Por ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una autentica historia de guerra nunca es moral. No
instruye, ni alienta la virtud, ni sugiere modelos de comportamiento, ni impide
que los hombres hagan las cosas que siempre hicieron. Si una historia de guerra
parece moral, no la creáis.
Tim O'Brian: Las
cosas que llevaban los hombres que lucharon.
EL PUENTE DE
BIJELO POLJE
ARRODILLADO EN LA CUNETA, MÁRQUEZ TOMÓ FOCO EN la nariz
del cadáver antes de abrir a plano general. Tenía el ojo derecho pegado al
visor de la Betacam, y el izquierdo entornado, entre las espirales de humo del
cigarrillo que conservaba a un lado de la boca. Siempre que podía, Márquez
tomaba foco en cosas quietas antes de hacer un plano, y aquel muerto estaba
perfectamente quieto. En realidad no hay nada tan quieto como los muertos.
Cuando tenía que hacerle un plano a uno, Márquez siempre
accionaba el zoom para enfocar a partir de la nariz.
Era una costumbre como otra cualquiera, igual que las
maquilladoras de estudio empiezan siempre por la misma ceja. En Torrespaña eran
famosas las tomas de foco de Márquez; los montadores de video, que suelen ser
callados y cínicos como las putas viejas, se las mostraban unos a otros al
editar en las cabinas. No te pierdas esta, etcétera. Junto a ellos, los
redactores becarios palidecían en silencio. No siempre los muertos tienen
nariz.
Aquel tenía nariz, y Barles dejo de observar a Márquez
para echarle otro vistazo. El muerto estaba boca arriba, en la cuneta, a unos
cincuenta metros del puente. No lo habían visto morir, porque cuando llegaron
ya estaba allí; pero le calculaban tres o cuatro horas: sin duda uno de los
morteros que de vez en cuando disparaban desde el otro lado del rió, tras el
recodo de la carretera y los árboles entre los que ardía Bijelo Polje. Era un
HVO, un javeo croata joven, rubio, grande, con los ojos ni abiertos ni cerrados
y la cara y el uniforme mimetizado cubiertos de polvillo claro. Barles hizo una
mueca. Las bombas siempre levantan polvo y luego te lo dejan por encima cuando
estas muerto, porque ya no se preocupa nadie de sacudírtelo. Las bombas
levantan polvo y gravilla y metralla, y luego te matan y te quedas como aquel
soldado croata, más solo que la una, en la cuneta de la carretera, junto al
puente de Bijelo Polje.
Porque los muertos además de quietos están solos, y no
hay nada tan solo como un muerto. Eso es lo que pensaba Barles mientras Márquez
terminaba de hacer su plano.
Dio unos pasos
por la carretera, en dirección al puente. El paisaje habría sido apacible de no
ser por los tejados en llamas entre los árboles del otro lado del río, y la
humareda negra suspendida entre cielo y tierra. A este lado había un talud que
bajaba hasta la linde de un bosque, unos campos anegados a la izquierda, y la
carretera que hacía una curva cien metros más allá, junto a la granja donde
estaba el Nissan. En cuanto al puente, consistía en una antigua estructura
metálica milagrosamente intacta después de tres años de guerra, de esas que
tienen dos grandes arcos de acero para sostener la pasarela. A Barles le
recordaba uno semejante, de hojaláta, que tuvo de niño, con la vía férrea de un
tren eléctrico.
Durante toda la
mañana habían estado pasando por el puente refugiados que huían del avance
musulmán hacia Bijelo Polje: primero coches cargados de gente con maletas y
bultos; luego carros tirados por caballos, con críos sucios y asustados; por
fin, tras los últimos civiles que huían a pie, soldados exhaustos con la mirada
distante, perdida, de aquellos a quienes ya da igual ir hacia adelante que
hacia atrás. Al cabo, un último grupo: tres o cuatro javeos corriendo. Después,
otro que sostenía a un herido que cojeaba. Por fin un hombre solo, sin duda un
oficial que se había arrancado las insignias, con el Kalashnikov y dos
cargadores vacíos en la mano izquierda. Márquez los grabo a todos mientras
pasaban, y al ver la TVE pegada en la cámara el oficial lo insulto en croata:
Ti-Vi-Ei Yebenti mater, me calzo a vuestra madre, en traducción libre. En el
norte de Bosnia los javeos ya no hacían la uve de la victoria ni daban
palmaditas en la espalda a los cámaras de televisión. Eso era viejo de tres
años atrás, cuando Vukovar y Osijek y todo aquello; cuando los croatas aún eran
los buenos, los agredidos, y los serbios el único malo de la película. Ahora al
que más y al que menos le habían partido la boca, las fosas comunes se
desenterraban en todos los bandos y cada cual tenía cosas que ocultar.
Yebenti mater o yebenti maiku, la versión solo difería
según quien te mentara a la madre. A medida que las guerras se hacen largas y a
la gente se le pudre el alma, los periodistas caen menos simpáticos. De ser
quien te saca en la tele para que te vea la novia, te conviertes en testigo
molesto. Yeventi mater.
Barles se detuvo
a veinte metros del puente: una distancia prudencial desde la que podía
distinguir los cajones de pentrita adosados a los pilares, y las botellas de
butano que reforzaban el explosivo. Los cables detonadores bajaban por el talud
hasta la linde del bosque, donde habían visto retirarse a los zapadores javeos
después de instalar las cargas. No podía verlos pero estaban allí, esperando el
momento de hacerlo saltar. En el cuartel general de Cerno Polje, a pesar de su
renuencia a pronunciar la palabra retirada, un comandante le había explicado lo
básico del asunto:
-Sobre todo no crucen el puente. Se exponen a quedarse
al otro lado.
Era lo que ellos llamaban territorio comanche en jerga
del oficio. Para un reportero en una guerra, ese es el lugar donde el instinto
dice que pares el coche y des media vuelta. El lugar donde los caminos están
desiertos y las casas son ruinas chamuscadas; donde siempre parece a punto de
anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo
lejos, mientras escuchas el ruido de tus pasos sobre los cristales rotos. El
suelo de las guerras esta siempre cubierto de cristales rotos. Territorio
comanche es allí donde los oyes crujir bajo tus botas, y aunque no ves a nadie
sabes que te están mirando. Donde no ves los fusiles, pero los fusiles sí te
ven a tí.
Barles observo
de nuevo el otro lado del río, los árboles que ocultaban Bijelo Polje, y se
pregunto qué tipo de blanco ofrecía en ese momento, y para quién. En cuanto
asomase tras la curva el primer tanque o los primeros soldados de la Armija,
los zapadores del bosque bajarían la palanca detonadora antes de salir
corriendo.
La idea, supuso, era mantener el puente hasta el último
momento, por si alguno de los desgraciados que resistían en el pueblo alcanzaba
el río. Aún se les oía disparar los últimos cartuchos entre los tejados en
llamas.
Por un momento los imaginó rompiendo tabiques para huir
de una casa a otra, arrastrando heridos que dejaban rastros de sangre sobre el
yeso desmenuzado y los escombros del suelo. Enloquecidos por el miedo y la
desesperación. Según el Sony ICF de onda corta y la BBC, en un pueblo vecino la
Armija había descubierto una fosa con cincuenta y dos cadáveres de musulmanes
maniatados. Y cincuenta y dos cadáveres puestos en fila hacen una fila muy
larga. Además, tienen familia: hermanos, hijos, primos. Tienen gente que los
echa de menos y al verlos allí, uno detrás de otro y recién desenterrados, se
lo toma a mal. Por eso en Bijelo Polje la Armija perdía poco tiempo en hacer
prisioneros.
Barles soltó una risita atravesada y lúgubre, para sus
adentros. Quien hubiera bautizado aquello como limpieza étnica, no tenía la
menor idea. La limpieza étnica podía considerarse cualquier cosa menos limpia.
Escuchó la
salida de un mortero de 60 Mm. situado en las afueras del pueblo, a un
kilómetro del puente, y miro alrededor en busca de un lugar donde ponerse a
cubierto. Disponía de unos veinte segundos hasta la llegada, si es que venía en
esa dirección, así que decidió olvidarse del casco de kevlar, que estaba en el
suelo demasiado lejos, junto a Márquez. Anduvo sin apresurarse demasiado hasta
el talud y se tumbo en el boca abajo, observando a su compañero que, aún
arrodillado junto al muerto, también había oído el mortero y miraba al cielo
como esperando verlo venir.
Eran muchos años juntos en muchas guerras, así que
Barles supo en el acto lo que ocupaba la atención del cámara. Resulta muy
difícil filmar el impacto de una bomba, pues nunca sabes exactamente donde va a
caer. En las guerras las bombas te caen de cualquier modo, con las leyes del
azar sumadas a las leyes de la balística. No hay nada mas caprichoso que una
granada de mortero disparada al buen tuntún, y uno puede pasarse la vida
filmando a diestro y siniestro en mitad de los bombardeos sin conseguir un
plano que merezca la pena. Es como encuadrar a los soldados en combate; nunca
sabes a quien le van a dar, y cuando lo consigues resulta pura casualidad, como
lo de Enrique del Viso en Beirut, en el 89. Estaba filmando a un grupo de
chiítas cuando una ráfaga se coló en el parapeto y hubo bingo.
después, el ralentizado mostró las trazadoras de color
naranja al rozar la cámara, un Amal con cara de pasmo llevándose la mano al
pecho mientras soltaba el arma, la cara desencajada de Barles, su boca abierta
en un grito: filma, filma, filma. Y es que la gente cree que uno llega a la
guerra, consigue la foto y ya esta. Pero los tiros y las bombas hacen
bang-zaca-bum y vete tú a saber.
