ABC 09.07.09
NUESTRA máxima preocupación
estos días, después de que algunos aviesos investigadores lograran determinar,
por orden del juez Baltasar Garzón, que Francisco Franco, Millán Astray y el
general Yagüe habían muerto, es que nuestras mermadas fuerzas del aparato
judicial han decidido que ellos no se van a dedicar a sacar a siete cadáveres
de la guerra civil que están sepultados en el Valle de los Caídos. Estamos
aviados. Hay en Cuelgamuros, se lo contaba el otro día en mi presencia al
magnífico historiador Michael Bulreigh, uno de los conservadores de la
basílica, unos 37.000 cadáveres enterrados en diferentes nichos. Unos 20.000 de
la parte vencedora o llamada nacional y otros 17.000 de la republicana. A este
ritmo de frenética actitud por encontrar e identificar cadáveres de hace
setenta años, supongo, así, a ojo de buen cubero, que tardaríamos siete
generaciones en determinar las identidades de los muertos que reposan en el
Valle de los Caídos. Garzón, aunque quiera cumplir los años de Francisco Ayala,
estaría ya compartiendo la suerte de todos aquellos que se fueron entonces,
antes y después. Habría quien fuera a ponerle flores al cementerio civil de
Madrid o de su pueblo natal de Jaén. Pero serían familiares. Aunque a él se le
antojen auténticos cortejos públicos. Mientras, nuestra Policía y nuestra
administración de Justicia, peor pagadas que un fontanero albanés un poco
espabilado, estarían dedicadas plenamente a identificar los huesecitos de
nuestros antepasados muertos. Y tendrían los investigadores que hacerles un
análisis de ADN exhaustivo para saber sí eran huesos del bando bueno o del
bando malo, porque en el caso de que fueran del segundo, los meterían en unos
cubos y los dejarían secarse aun más de lo que ya están en alguna estantería de
un almacén municipal. Es la justicia histórica de algunos de los revanchistas de
este país. O la conjura de todas las mamarrachadas, que habría dicho algún
anglosajón con buen criterio. Mientras, al juez especialista en huesecitos con
historia se le escapan unos señores muy vivos que hacen grandes negocios
intoxicando a la gente. Y a la Policía de Sevilla se le evaporan unos kilos de
cocaína estupendos que quizás hayan comercializado amigos de los evadidos por
despiste judicial. Mientras, los huesecitos de una niña muerta en Sevilla hace
sólo seis meses siguen sin aparecer y los autores materiales de su muerte
podrían estar en la calle, coqueteando con nuestras hijas, dentro de muy poco
tiempo. Desde luego todavía jóvenes, chulitos y crecidos. Los padres de la niña
sevillana no entienden ya nada pese a haber sido ejemplo de sentido común y
templanza. Pero nuestro problema fundamental radica en saber si siete de los
37.000 cadáveres que hay en el Valle de los Caídos o tres osamentas de las
decenas de miles de víctimas «paseadas» por uno u otro bando de este país
cainita, son buenos o malos. Dan ganas de salir corriendo.
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