio de rumbo. Pretenden, a nueve semanas de las elecciones,
que la vanguardia del disparate y la radicalidad irresponsable del izquierdismo
y la falta de principios, así como la coordinación política con las fuerzas antisistema,
transmuten en una decidida y serena defensa del Estado de Derecho. Y
-¡sorpresa!- ponen fin a un silencio cómplice y culpable con su hiperactiva
defensa de una política antiterrorista efectista que a nadie medianamente
lúcido puede hacerle ignorar los inmensos y permanentes daños que a la
legitimidad del Estado, al monopolio de la violencia y a la estructura
institucional han generado los afanes del Gobierno de coordinar su política con
la banda terrorista durante la malhadada legislatura.
Falta de gallardía
Ahora se quieren justificar los que sabían bien los
gravísimos perjuicios para el Estado, la seguridad, la igualdad y la dignidad
de los españoles que causaba las ambiciones de «Z» y que no tuvieron la
gallardía de denunciar. Desde el Gobierno y los despachos del partido «Z». Pero
resulta un sarcasmo que todos estos pequeños o altos, flacos u orondos,
autosatisfechos o torturados emuladores de Von Papen, que -a diferencia de la
tropa de irresponsables adanistas, inventores del mundo y necios natos en torno
a Z- sabían como eran los nazis de enfrente, no levantaran la voz una sola vez
mientras se producía la inmensa tropelía que nos ha llevado adonde estamos. Y
es una triste felonía que ahora, esos socialistas silentes, lloren y acusen de
la catástrofe en que nos hallamos al único partido, al PP, que ha mantenido los
principios en la lucha antiterrorista que ellos defendieron en su momento. Como
algún triste periodista que intenta sin éxito conjurar sus tormentos con
insultos a sus colegas, hay socialistas y compañeros de viaje que enferman de
mala conciencia ante la situación creada por la organización «Z». Todos tienen
miedo a las consecuencias de sus actos. Ante todo a las electorales.
No se puede polemizar con quien no percibe diferencia entre
verdad y mentira. La obcecación en la negación de la realidad ha llegado a unos
límites enfermizos. El presidente del Gobierno de una democracia civilizada en
Europa no se atreve a rodearse de la población si no es filtrada hasta
limitarse a sus seguidores incondicionales u obedientes funcionarios. El
presidente tiene miedo. A la verdad y a sus ciudadanos. Es tan inútil
explicarle los datos obvios del desmoronamiento de la seguridad de los
intereses españoles en el exterior como convencer a un estalinista de que los
«kulakos» (campesinos) ucranianos morían de inanición y no de entusiasmo por el
padrecito del Kremlin.
El balance es claro. Y tiene más que ver con el diván de
Freud que con la política adulta de ciudadanos libres en democracia. Es una
disfunción. Si un país moderno y sofisticado como España ha caído en manos de
Zapatero a nadie debe extrañar que alguien como Suso del Toro escriba en el
periódico de mayor difusión. Si políticos otrora respetados se prestan a unirse
al escribidor- ujier gallego en su defensa o justificación de la política de
destrucción mágica e irracional de nuestro Estado de Derecho, parece casi
lógico pensar que habrá millones de españoles dispuestos a continuar el
suicidio bajo la mentira y el miedo. Aunque puede, porque a veces sucede, que
se resistan la verdad y la decencia.
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