Por eso Barles vio que Márquez, todavía arrodillado, se
echaba al hombro la Betacam y se ponía a grabar otra vez al muerto. Si el
impacto caía cerca, haría un rápido movimiento en panorámica desde su rostro a
la humareda de la explosión, antes de que esta se disipase.
Barles confió en que al menos una de las pistas de
sonido de la cámara estuviese en posición manual. En automático, el filtro
amortigua el ruido de los tiros y las bombas, y entonces suenan falsos y
apagados, como en el cine.
La granada de
mortero cayó lejos, en la linde del bosque, y Barles disfruto mucho al imaginar
el susto de los zapadores. Márquez no se había movido durante la explosión,
excepto el arco de panorámica con la cámara, que se perdió en el vació. Ahora
se levantó despacio y vino hasta el lugar donde seguía tumbado Barles. Una vez,
haciendo lo mismo que Márquez, a la caza de una explosión, a Miguel de la
Fuente le cayó encima toda la metralla de un mortero serbio en Sarajevo.
Metralla y gravilla, el asíalto de medía calle.
Lo salvaron el chaleco antibalas y el casco, y cuando se
agacho para coger un trozo grande de metralla como recuerdo de lo cerca que la
tuvo, el metal le quemo la mano. Durante la época dura, en Sarajevo, a eso lo
llamaban ir de shopping. Se ponían el casco y los chalecos y se pegaban a una
pared en la ciudad vieja, a oírlas venir. Cuando alguna caía cerca, iban
corriendo y grababan la humareda, las llamas, los escombros. Los voluntarios
sacando a las victimas. A Márquez no le gustaba que Barles ayudase a los
equipos de rescate porque se metía en cuadro y estropeaba el plano.
-Hazte
enfermera, cabrón.
A Márquez las lágrimas no le dejaban enfocar bien, por
eso no lloraba nunca cuando sacaban de los escombros niños con la cabeza
aplastada, aunque después pasara horas sentado en un rincón, sin abrir la boca.
Paco Custodio si lloró una vez en la morgue de Sarajevo, uno de esos días con
veinte o treinta muertos y medio centenar de heridos; de pronto dejó la cámara
y se puso a llorar al cabo de mes y medio aguantando aquello sin pestañear.
Después se fue a Madrid y vino otro cámara, que tras su primer niño
descuartizado por un mortero se emborrachó y dijo que pasaba de todo. Así que
Miguel de la Fuente cogió la Betacam y a el le cayó encima la grava y la
metralla cuando hacía shopping en Dobrinja, que era un barrio de Sarajevo donde
te disparaban a la ida, a la vuelta y durante, y donde los muros del edificio
en mejor estado medían metro y medio de alto. Miguel era un tipo duro, y
también Custodio lo era, como lo habían sido Josemi Díaz Gil en Kuwait,
Salvador y Bucarest, o Del Viso en Beirut, Kabul, Jorramchar o Managua. Todos
eran tipos duros, pero Márquez era el más duro de todos. Barles pensaba eso
mientras lo veía acercarse cojeando. Márquez cojeaba desde quince años atrás,
cuando iba con Miguel de la Cuadra y se cayó por un precipicio con dos eritreos
una noche sin luna, cerca de Asmara. Los dos guerrilleros murieron y el estuvo
medio año parapléjico, en un hospital, con la columna vertebral hecha un
sonajero, sin mover las piernas y cagándose en los pantalones del pijama. Había
salido adelante a base de voluntad y redaños, cuando nadie daba un duro por el.
Ahora, cada vez que aparecía en la redacción, la gente se apartaba y lo miraba
en silencio. No es que Márquez fuese a la guerra. Sus imágenes eran la guerra.
-Me perdí la
bomba.
-Lo he visto.
-Cayó demasiado
lejos.
-Mas vale demasiado
lejos que demasiado cerca.
Era uno de los
principios básicos del oficio, como también lo era aquello de mejor te toque a
ti que a mi.
Márquez asentía despacio. El eterno dilema en territorio
comanche es que demasiado lejos no consigues la imagen, y demasiado cerca no te
queda salud para contarlo. Y lo malo de hacer shopping con morteros no es que
te caigan demasiado cerca, sino encima. Márquez había dejado la cámara en el
suelo y estaba en cuclillas junto a Barles, mirando el puente con los ojos entornados.
Le fastidiaba que Barles o cualquier otro se le metiera en cuadro mientras
grababa niños muertos entre ruinas, aunque a veces, cuando ya no podía mas,
dejaba la cámara en el suelo y también se ponía a remover escombros; pero solo
cuando tenía suficiente imagen para minuto y medio en el Telediario. Márquez
era rubio, pequeño y duro, con los ojos claros, y las tías lo encontraban
atractivo. Algunos decían que se tiro a la Niña Rodicio durante el bombardeo de
Bagdad, pero eso era una estupidez. Durante un bombardeo y con una cámara en la
mano, Márquez no le habría dicho ojos negros tienes ni a Oriana Fallaci en sus
buenos tiempos, cuando Méjico, Saigón y todo eso. Y la Niña Rodicio no era
precisamente Oriana Fallaci.
-Quiero ese
puente -dijo Márquez con su voz áspera, de carraca vieja.
Ambos lo
querían, pero sobre todo él. Esa era la razón de que permanecieran allí en
lugar de largarse con todo el mundo, a pesar de lo tarde que era: menos de tres
horas para la segunda edición del Telediario, y aún había de por medio
cincuenta minutos de viaje por malas carreteras hasta el punto de emisión. Pero
Márquez deseaba ese puente, y Márquez era un tipo testarudo.
Casi nunca se ponía el chaleco antibalas ni el casco
porque le molestaban para trabajar con la cámara. A diario tenían broncas al
respecto.
-No es que me
importe mucho -matizaba Barles-.
Pero si te dan, me quedo sin cámara.
Como venganza,
Márquez lo hacia situarse para las entradillas en lugares difíciles, donde
cuesta concentrarse mientras uno habla ante el micrófono porque esta mas atento
a lo que puede llegar que a lo que dice.
Estamos aquí, en bang, bang. Espera, que empiezo de
nuevo. Estamos aquí. Vaya, ahora no tiran esos cabrones. Estamos aquí, bang,
bang. -Ha valido...? Tres años antes, en Borovo Naselje, Márquez lo tuvo cinco
minutos de pie y al descubierto a cien metros de las líneas serbias, haciéndole
repetir tres veces una entradilla que, por otra parte, a la primera había
quedado absolutamente correcta. Jadranka, la interprete croata, les hizo una
foto a la vuelta: el camino lleno de escombros, un tanque serbio despanzurrado
al fondo, Barles discutiendo con cara de pocos amigos y a su lado Márquez, la
cámara al hombro, partiéndose de risa. De todos modos, les gustaba trabajar
juntos. Ambos compartían el gusto por aquella forma de vida, y cierto sentido
del humor rudo, introvertido y acre.
Las entradillas.
El problema de la tele es que no puede contarse la guerra desde el hotel, sino
que es preciso ir allí donde ocurren las cosas. Uno llega, se pone ante la
Betacam con plano medio y el aire a su derecha y empieza a largar. Cuando hay
tiros y mucho raas-zaca-bum-bum las entradillas quedan vistosas; lo que pasa es
que muchas veces aquello no vale para nada, por el ruido. Y cuando sueltas un
taco a la mitad, o sea, estas diciendo algo así como esta mañana la situación
se ha deteriorado mucho en el sector de Vitez, y suena un cebollazo cerca,
raaca-bum, y en vez de decir en el sector de Vitez dices en el sector de me
cago en su puta madre, pues entonces tampoco vale y hay que repetir.
Otras veces te quedas en blanco, te quedas mirando la
cámara como un imbécil incapaz de articular palabra, porque cuanto ibas a decir
se borra de tu cabeza como si te acabaran de formatear el disco duro. Y después
llegas a la retaguardia, o a Madrid, y siempre hay un imbécil que pregunta si
los tiros eran de verdad, y tú no sabes si tomártelo a broma o romperle los
cuernos. Una vez, Miguel González, de El País, afirmó delante de Márquez que
sabia de buena tinta que Barles pagaba para que los soldados disparasen durante
sus entradillas, como si en la guerra hubiese que pagar para que la gente pegue
tiros. Puesto que era de los que sólo van a la guerra de visita, Miguel
González ignoraba que Márquez solía trabajar con Barles; así que lo mas suave
que se oyó llamar en esa ocasión fue algo del estilo perfecto capullo. También
pagamos a los heridos para que se dejen herir, y a los muertos para que se
dejen matar, le dijo Márquez. Con la American Express. Así que vete a mamarla.
A Parla.
Y es que la
antigua Yugoslavia estaba llena de domingueros. Los cascos azules españoles los
llamaban japoneses porque llegaban, se hacían una foto y se iban lo antes
posible. Por Bosnia pasaban de todo pelaje y procedencia: parlamentarios, intelectuales,
ministros, presidentes del Gobierno, periodistas con mucha prisa y sopladores
de vidrio en general, que a su regreso a la civilización organizaban conciertos
de solidaridad, daban conferencias de prensa e incluso escribían libros para
explicarle al mundo las claves profundas del conflicto.
