ABC 03.01.08
Un dictador que aparece en televisión -como ayer el
presidente paquistaní, Pervez Musharraf- para anunciar que pospone unas
elecciones anunciadas para dentro de cinco días porque ha perdido el control de
la situación, se ha convertido definitivamente en un pelele sin credibilidad
alguna, no ya entre la población, sino en los propios cuadros y filas del
Ejército y el aparato del Estado. Un golpista y dictador sólo puede justificarse
a sí mismo como única alternativa al caos. Ahora hay caos y dictadura. La
admisión de esta situación puede ser sólo un artero pretexto para posponer
hasta el 18 de febrero unas elecciones que, de haberse celebrado el 8 de
enero, habrían supuesto probablemente la desaparición de su partido, la Liga
Musulmana Paquistaní. La pretensión del general de reconducir la situación a la
normalidad en este plazo de tiempo -principal mensaje de la larga alocución
trufada de lamentos, promesas y amenazas- fue una declaración de quiebra total
que no hace sino multiplicar las incertidumbres y el resentimiento contra
Washington por aceptar la enésima treta de Musharraf. Todo lo peor es posible
en estos momentos en Pakistán donde la pesadilla parece consumada después de la
muerte, en atentado suicida el pasado 27 de diciembre, de Benazir Bhutto, la
candidata del Partido Popular Paquistaní (PPP).
El presidente de una potencia nuclear con 165 millones de
habitantes, uno de los focos más activos del fanatismo islamista del planeta,
con inmensas tensiones centrífugas, vecino de un Afganistán en el que la OTAN
pierde terreno ante talibanes y caudillos, anuncia en discurso televisado que,
siete años después de dar un golpe de Estado para establecer el orden y luchar
contra el islamismo, ha perdido el control de amplias zonas del país. Mal
balance desde luego para él y para los países occidentales -especialmente
EE.UU.- que, tapándose la nariz y ante la falta de alternativas, le han
apoyado. La estrategia occidental de lograr un acuerdo para una transición
ordenada y legitimada hacia un gobierno de cooperación entre la opositora
prooccidental Bhutto y el general voló por los aires el 27 de diciembre con los
disparos y la bomba que mataron a la ex primera ministra tras el mitin en la
ciudad de Rawalpindi. Nadie ha reivindicado el atentado y son muchos los que
sospechan del propio Musharraf. Al Qaida niega su autoría, lo que en principio
no significa nada. Su interés en lanzar al país al caos general es más que
evidente.
Pero tras esta sucinta exposición de la situación sí hay
varias conclusiones que hacer y todas dramáticas. La primera se refiere al
estado de putrefacción política de Pakistán donde las opciones democráticas han
estado siempre marcadas por la rampante corrupción -incluidas las de Bhutto
durante su jefatura de Gobierno y la de Nawaz Sharif, el primer ministro
depuesto por Musharraf en el golpe de Estado. El hecho de que el PPP de Benazir
Bhutto no haya encontrado otro relevo a su líder asesinada que su hijo de 19
años y su marido que cumplió condena por masiva apropiación indebida y tráfico
de influencias es un síntoma más de este triste vacío. También ha de alarmar el
rotundo fracaso de un gran Ejército y un Estado policial como el paquistaní en
combatir al islamismo. A estas alturas nadie duda de la existencia de fuertes
sinergias entre el islamismo radical y el aparato del Estado. Musharraf se ha
vendido bien en Occidente como único enemigo efectivo del talibanismo afgano y
paquistaní, pero mucho indica que ambos se han beneficiado de la existencia del
otro y que han actuado como sociedad de intereses. La dictadura y la corrupción
generan islamismo igual que el crecimiento de éste fortalece los argumentos de
Musharraf para mantener el Estado policial y la dictadura.
Finalmente, hay que destacar una vez más el fracaso de las
democracias occidentales en fomentar opciones de prestigio y poder en la
región. Con el desprestigio de Occidente crece el desprecio a la democracia en
general y la intimidación o la resignación de los demócratas locales. Tras la
guerra ganada a los talibanes en Afganistán, la falta de decisión, de presencia
militar y medios suficientes han llevado a la OTAN y a las fuerzas democráticas
a perder muchos aliados y terreno. Tribus, clanes y gentes en general tienden
-no solo allí- a aliarse con los fuertes. Las democracias occidentales parecen
empeñadas en demostrar que no tienen voluntad de victoria. Ser aliado nuestro
parece ya tan peligroso en algunos rincones que no resulta ilógico que muchos busquen
otras lealtades que ofrezcan más garantías.
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