ABC 18.08.09
FUERON muchos los españoles que en su día respiraron
aliviados cuando abandonó la escena política el anterior ministro de Justicia
socialista, Mariano Fernández Bermejo, un personaje de vocabulario bolchevique,
marcado por una niñez con tantos yugos y flechas como la propia vice Maritere.
Al pobre don Mariano muchos no podíamos evitar asociarlo de inmediato a un
mondadientes muy mordido y a una gran escupidera a los pies de una barra
americana. Por contraste, su sustituto Francisco Caamaño, se antoja un hombre
hasta delicado. Después de lo visto y oído a su antecesor, cualquiera podía
pasar hasta por elegante con sólo guardar las mínimas formas y reglas de
urbanidad. No es que sea el «Beau Brummel» ni probablemente siquiera un
ministro homologable a otros que hemos tenido en épocas más honrosas. Y es
cierto que elevar un poquitín el nivel medio de compostura de los consejos de
ministros del Gran Timonel tiene tanto mérito como parecer educado en una
comida con los generales de la Junta de Birmania. Respecto a los rumores de que
también él pertenece a la masonería, lo cierto es que a mí me trae al pairo.
Conozco a masones decentes y a curas filibusteros. Como habría quién hace
cuarenta años fue a Woodstock, ciego de amor a la paz, sexo, rock y LSD y acabó
en Suráfrica de mercenario matando negros. Nada contra la masonería, aunque me
parezca la iglesia más petulante de todas con sus liturgias laicas. Sólo
superada por las cursilerías de los bautizos y las comuniones laicas, última
conquista de la intelectualidad izquierdista. Cierto, de la masonería me
molesta su fobia a la Iglesia Católica que, con bastante mayor éxito, ostenta
desde hace 2.000 años no un monopolio, pero si un apoyo fiel y entregado, que
no han logrado destruir en tan larga historia ni los tsunamis de sangre de unos
enemigos mucho peores que los clubes -secretos o discretos- de los mandiles.
Después
de hablar tan bien de nuestro ministro de Justicia y como yo no me dedico a
escribir hagiografías de políticos que no lleven décadas bajo tierra, sospechan
bien quienes esperan que ahora dé rienda suelta a mi decepción. Es limitada,
por supuesto, porque doy por hecho que, a las alturas en que aceptó el cargo
Caamaño, ningún español con capacidad, posibilidades, criterio y dignidad excepcionales
aceptaría ya un puesto en la mesa birmana. Decepción, porque don Francisco ha
demostrado que, sin el lenguaje soez de su antecesor, miente con la misma
soltura. Con más cordialidad pero la misma desvergüenza. Según Caamaño, el
Estatuto de Cataluña «lleva aplicándose dos años y pico largos y no ha pasado
nada excepcional». «Ni se ha roto la unidad de mercado, ni los catalanes tienen
derechos distintos de los que tenemos el resto de los españoles. Es decir, se
ha vivido y seguiremos viviendo con absoluta normalidad». Yo le recomendaría al
ministro que dosificara su celo en acumular tanta mentira en tan pocas frases.
Es inútil si lo que pretende es hacer méritos y llegar al fin de la legislatura
con tanto insulto a la verdad y a la inteligencia de los ciudadanos como sus
jefes tienen acumuladas en las hemerotecas. Le llevan una intensa legislatura
de ventaja. Respecto a la igualdad de derechos entre españoles o la unidad de
mercado, no me rebajo a responderle. Nos toma por gilipollas. Pero respecto a la
«normalidad absoluta en la que vivimos y viviremos» -salvo que se refiera a los
ministros- le diré que grave es que la catástrofe española le parezca normal -a
Moratinos le parece normal la venezolana y quizás la birmana-. Pero temo que
pronto hasta al ministro la normalidad española le va a parecer excesiva. Y
quizás peligrosa.