Hasta el humorista Pedro Ruiz había estado en Sarajevo
con chaleco antibalas y aspecto osado. Por termino medio aquellas excursiones
bélicas oscilaban entre uno y tres días, pero a toda esta gente le bastaba eso
para captar lo esencial del asunto. Uno llegaba de Mostar, o Sarajevo, sucio
como un cerdo, y al bajarse del Nissan blindado se los encontraba en los
vestíbulos de los hoteles de Medugorje o Split, con chaleco antibalas y casco y
expresión intrépida, arriesgando la vida a cincuenta o doscientos kilómetros
del tiro mas cercano.
Barles recordaba, en sus pesadillas, a la defensora del
pueblo, Margarita Retuerto, vestida de casco azul de la señorita Pepis,
diciendo feliz Navidad y yupi-yupi chicos, ojalá volváis pronto a casa, mientras algún legionario grifota le
gritaba, desde el fondo de las filas, que todavía estaba buena. O la decepción
de un viejo amigo, Paco Lobatón, aquella vez que montó un Quien sabe dónde en
Bosnia, cuando oyó a Barles explicarle que los disparos que había escuchado
toda la noche eran tiros al aire de los croatas borrachos de rakia que
celebraban la Nochebuena, y que la guerra de verdad estaba cincuenta kilómetros
al norte, en Mostar. Lugar al que, por cierto, Paco no mostró deseos de
desplazarse en absoluto.
Entre los
domingueros de la guerra había también militares de alta graduación que se
dejaban caer por allí en visita de inspección del tipo hola que tal, chavales,
y todo eso. En Bosnia se les reconocía en el acto por la cámara de fotos, el
aire paternal, y sobre todo por el uniforme, casco y chaleco antimetralla
impecablemente limpios y nuevos. Eran los que se ponían de pie en las
trincheras para que les explicasen dónde estaba el enemigo, o pisaban
concienzudamente todas las cunetas y caminos de tierra por si quedaba allí
alguna mina sin estallar. Una vez, en los puentes de Bijela, al blindado en que
iban Márquez y Barles le pegaron dos tiros de francotirador por culpa de un
teniente coronel español, que se empeñó en parar a hacerse una foto. Sonaron
clang y clang, y el fino estratega aún preguntaba si les estaban disparando a
ellos. Aquel día iba de conductor el hijo del presidente de Cantabria,
Hormaechea, que andaba por Bosnia de voluntario, y Márquez y Barles lo oyeron
maldecir en arameo de los tenientes coroneles y de la madre que los parió,
mientras el capitán Vargas, un guerrillero duro y tranquilo, cubría al coronel
con el Cetme en la mano y Márquez tenía la cámara lista por si al dominguero le
daban de una puñetera vez el chinazo que se andaba buscando.
-Se parece a
Sexsymbol -comentó Márquez, señalando el cadáver de la cuneta.
Era verdad. El
soldado muerto tenía las facciones idénticas a otro que, semanas atrás, los
acompañó por los maizales de Vitez para que lo filmaran airándole con un RPG-7
a un carro blindado. Era, como éste, bien parecido igual que un actor de cine,
y lo apodaron Sexsymbol. De camino por los maizales, y para sobresalto de
ambos, el tipo había pisado una mina que no estalló porque se trataba de una TMB,
una antitanque rusa que necesita 180 kilos de presión para decir aquí estoy.
Pero Sexsymbol no podía ser el muerto de la cuneta por dos razones obvias: este
era croata y aquel de la Armija musulmana. Además, Sexsymbol pisó, al día
siguiente del episodio del maizal, una segunda mina: esta vez contra-personal,
sólo 9 kilos de presión para estallar, cosa que por supuesto hizo apenas le
puso la bota encima. Los hay que nacen para pisar minas, y lo de Sexsymbol
resultaba evidente predestinación: era un pisador de minas nato.
Pero es que
además las minas tienen muy mala leche. En cuanto a reporteros, mataron a
Dickie Chapelle y a Robert Capa, entre otros muchos. Precisamente el primer
muerto de mina visto por Barles fue un periodista, durante la guerra turco-chipriota
de 1974; aquella en que Aglae Masini le echó un polvo a Glefkos, del Times, en
un bungalow junto al tanque que disparaba en la piscina del Ledra Palace de
Nicosia. Aglae había perdido un brazo siendo guerrillera tupamara antes de
convertirse en corresponsal de Pueblo, pero se apañaba muy bien con el otro.
Era guapa, valiente, bebía como un cosaco, y fue toda una leyenda en el
Mediterráneo Oriental en la década de los 70, hasta el punto de que Volk
Schlondorff se inspiró en ella para el personaje interpretado por Hanna
Schygulla en su película sobre la guerra del Líbano. Respecto al fulano de la
mina en Chipre, se llamaba Ted Stanford, se había bajado a mear en la carretera
de Famagusta y la pisó justo cuando se abría la bragueta. Uno de sus zapatos fue
dando vueltas por el aire, y Barles, que entonces tenía veintidós años y estaba
en su primera guerra, se recordaba a si mismo con el zapato en la mano, sin
saber que hacer con el.
-Mortero-anunció
Márquez. Después, protegiendo la cámara, se tumbó en el talud.
Barles no había
oído esta vez el tump de salida, pero se fiaba más de Márquez que de si mismo.
En Jablanica, después de una semana con los cascos azules españoles, lo veía
detectar la salida de disparos de artillería a varios kilómetros de distancia
por la vibración de los cristales; estaban en un valle, los proyectiles eran
subsónicos y la onda del disparo llegaba cuatro o cinco segundos antes que el
proyectil, dándoles tiempo a tirarse al suelo.
Márquez siempre era muy útil para ese tipo de cosas;
como una vez, cerca de Vukovar, cuando averiguó que un camino estaba minado
porque la hierba ya no se veía aplastada por las ruedas de los vehículos. O
aquella otra en las afueras de Osijek: caminaban uno a cada lado de una calle
desierta, cerca de la línea de frente, y de pronto Márquez se detuvo, miró
hacia un edificio que había delante y le gritó a Barles aquello de estamos
fritos, colega, y el francotirador les disparó justo cuando acababan de
guarecerse cada uno en un portal.
Esta vez la
granada de mortero vino mas cerca, junto a un pilar del puente, levantando un
surtidor de agua. Márquez miró con atención la linde del bosque, se cerró el
chaleco antibalas que llevaba abierto y puso una mano sobre la cámara. Tanto el
como Barles sabían lo que los morteros anunciaban: los musulmanes despejaban
los alrededores antes de intentar cruzarlo. Pero los zapadores javeos lo harían
saltar antes, en cuanto tuviesen la certeza de que ningún rezagado estaba en
condiciones de ponerse a salvo por la pasarela metálica. De hecho, sorprendía
que no lo hubiesen volado ya.
En realidad
ellos estaban allí, tumbados en el talud, a causa de aquel puente. Llevaban
tres años trabajando en la antigua Yugoslavia y habían reunido una bonita
colección de cromos sobre puentes intactos o destruidos: Mostar, Caplina,
Bijela, Vukovar, Dubica, Petrinja.
Los habían grabado en video de todos los colores,
materiales y tamaños, a veces cruzándolos a la carrera, ida y vuelta en el
mismo día, entre refugiados y bombazos, con los serbios, los javeos o la Armija
pisándoles los talones. Tenían puentes a mantas. Toda la maldita Bosnia, por
ejemplo, estaba llena de ríos y de estructuras de acero u hormigón que servían
para cruzarlos.
Mas para ambos, y sobre todo para Márquez, el puente de
Bijelo Polje era algo especial. Como solían decir, aquel era un puente de pata
negra.
MUCHO TANQUE,
TUTTO KAPUTT
La obsesión de Márquez con los puentes venía de tres
años atrás, otoño de 1991, cuando el de Petrinja se le escapó por muy poco y
Christiane Amanpour, de la CNN, llegó tarde a la guerra. Márquez tenía docenas
de puentes intactos y destruidos, pero nunca en el momento de volar por los
aires. Ningún cámara profesional lo había logrado aún en la ex Yugoslavia.
Grabar un puente en el momento en que dice adiós muy buenas parece fácil, pero
no lo es. Para empezar, hay que estar allí. Eso no siempre es posible, y además
la gente no va pregonando que se dispone a volar tal o cual cosa.
Simplemente pone unas cargas, lo vuela y ya está. Por
otra parte, aunque uno esté al corriente de que se prepara la voladura, o lo
sospeche, hay que tener una cámara en la mano y grabar mientras se produce el
evento. O sea, que además de estar allí, es necesario estar allí filmando. Y
hay cantidad de pegas que pueden impedirle a uno filmar. Que te disparen, por
ejemplo.
O que caigan tantas bombas que nadie sea capaz de
levantar la cabeza. O que los soldados que se ocupan del asunto no te dejen
grabar. También, según la conocida ley de Murphy -la tostada siempre cae al
suelo por el lado de la mantequilla-, la voladura del puente, como la mayor
parte de las cosas que ocurren en una guerra, se produce justo cuando tienes la
cámara apagada, o estas cambiando la cinta, o has ido un momento al coche
porque se agotaron las baterías, o te estas abriendo la bragueta como Ted
Stanford. Sí. El amigo Murphy es compañero habitual de los reporteros en zona
de guerra. A menudo se refieren a él, incluso, como un miembro más del equipo.
También su madre es muy popular.
-¿Cómo vas de
baterías? -preguntó Barles.
Márquez miró el
indicador e hizo un gesto afirmativo. Había suficiente si las cosas no se
prolongaban demasiado. No iba a correr el riesgo de apagar la Betacam, pues en
tal caso la voladura podía llegar antes de que transcurriesen los ocho segundos
necesarios para que la cámara estuviese de nuevo en servicio. Al otro lado de
la carretera, en la cuneta junto al cadáver que se parecía a Sexsymbol, estaban
el casco y la mochila de Barles con una batería y una cinta de recambio, además
del micrófono para hacer entradillas. En principio debía bastar con eso, aunque
guardaban mas material en el Nissan aparcado tras la granja de la carretera.
Los equipos de televisión se mueven por el mundo con una endiablada cantidad de
material a cuestas; eso incomoda mucho, sobre todo a la hora de salir
corriendo. Así que Barles añoraba a menudo sus doce años como enviado especial
del diario Pueblo, cuando un saco de dormir y una bolsa colgada al hombro
bastaban para tres meses en Oriente Medio o en Africa.
Vio que Márquez
se acomodaba en el talud, situando la cámara de forma que cubriese bien el
puente mientras hacía pruebas con el ojo pegado al visor.
Zoom hacia adelante y hacia atrás, y panorámicas de
izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Después se recostó un poco
mirando alrededor, y Barles comprendió que calculaba la trayectoria de los
escombros cuando el puente saltara por los aires.
-Demasiado
cerca-dijo Márquez.
Retrocedieron
diez metros a lo largo del talud y se tumbaron de nuevo. Márquez hizo nuevas
pruebas con la cámara y pareció satisfecho. Ahora el fuego de fusilería sonaba
más débil hacia Bijelo Polje.
Tres años antes,
en Petrinja, Márquez había estado a punto de tener su puente. Lo cruzaron a la
ida, llegando al pueblo en plena ofensiva serbia, con los últimos defensores
croatas derrumbándose ante los tanques del ejército federal yugoslavo. Barles
estaba en mitad de la calle principal haciendo su entradilla, algo improvisado
del tipo Petrinja esta a punto de caer, etcétera, cuando apareció un pequeño
grupo de croatas en fuga. Uno de ellos, gordito, con un casco de bombero y un
fusil de caza, se detuvo ante la cámara, farfullando en mal italiano:
-Mucho tanque, tutto kaput. Nema soldati y nema nada. Io
sono el último y me largo.
Había dicho eso
de modo casi literal. Entonces un tanque serbio apareció al extremo de la
avenida, y Márquez, de pie en mitad de la calle, filmó las balas trazadoras que
pasaban entre sus piernas hasta acertarle a un fulano que, tumbado en el suelo
con un RPG-7 en las maños, intentaba darle al tanque. Después todo fueron
carreras y confusión, el herido desangrándose en el suelo, Barles entrando en
cuadro -hazte enfermera, cabrón- para taponarle la herida, un cañonazo a
bocajarro y todos, incluyendo el herido que saltaba a la pata coja, salieron de
cuadro mientras Márquez, que había empezado con una toma de foco en corto sobre
el muslo atravesado, se limitaba a abrir, impasible, a plano general. Horas
después aquellas imágenes iban a dar la vuelta al mundo, y TVE las estuvo
utilizando casi un año como reclamo publicitario de sus servicios informativos;
pero en aquel momento, a Márquez y a Barles los servicios informativos les
importaban un carajo. Así que lo que hicieron fue salir corriendo con los demás
hasta el puente, con el tanque detrás, y Barles solo recordaba haber corrido
tanto en 1982, ante los Merkava judíos que remontaban la carretera de la costa
entre Sidón y Beirut, aquella vez que Manu Leguineche creyó que se lo habían
cargado y andaba preguntando por los hospitales si había allí un sahafi espani,
un español al que le hubieran dado matarile.
Pero desde la carretera de Sidón habían pasado diez
años, y ahora Barles y Márquez y el propio Manu gozaban de peores piernas que
entonces. Así que llegaron sin aliento al otro lado del puente de Petrinja, que
tenía preparada dinamita como para volar la catedral de Zagreb. Y fué entonces
cuando Márquez se tumbó, preparando la cámara.
-Quiero este
puente-dijo.
Pero no lo tuvo
nunca. La voladura se retrasaba y se hacía tarde para la emisión del
Telediario. Veinte minutos después tuvieron que retirarse con el puente
intacto, justo cuando llegaban Christiane Amanpour y Rust, el cámara de la CNN,
un tipo grandullón, tranquilo y amable que había sido marine en Vietnam.
-Os jodeis, que
ya no queda guerra -les dijo Márquez. Y era cierto. Barles y el habían sido el
único equipo testigo de la retirada de Petrinja. Christiane y Rust volvieron
con ellos a Zagreb y consiguieron que les cediesen algunos planos a cambio de
montaje en sus equipos de edición del hotel Intercontinental. Rust era un buen
tipo, y después, durante las aburridas veladas del Holiday Inn, en Sarajevo,
citaba a menudo, festivo, las palabras de Márquez: -Ya no queda guerra-decía,
partiéndose de risa al recordar.
También
Christiane Amanpour recordaba aquel episodio entre whisky y whisky, a la luz de
las velas en Sarajevo, mientras la artillería serbia sacudía afuera y Paul
Marchand intentaba, sin éxito, llevársela a la cama. Marchand era un
independiente que trabajaba para varias radios francesas. De todos ellos fue el
que mas tiempo vivió en la capital bosnia; conocía todos los chanchullos del
mercado negro e iba de un lado a otro con un viejo coche agujereado en el que
había escrito: No te molestes en dispararme. Soy invulnerable. Pero no lo era.
A finales del 93, una bala de 12.7 le pulverizó los huesos de medio brazo. La
mejor definición del asunto correspondió a Xavier Gautier, de Le Figaro.
Según Gautier, el cubito y el radio de Marchand parecían
sémola de hacer cuscus.
En cuanto al
puente de Petrinja, fue volado, en efecto, aquel mismo día, dos horas después
de que Márquez le dijese a Christiane y a Rust que ya no quedaba guerra; pero
no había allí ninguna cámara para inmortalizar el momento. Márquez jamás se lo
perdonó a si mismo, y desde entonces siempre andaba buscando un puente que
filmar mientras lo volaban. Aquello se había convertido para el en una
obsesión, como cuando en Bagdad se subía a un piso alto del hotel Rachid y
pasaba horas al acecho para filmar el paso de un misil de crucero Tomahawk.
Después le daba igual que la imagen se emitiera o no, porque el suyo era simple
impulso de cazador: lo que necesitaba era tenerlo.
El tiempo
transcurría despacio. Barles le echó un vistazo al indicador de batería de la
Betacam y se puso en pie.
-Voy a buscar mi
mochila -dijo.
Cruzó la
carretera con el oído atento, procurando no recortarse demasiado quieto ni
demasiado tiempo sobre el talud. Sin duda ya habría soldados de la Armija
tomando posiciones al otro lado del rió. El sol estaba muy alto y el chaleco
antibalas resultaba caluroso y pesado, pero no se decidía a quitárselo; bastaba
aquello para que cualquier francotirador desocupado se animara a darle la razón
al viejo Murphy: cuando una tostada, etcétera. Si en la guerra algo puede salir
mal, sale mal.
La suerte,
pensó. Buena suerte es que el general Loan le pegue un tiro en la cabeza a un
vietcong el día del Tet, y no ser tu el vietcong, sino el fotógrafo, y que todo
pase justo delante de tu cámara. O estar filmando a Bill Stuart en Nicaragua
justo cuando el somocista le dice que se ponga de rodillas y va y le pega un
tiro.
Buena suerte es estar haciendo fotos en Sarajevo y que
la bala te atraviese la garganta sin tocar órganos vitales, como a Antoine
Gyori, o saltar con un Warrior sobre una mina, como Corinne Dufka, y que mueran
todos menos tu. Mala suerte es, tal vez, equivocarte de carretera, como Gilles
Caron en el Pico del Pato, o como aquel equipo de la NBC que se bajó en Sidón
del coche con la funda del trípode y el artillero del Merkava israelí se creyó
que llevaban un misil. Mala suerte es, también, que te maten como a Cornelius
en El Salvador, cuando estas enamorado de la chica que es tu ayudante de
sonido, o palmar en un accidente de coche como Alaiz, cuando has estado en
treinta guerras sin un rasguño. Más a pesar de todo eso, aunque la mala suerte
exista, muy pocos reporteros veteranos creen de verdad en ella. En la guerra,
las cosas suelen discurrir mas bien según la ley de las probabilidades: tanto va
el cántaro a la fuente que al final hace bang. En sitios Así pueden matarte de
muchas formas, pero básicamente son tres.
La primera
modalidad es cuando sale tu numero, como en la tómbola. Eso es inapelable, y
cuando toca, toca. Sobre la mala suerte desnuda y pura en la salud o el trabajo
no hay nada que decir, sino resignarse a ella.
La prueba viviente era Manuel Ortiz, un fotógrafo
freelanze argentino que se movía por la zona desde el comienzo de la guerra.
Iba sin un dó1ar en el bolsillo, viviendo de prestado a la espera de la gran
foto que le solucionase la vida; pero todos sabían que Manuel nunca haría esa
foto. Tenía una especial habilidad para encontrarse, siempre, en el lugar
equivocado y en el momento equivocado. Cuando en Zagreb, por ejemplo, se rendía
el cuartel Mariscal Tito, el estaba en Sisak, donde la calma en el frente era
absoluta. Por el contrario, cuando acudía a Jasenovac para fotografiar el
avance serbio, los combates se habían desplazado a otro sitio; por ejemplo a
Sisak. La imagen que podía darle a Manuel fama o dinero siempre se producía
cuando había agotado la película, o cuando las cámaras acababan de serle
confiscadas en un control. Pero eso no quiere decir que la tribu de los
enviados especiales rehuyese al argentino, o le hiciera el vació por gafe. Al
contrario, todo el mundo le pagaba gustoso una copa y se interesaba, de paso,
por sus proyectos:
-Dónde vas mañana, Manuel?
-Pues tengo
intención de echar una ojeadita por Pakrac, viste.
Con lo que todos
eliminaban Pakrac de sus itinerarios del día siguiente y se iban a trabajar a
otra parte.
De una u otra forma, con su mala suerte a cuestas,
Manuel llevaba tres años moviéndose por la zona -Vukovar, Sarajevo, Mostar- sin
sufrir un arañazo, cosa que no podía decir todo el mundo. Por ejemplo, el
equipo de la televisión danesa que durante una semana fue la envidia de todos
en el Intercontinental de Zagreb, porque donde iban se liaba y volvían con un
material estupendo. Hasta que, en la barricada de Gorne Radici, se asomaron a
hacer un plano y se bajaron los dos con metralla en el cerebro por no llevar
puesto el casco. Y es que eso de la suerte es algo muy relativo, según y cómo.
Como dijo Manuel cuando le dieron la noticia mientras bebía-de gorra- en el bar
del Explanade, mas vale no hacer ninguna foto que hacer la ultima foto.
Descartado el
factor suerte, Barles sabia muy bien que hay otras dos formas de que te maten
en la guerra.
Una es cuando llevas poco tiempo, y todavía no sabes
moverte bien. A la mitad de los que mueren los matan en el estreno, sin darles
tiempo a aprender trucos útiles como distinguir un disparo de salida de otro de
llegada, moverse por una calle donde hay francotiradores, no recortarse en las
puertas y las ventanas, o saber que cuando hay muchos tiros a la gente se la
refanfinfla que seas periodista o no. O sea, que llegas, te pones a trabajar y
te matan, como a Juantxu Rodriguez en Panamá, o a Jordi Pujol en Sarajevo
cuando hacia fotos con Eric Hauck para el Avui. O como a Alfonso Rojo en
Nicaragua, cuando los somocistas se empeñaron en pegarle un tiro, y se lo
hubieran dado si no se arroja de un camión en marcha mientras lo llevaban, con
las maños atadas a la espalda, camino del paredón. Por aquella época Alfonso se
lo tomó muy a mal, sobre todo porque le decían: Ahora te ponemos los zapatitos
blancos y te vas de viaje, lo que es una evidente falta de respeto cuando estas
a punto de palmarla. Pero los años templan, y Alfonso confesaba no guardarles
ya rencor técnico a los somocistas. Y es que, por mucho que las píen los
domingueros y los cantamañanas, en la guerra a un periodista no lo asesinan
casi nunca: lo matan trabajando en un lugar donde la gente pega tiros, y hay un
barullo muy grande, y anda suelto mucho hijoputa con escopeta que no tiene
tiempo ni ganas de pedirte la documentación. Esas son las reglas del juego, y
Alfonso, y Barles, y Márquez, y Manu, y todas las viejas zorras supervivientes
del oficio, lo sabían mejor que nadie.
En cuanto a que
te maten, la tercera posibilidad, la mas frecuente, es la ley de las
probabilidades. O sea, que al cabo de equis tiempo ya te toca. En Sarajevo, a
finales del 92, todos estaban de acuerdo en que Manucher, el fotógrafo de AFP,
se fue cuando iba a salir su numero. El día antes, mientras bajaba por una
escalera en compañía de unos amigos bosnios, una bomba serbia se habla llevado
media escalera incluidos los amigos, y el se quedó arriba, sobre el ultimo
peldaño intacto, con un pie en alto como el gato Silvestre de los dibujos
animados. Por la tarde, mientras descansaba en su habitación del hotel, se
levantó a por agua justo cuando una esquirla de metralla aterrizaba exactamente
en el centro de su cama. Manucher era francés de origen iraní, y su fatalismo
oriental le daba un valor indiferente y tranquilo; pero recibió la noticia de
que iba a ser relevado con visible alivio, porque -confesó al pie del avión-
tenía la certeza de que ya estaba a punto de sacar papeleta. También Paco
Custodio hizo parecidos cálculos sobre un bloc, muy serio y a la luz de su
linterna Maglite en el Holiday Inn, antes de largarse de Sarajevo. Era el otoño
de 1992, la época de los grandes bombardeos, de las matanzas en las colas del
pan y todo eso, y el promedio venía a ser de un periodista muerto o herido cada
seis días; le habían dado hasta a Martín Bell, de la BBC, mientras su cámara lo
filmaba en directo, y eso era como ir a Roma y darle candela al Sumo Pontífice
en plena audiencia papal. Barles recordaba a Custodio, con su mostacho
británico, mostrándole los garabatos del bloc mientras la luz de la linterna se
le reflejaba en los cristales de las gafas. A + B igual a C. A la gente le toca
al cabo de tantos días, nosotros llevamos aquí cuarenta y cinco con una medía
de doce horas diarias en la calle. Nos han disparado tantos francotiradores y
tantas bombas, luego según estos cálculos ya nos toca a nosotros. Así que
tómate un último whisky y deja que te lo pague yo porque me largo.
Largarse de los
sitios. Lo de Custodio era sentido común, y después de mes y pico de campaña ya
no tenía que demostrarle nada a nadie. Otros no aguantaban tanto, como Miguel
el Manchego en Abu Jaude, Líbano, febrero de 1987, que se comía el tarro
pensando en su hija recién nacida y en cuanto sonaba un tiro se le iba el pulso
de la cámara, tanto que Barles tuvo que editar aquel En Portada con descartes
de un reportaje anterior. A otros lo que se les iba era la olla, como a Nacho
Ayllón, el técnico de sonido que estuvo con Custodio y Barles en Mozambique, en
marzo de 1990.
Nacho casi se había vuelto loco de horror la noche que
un grupo de guerrilleros borrachos quiso matarlos para quedarse con sus relojes
y sus botas, y el jefe dijo que le dejaran vivo al jovencito de los ojos
azules. Otros no aguantaban nada, como Manolo Ovalle en Beirut: después de toda
la vida airándose el folio sobre los tiempos en que acompañaba a Miguel de la
Cuadra y se comía las balas sin pelar, vio unas imágenes de chiítas degollados,
frescos, del día anterior, se metió en su habitación del hotel Alexandre y dijo
que el no iba al frente de Bikfaya si no le daban garantías. garantías de que,
se le choteaba Enrique del Viso cuando fueron a buscarlo a su habitación y
Ovalle les sacó la foto de su mujer y sus hijos. Ahora Ovalle vendía botas
Panamá Jack para redondear el sueldo y se las daba de aventurero tragasables.
El Tigre de Beirut, lo apodaban los que estaban en el ajo.
Barles miró hacia el otro lado del río, donde los
tejados de Bijelo Polje seguían en llamas. Imaginó qué objetos alimentaban
aquel fuego: libros, muebles, fotos, vidas. Desde el incendio de la biblioteca
de Sarajevo le resultaba imposible ver una casa ardiendo sin pensar en lo que
había dentro. La biblioteca de la ciudad ardió también durante aquel tiempo,
verano-otoño del 92, en que Manucher y Custodio y tantos otros se fueron y
vinieron otros nuevos. El promedio de permanencia era de un par de semanas,
pero a veces llegaban y los mataban, o los herían y evacuaban con tanta rapidez
que no daba tiempo a saber sus nombres; como aquel productor de la ABC a quien,
viniendo del aeropuerto, un francotirador le metió la bala explosiva en los
riñones, justo entre la T y la V de la gran TV que lucia en la trasera de la
furgoneta, y lo dejó listo de papeles cuando aún no llevaba veinte minutos en
la ciudad. O la pareja de fotógrafos franceses, jóvenes, freelancers y
desconocidos, en su primer reportaje de guerra. Llegaron a la diez de la mañana
en el Hércules de la ONU, y a las once ya le había caído un mortero a uno de
ellos, Así que lo evacuaron a Zagreb en el mismo avión en que vino. Su compañero,
un pelirrojo tímido llamado Oliver, estuvo dos días vagando por el vestíbulo
del Holiday Inn en estado de shock, incapaz de trabajar y de relacionarse con
nadie, hasta que Fernando Múgica, de El Mundo, se apiadó de el y le dio alcohol
y conversación durante toda una noche. Múgica justificaba Así su acto de
caridad:
-Sólo hay algo peor que ser un fotógrafo desconocido al
que hieren apenas llega a Sarajevo: ser el amigo desconocido del fotógrafo
desconocido.
Barles siempre
sonreía al recordar a Fernando Múgica, a quien conoció casi veinte años antes,
en el Aaiun. Fernando era un vasco rubio, alto, con buen corazón y buen humor.
A su llegada a Sarajevo, la primera vez que los acompañó en coche por la ciudad
a oscuras a través de un bombardeo nocturno, uno de los impactos cayó delante
de ellos, incendiando un camión. Al pasar junto a él, iluminado por las llamas,
Fernando había movido la cabeza:
-Esto no es real, verdad...? Lo habéis organizado
vosotros para asustarme!
Barles se detuvo
en la cuneta. El muerto que se parecía a Sexsymbol estaba como lo había visto
un rato antes, quizá con algunas moscas más. En realidad, pensó, todos los
muertos se parecen una barbaridad.
Cuando hacía memoria, recordaba cadáveres que siempre
parecían el mismo en distintos escenarios y posturas. A veces las imágenes se
superponían unas a otras, y resultaba difícil precisar a que lugar, a que
momento del pasado correspondía cada una de ellas. Muertos conocidos o muertos
sin nombre: Kibreab, Belali, Alberto, Yasír. Los eritreos muertos en la colina
de Tessenei, el muchacho de Esteli, Georges Karame en Acherafieh, los iraníes
del rió Karun, Pedro Aristegui en Hadath, la sandinista Maria Asunción en el
Paso de la Yegua, Jasmina en la morgue de Sarajevo, los guardias nacionales con
Rolex en la muñeca, achicharrados en la carretera de Basora. Y aquella vez que
se asomó a un tanque destruido, en Yamena, y había dentro un soldado libio, muy
joven, como dormido sobre un inmenso charco de sangre, litros y litros, la
sangre mas viva y roja que Barles viera nunca; tanto que abrió todas las
escotillas hasta que hubo suficiente luz para hacerle una foto. Aquel mismo día
hizo otra que fue primera página en Pueblo: dos guerrilleros junto a un cadáver
enemigo como si se tratara de un trofeo de caza; uno haciendo la uve de la
victoria y el otro con un pie sobre la cabeza del muerto. O quizá la foto no
fuese del mismo día; ni siquiera de la misma guerra.
Quizá el muerto no era chadíano, sino etiope, y en lugar
de Yamena había ocurrido en Tessenei, Eritrea, donde el 4 de abril de 1977
Barles estuvo media hora en una colina donde sólo había hombres muertos, y
cuando terminó el ultimo rollo de película y dejó de verlos a través del
objetivo, sintió tanto miedo que bajó la ladera corriendo, como si temiera no
regresar nunca al mundo de los vivos.
De uno u otro
modo, Barles se alegraba de trabajar desde hacía diez años para la televisión,
mientras sus viejas Pentax enmohecían en el fondo de un armario.
Es mejor que de la imagen se ocupen otros.
Aún miraba el
cadáver. Tenía los bolsillos vueltos del revés; sin duda sus compañeros lo
registraron en busca de municiones, dinero y tabaco antes de dejarlo allí.
Alejó con el pie las moscas del rostro, pero volvieron en seguida. Por un
momento Barles tuvo la fugaz visión de alguien esperando en alguna parte. Una
mujer, tal vez. El muerto era joven, así que quizá se trataba de una madre, o
una novia. De cualquier modo ese alguien, a la espera de una carta o una
noticia, tal vez pendiente de la radio -intensos combates en Bosnia Central
ignoraba aún que el objeto de sus pensamientos era un trozo de carne
pudriéndose al sol en la carretera entre Bijelo Polje y Cerno Polje. Porque en
el fondo cada muerto no es sino eso: el dolor futuro de alguien que te espera y
no sabe que estas muerto.
Barles volvió la
espalda a Sexsymbol y fue junto a Márquez con la mochila y el casco en la mano.
De todas formas, blancos, negros o amarillos, del bando que fueran, todos los
cadáveres que podía recordar eran siempre el mismo en la misma guerra, en su
memoria y fuera de ella. Una vez hizo la prueba: editando un Informe Semanal
sobre Angola, donde los muertos eran negros, insertó algunos planos de archivo
con otros, blancos, filmados dos años antes, en El Salvador.
Antolín, el montador de video, estaba preocupado.
Veras como la liamos, decía. Pero nadie notó la
diferencia.
CHAMPAN, CHICAS, FACTURA, NO PROBLEMA
Una explosión sacudió los árboles al otro lado del río,
y el fuego de fusilería, que se debilitaba entre los tejados en llamas, arreció
por unos instantes. A la detonación siguieron otras en las que Barles reconoció
el cañón de 100 mm. de uno de los viejos T-54 capturados por los musulmanes. En
algún lugar al otro lado del río tenían que estar volando tejas por los aires,
y los últimos croatas defensores de Bijelo Polje iban a dejar de serlo de un
momento a otro. Si los tanques habían llegado hasta allí, pensó, la tenaza
estaba a punto de cerrarse en torno al pueblo. Pronto aparecerían tras la
curva, con el puente a la vista, así que decidió regresar junto a Márquez.
Algunas balas
pasaron silbando muy altas, casi al límite de su alcance, cuando cruzó la
carretera.
Procedían de la otra orilla y eran balas perdidas, de
las que iban sin rumbo y a veces caían con un chasquido sobre el asíalto.
Sonaban como al sacudir en el aire un largo alambre. Ziaaang. Ziaaang. Inclinó
un poco la cabeza al oírlas pasar, por instinto. La bala que te mata es la que
no oyes pasar, recordó. La bala que te mata es la que se queda contigo sin
decir aquí estoy.
En realidad la
guerra era eso, se dijo mientras llegaba junto a Márquez: kilos y kilos y
toneladas de fragmentos de metal volando por todas partes. Balas, esquirlas,
proyectiles con trayectorias tensas, curvas, lineales o caprichosas, trozos de
acero y de hierro zigzagueando, rebotando aquí y allá, cruzándose en el aire,
horadando la piel, arrancando trozos de carne, quebrando huesos, salpicando de
sangre el suelo, las paredes. Después de veinte años de cubrir guerras, Barles
seguía sorprendiéndose ante el ingenioso comportamiento de algunos de esos
trozos de metal: desde la mina saltarina, que en vez de estallar en el suelo
cuando la pisaba Sexsymbol -efecto cónico, eficacia letal del 60%- lo hacía en
el aire -efecto paraguas, eficacia del 85%-, hasta las granadas de carga hueca
o la munición de calibre 5.56, que en los últimos tiempos empezaba a verse
también en todos los frentes de Bosnia, a medida que los traficantes de armas
conseguían mercados estables.
Ziaaang.
Ziaaang. Pasaron zumbando, altas, dos balas más, pero esta vez no agachó la
cabeza porque las esperaba y porque Márquez, recostado en el talud junto a su
Betacam, lo estaba mirando. También eso de la 5.56 tiene su miga, pensó Barles.
Menos pesada que sus hermanas de otros calibres, posee además la ventaja de que
al dispararse viaja en el límite de su equilibrio, de forma que cuando
encuentra carne humana altera la trayectoria. Entonces, en lugar de salir en
línea recta va y se tuerce, sale por otro sitio y, de paso, provoca la fractura
de los huesos y el estallido de los órganos huecos, la muy zorra. también es
cierto que mata menos, por ejemplo, que un calibre 7.62 OTAN o el más corto del
Kalashnikov; pero todo esta estudiado. En cuanto a las balas, los muertos
enemigos están muertos y ya está.
Pero lo eficaz de verdad es que el enemigo tenga, más
que muertos, muchos heridos graves, mutilados y cosas así: requieren esfuerzos
de evacuación, cura y hospitales, complican la logística del adversario y le
revientan la organización y la moral. Matar al enemigo ya no se lleva. Ahora lo
moderno es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos y dejar que se las
arregle como pueda. A esa conclusión, suponía Barles, llegaron los estados
mayores tras leer el informe -las estadísticas de Vietnam cruzadas con las
campañas napoleónicas, o vaya usted a saber- que algún calificado especialista
elaboró después de analizar factores, tendencias y parámetros. Barles imaginaba
al fulano en mangas de camisa, llamándose Mortimer, o Manolo, con la secretaria
trayéndole café, gracias, cómo van las cosas, bien, muy bien, siete mil muertos
por aquí, diez mil por allá y me llevo cinco, diablos, este café esta ardiendo,
oye, preciosa, si eres tan amable tráeme los porcentajes de quemaduras de
napalm. No, este es de quemaduras en la población civil, me refiero al de
soldados de infantería. Gracias, Jennifer, o Maripili. Tomas una copa a la
salida del trabajo...? No fastidies con eso de que estas casada. Yo también
estoy casado.
Barles lo sabía
muy bien: el hecho de que un artillero serbio, por ejemplo, disparase la
granada de mortero PPK-SlA en lugar de la PPK-SBB contra la cola del pan en
Sarajevo podía suponer la diferencia entre que Mirjan, o Liljiana, vivieran,
muriesen, recibieran heridas leves o quedasen mutilados para toda la vida. Y la
existencia o disponibilidad de la PPK-SlA o la PPKSBB dependían menos de las
ganas del artillero serbio que de los cálculos estadísticos realizados por los
citados Mortimer o Manolo mientras, entre café y café, intentaban llevarse al
huerto a la secretaria. La bala retozona del 5.56, esa misma que hace zigzag y
en vez de salir por aquí sale por allá o hace estallar el hígado, se comporta
así porque un brillante ingeniero, hombre pacífico donde los haya, quizá
cató1ico practicante, aficionado a Mozart y a la jardinería, pasó muchas horas
estudiando el asunto. Tal vez hasta le dio nombre -Bala Louise, Pequeña
Eusebia- porque el día que se le ocurrió el invento era el cumpleaños de su
mujer, o su hija. Después, una vez terminados los planos, con la conciencia
tranquila y la satisfacción del deber cumplido, el asesino de manos limpias
apagó la luz en la mesa de proyectos y se fue a Disneylandia con la familia.
Llegó al talud,
tumbándose junto a Márquez. El cámara había encendido otro cigarrillo y fumaba
tranquilo, lanzando de vez en cuando miradas hacia los tejados del pueblo en
llamas.
-Has oído los
tanques? -preguntó.
-Si. Quieren terminar pronto.
-No creo que
nadie más cruce por aquí.
-Yo tampoco lo creo.
Miró Barles su
reloj, impaciente. Odiaba los relojes.
Llevaba veintiún años de su vida pendiente de ellos, de
la hora llamada deadline en jerga del oficio. La hora en que se cierra la
edición del periódico o el Telediario, y tu trabajo, si no ha llegado a tiempo,
se va al diablo.
Todavía era preciso viajar hasta el punto de edición,
una casa rodeada de sacos terreros con un grupo electrógeno y una parábola en
el techo, donde trabajaban Pierre Peyrot y la gente de EBU. Aún así, la
transmisión se interrumpía a veces por un fallo en las líneas, un defecto en la
señal de envío, un apagón del grupo, un bombazo demasiado próximo. Todo el
trabajo de la jornada podía perderse de ese modo, y entonces Barry, el técnico
norteamericano, encogería los hombros mirando a Barles como si le diera el
pésame. May be the next time, quizá la próxima vez. Barry era un tipo fuerte,
siempre de buen humor, que hablaba a través del teléfono por satélite con su
mujer filipina en una curiosa mezcla de anglo español, y antes de colgar le
decía te quiero en voz baja y tapándose la boca con la mano, como si le diese
vergüenza que lo oyeran ponerse tierno cinco segundos. Los de EBU eran un
equipo mercenario muy bueno en su trabajo, que daba servicio de transmisión por
satélite a las televisiones integradas en la red de Eurovisión. En cuanto a su
jefe local, Pierre, era un francés flaco y amable, con lentes, que vivía la
mitad del año en Ámsterdam con su mujer y su hija, y la otra mitad en las
guerras de cualquier lugar del planeta. Barles había trabajado con él en todas
partes y eran viejos amigos. Cada día, sin necesidad de que Madrid hiciera la
petición oficial vía Bruselas, Peyrot reservaba para Barles y Márquez un
satélite de diez minutos y una hora de montaje previo con Franz, el teutón
silencioso, o con Salem, el suizo-tunecino rubio, menudo y sonriente. Los días
malos editaban las cintas de video con el casco y el chaleco antibalas puesto.
Una vez, en Sarajevo, Franz y Barles se fueron de la mesa de edición treinta
segundos antes de que una granada estallara junto a la ventana, regando la
habitación de esquirlas de metralla. Pierre compuso, con música de un chotis
proporcionada por Márquez, una canción sobre eso: el día que Televisión
Española se levantó a mear, etcétera. La cantaban a menudo al emborracharse a
oscuras en el Holiday Inn mientras las bombas caían afuera, Manucher contaba
chistes iraníes incomprensibles, y Arianne, la corresponsal de France Inter que
a veces se parecía a Carolina de Mónaco, le chuleaba a Barles paquetes enteros
de Kleenex porque se le habían terminado las compresas.
Hoteles de
periodistas. Cada guerra tenía el suyo desde siempre. Vicente Talón, Giorgio
Torchia, Pedro Mario Herrero, Louisset, Miguel de la Cuadra, Green, Vicente
Romero, Fernando de Giles, Basilio, Bonecarrere, Claude Gluntz, Manolo Alcalá,
los viejos reporteros de Argelia, Katanga, Cuba, Biafra y los Seis Días, los
que estaban muertos, hechos polvo o jubilados, y de cuyas historias narradas en
bares y burdeles se había nutrido Barles en su juventud, hablaban con nostalgia
del Aletti de Argel o el Saint Georges de Beirut. Cuando pensaba en ello se
sentía terriblemente viejo. Con Manu Leguineche y alguno más, Barles pertenecía
a una generación casi extinguida, la que empezó a oír tiros a principios de los
años setenta.
Eran otros tiempos, sin tanta prisa, cuando uno tecleaba
en viejos telex, rodaba en cine, arrastraba la abollada Underwood, podía
perderse meses en Africa, y a la vuelta sus reportajes se publicaban en primera
página.
Ahora, sin embargo, bastaba un retraso de cinco minutos,
una descoordinación de satélite, para que la información se quedara vieja y no
valiese una puñetera mierda.
Para Barles,
como para cualquier reportero veterano, cada guerra estaba ligada al nombre de
un hotel.
Cuando la tribu de los enviados especiales desentierra
el hacha y acude al olor de la pó1vora, muchos rostros e identificaciones se
sitúan mencionando fechas y hoteles: el Ledra Palace en Chipre, el Commodore y
el Alexandre en Beirut, los Intercontinental de Managua, Bucarest o Amman, el
Hilton en Kuwait, el Chari de Yamena, el Camino Real de El Salvador, el
Continental en Saigón, El Sheraton de Buenos Aires, el Parador de El Aaiun, el
Dunav de Vukovar, el Mansour y el Rachid en Bagdad, el Explanade en Zagreb, el
Anna Maria de Medugorje, el Meridien en Dahran, el Holiday Inn de Sarajevo, y
tantos otros repartidos por la vasta geografía de la catástrofe. Los hoteles
elegidos como cuartel general por los reporteros contienen un mundo singular y
pintoresco: equipos de televisión entrando y saliendo, cables que cruzan el
vestíbulo y las escaleras, baterías cargándose en cualquier enchufe, parábolas
de teléfonos y equipos de transmisiones por todas partes, el bar sometido a
expolio sistemático, apagones, velas en las habitaciones, camareros, soldados, proxenetas,
furcias, traficantes, taxistas, espías, confidentes, policías, interpretes,
dó1ares, mercado negro, fotógrafos sentados en el vestíbulo, tipos con la Sony
pegada a la oreja escuchando France Inter o la BBC, cámaras por el suelo,
equipos de edición, ordenadores portátiles, maquinas de escribir, chalecos
antibalas apilados con cascos y sacos de dormir... A veces, como en Chipre,
Kuwait o Sarajevo, también hay agua chorreando por las escaleras, cristales
rotos a tiros y habitaciones deshechas a bombazos, colchonetas en los pasillos
y el ruido de los generadores de gasolina para conseguir energía eléctrica.
Barles recordaba hoteles con Aglae Masini arrastrándose junto a Enrique Gaspar
y Luis Pancorbo por el vestíbulo mientras paracaidistas turcos les disparaban
desde la piscina. Cornelius emborrachándose con Josemi Díaz Gil en la hora
feliz-dos copas al precio de una- del Camino Real, después que un helicóptero
salvadoreño los atacara con cohetes en las montañas.
Enric Martí limpiando sus Nikon en el bar del Holiday
Inn cuando los serbios volaban la habitación 326 de un bombazo. Achille
D'Amelia, Ettore, Peppe y los otros periodistas italianos en bañador y con
mascara antigás en la piscina del Meridien mientras los Scud irradíes hacían
sonar la alarma en Dahran. Alfonso Rojo mentándole la madre a Peter Arnett
porque no le dejaba usar el teléfono en el Rachid de Bagdad. Ricardo Rocha con
una copa en la mano, saliendo a la puerta del Intercontinental a ver cómo los
sandinistas atacaban el bunker de Somoza. Manu Leguineche tecleando en la
Olivetti en la terraza del Continental, con el Vietcong a tiro de piedra.
Javier Valenzuela con gafas negras en el bar del Alexandre, descubriendo la
guerra enamorado de una libanesa. Tomas Alcoverro hablando muy serio con el
loro del Commodore, haciéndole repetir: Cembrero, te odio, Cembrero, te odio.
Todo el mundo corriendo al refugio del Osijek Garni y Julio Fuentes dormido en
su habitación sin enterarse de nada, porque se desconectaba el sonotone de la
oreja para dormir tranquilo. O las dieciocho putas rumanas reclutadas
personalmente por Barles en la fiesta de Nochevieja de los periodistas en el
Intercontinental, con los chulos y los camareros tomando copas, Josemi
esnifándose un Actrón picado, los hermaños Dalton -televisión gallega- liando
canutos, y Julio Alonso y Ulf Davidson, muy mamados, tirándole bolas de nieve
al tipo de la CNN que en ese instante emitía en directo al pie de la ventana.
Seguían tumbados
el uno junto al otro, mirando el río. Barles observó una vez mas el perfil del
cámara: llevaba barba de dos días, y las arrugas verticales a cada lado de la
boca le daban una expresión de dureza obstinada.
-No queda mucho
tiempo -dijo Barles.
-Me da igual.
Esta vez no voy a perderme el puente.
Márquez tenía en
Madrid una mujer y dos hijas a las que veía un mes al año, y transcurridos
veinte días de ese mes se volvía tan insoportable que su propia familia le
aconsejaba coger el avión y largarse a una guerra. quizá por eso Eva, su mujer,
no se había divorciado aún: porque existían guerras a las que mandarlo. A
veces, en sus raros momentos de confidencia, Márquez se volvía a Barles y le
preguntaba que coño iba a hacer cuando fuera demasiado viejo para viajar y
tuviera que quedarse en casa meses y meses. Barles solía responderle que no
tenía ni puta idea. Si no muere antes o logra salirse a tiempo, un reportero
jubilado es como un marino viejo: todo el día apoyado en la ventana,
recordando.
Uno termina en los pasillos, tomando cafés en la máquina
y contándole batallitas a los jóvenes igual que el abuelo de la familia
Cebolleta, como Vicente Talón. A veces se preguntaba si no era preferible pisar
una mina al modo de Ted Stanford en la carretera de Famagusta, o reventar de
una buena trompa o un sifilazo en un bar de El Cairo o un burdel de Bangkok. O
de un Sida en condiciones como Nino, primero técnico de sonido y luego cámara
de TVE, que se lo había bebido todo y se lo había cepillado todo antes de hacer
mutis por el foro con menos de treinta años. Habían trabajado mucho juntos en
el norte de Africa y el Estrecho, incluido un mes tendiendo emboscadas a los
marroquíes con el Polisario, y Barles todavía lo recordaba, estremeciéndose, en
una pelea con botellas rotas en un bar de contrabandistas, en Gibraltar.
Salieron de allí de milagro mientras Nino, que con pluma y todo era un tipo muy
bravo cuando se colocaba, repartía tajos a diestro y siniestro. Ahora Nino
estaba muerto y no tenía que preocuparse por la vejez, ni por la jubilación, ni
por nada.
La jubilación. Hermann Tertsch solía mencionarla con
lengua insegura hacia el tercer whisky, cuando su ordenador portátil ya había
transmitido por línea telefónica la crónica que publicaría El País a la mañana
siguiente. Hermann acababa de escribir un libro explicando la guerra en la ex
Yugoslavia y lo habían ascendido a jefe de Opinión del diario, lo que
significaba jubilarse de los viajes y la acción después de muchos años como
reportero en Europa central. Era un fulano de la escuela austrohúngara, como
Ricardo Estarriol, de La Vanguardia, y el maestro de maestros, Francisco
Eguiagaray, a quien todos los taxistas de todos los hoteles de todo el este
europeo saludaban con un elocuente champán, chicas, factura, no problema.
Generoso como un gran señor, entrañable, nostálgico del Imperio y capaz de
verter lagrimas con la Marcha de Radetzky, Paco Eguiagaray era el gran
especialista de la zona, y sus crónicas para televisión, ferozmente antiserbias
en los primeros momentos de la guerra, le costaron una jubilación anticipada.
Sin embargo, el tiempo le daba la razón. Con Estarriol y Tertsch llegó a
predecir, al pie de la letra, lo que se avecinaba en los Balcanes:
-Esos imbéciles de las chancillerías europeas no leen
historia.
Solía referirse al tema mientras invitaba a champaña
helado en Viena, Zagreb o Budapest a los colegas mas jóvenes, que acudían a el
en busca de doctrina y experiencia. Acudían todos salvo la Niña Rodicio, que
después de sólo dos años de periodismo activo se había transformado
directamente de modosa becaria en pozo de experiencia, y no necesitaba doctrina
de nadie, ni siquiera cuando confundía los calibres, hablaba de los B52
bombardeando en picado, o permitía que Márquez y los cámaras que trabajaban con
ella le sacaran las castañas del fuego. quizá por eso la Niña Rodicio hablaba
mal de Paco Eguiagaray, de Alfonso Rojo, de Hermann y de todo el mundo, y
trataba a patadas a la gente de su equipo. Como decían Miguel de la Fuente,
Fermín, Álvaro Benavent y los que tuvieron el privilegio de vivir de cerca el
asunto, trabajar con ella era igualito que hacerlo con Ava Gardner.
En cuanto a los
fulanos de las chancillerías citados por Paco Eguiagaray al predecir el negro
futuro de los Balcanes, estaban demasiado ocupados ensayando sonrisitas de
autocomplacencia y posturas ante el espejo como para hacerle caso. "Vemos
la crisis con razonable optimismo”, había dicho el ministro español de
Exteriores días antes de que los serbios atacaran Vukovar."Habrá que hacer
algo un día de estos" declararon sus colegas europeos cuando la segunda parte
empezó en Sarajevo.
Entre pitos y flautas habían tardado tres años en
reaccionar, y lo hicieron chantajeando a los musulmanes bosnios para que
aceptasen el hecho consumado de la partición del país; cuando ya nada podía
devolver la virginidad a las niñas violadas, ni la vida a las decenas de miles
de muertos. Hemos parado la guerra, decían ahora que todo parecía cerca de
acabar, y se empujaban unos a otros para salir en la foto, presentándose en el
cementerio a pintar de azul las cruces. Cuarenta y ocho de esas cruces
correspondían a reporteros, muchos de ellos viejos amigos de Márquez y Barles.
Y ojalá los ministros y los generales y los gobiernos hubiesen hecho su trabajo
como todos ellos: con el mismo pundonor y con la misma vergüenza.
Barles siempre
recordaba a Paco Eguiagaray y al clan de los austrohúngaros en su feudo del
hotel Explanade de Zagreb. A diferencia de los anglosajones, que se alojaban en
el Intercontinental, los españoles preferían el Explanade, mas en la línea de
los antiguos hoteles europeos, salvo Manu Leguineche, que se alojaba en el
International para ahorrar, porque siempre iba tieso. En el Explanade el
servicio era impecable, la bodega surtida, y las lumis discretas y elegantes.
Fue allí donde, en el invierno del 91, Hermann Tertsch y Barles brindaron con
montenegrino de Vranac -la ultima botella- a la memoria de Paco Eguiagaray al
volver del asedio de Osijek. En Osijek habían estado cenando en un restaurante
al aire libre durante un bombardeo serbio. Las granadas pasaban por encima del
jardín y caían cerca, pero ellos no se levantaron de la mesa porque los
acompañaban Márquez, Julio Fuentes, Maite Lizundía, Julio Alonso y un grupo de
periodistas jóvenes a quienes no podían decepcionar poniéndose nerviosos antes
de los postres. Así que Barles le dijo a Hermann una frase que después, con el
tiempo, pasaría a formar parte de la jerga de los enviados especiales: tres
bombas mas y nos largamos. Terminaron todos corriendo a oscuras por la calle
entre una lluvia de cañonazos. Fue la misma noche que una granada le llenó la
espalda de astillas y vidrios a un redactor jovencito de ABC en el pasillo del
hotel, y Julio Alonso se pasó horas con el en la bañera, quitándole una a una
las esquirlas incrustadas en el cuerpo.
-Menuda suerte
-decía Hermann, fumando sentado en el bidet-. Llegas a tu primera guerra, te
hieren, sales en todos los periódicos y además firmas en primera página... A
otros nos cuesta años hacernos esa reputación.
El de ABC
asentía, aturdido, diciendo ;ay! mientras Julio Alonso le hurgaba en la espalda
para extraer las astillas de vidrio.
-,Ves? Te quejas
de vicio.
Hermann era
delgado, elegante, y parecía mas un diplomático que un reportero. Usaba lentes
con montura metálica y siempre vestía chaqueta y corbata, incluso en primera
línea. El y Barles se conocían desde Bucarest en la Nochebuena del 89, cuando
las matanzas de la Securitate y la revolución en las calles. El día que
entraron en el palacio de Ceaucescu y Hermann se llevó una corbata del
dormitorio presidencial -una corbata ancha, espantosa, que nunca se puso- hacía
tanto frió que los pies se les congelaban sobre el hielo. Así que, para echar
los diablos, cogieron una cogorza importante. Terminaron, de madrugada,
haciendo una carrera nocturna en automóvil por las calles desiertas de la
ciudad, entre controles y francotiradores, pasándose la botella de coche a
coche con Josemi Díaz Gil, el cámara, y con Antonio Losada, el productor de
TVE.
Josemi el Chunguito era flaco, nervioso, valiente, y se
pasaba la vida divorciándose. Tenía pinta de gitano guapo, y una vez, en un
reportaje sobre cárceles de mujeres, las reclusas intentaron violarlo sobre la
marcha.
Toda la tribu había llegado a Bucarest la madrugada de
la revolución, tras un viaje de locos a través de los Cárpatos, con Antonio
Losada al volante, derrapando sobre carreteras heladas, entre barricadas en
llamas y campesinos armados hasta los dientes que bloqueaban los puentes con
sus tractores y los miraban pasar desde lo alto de los desfiladeros, como en
las películas de indios. En cuanto a Antonio Losada, era un tipo alto, apuesto,
de gran corazón. En Bucarest iba cada día a la televisión local a transmitir el
material grabado para los telediarios, y cada vez entraba y salía arrastrándose
por el suelo, porque todo el mundo le disparaba. Nunca le habían pegado tiros
antes, pero se aficionó tanto a aquello que cuando no tenia crónica iba de
todas formas con tabaco y whisky para los técnicos rumanos, que lo adoraban y
terminaron queriendo casarlo con una, montadora -de vídeo- muy guapa. Después
de aquello estuvo en Bagdad la noche del bombardeo norteamericano, con Márquez
y la Niña Rodicio, cuando todos menos Alfonso Rojo y Peter Arnett salieron por
pies, y Márquez lloraba de rabia agarrado a la cámara porque la Niña Rodicio no
quiso quedarse. Antonio Losada era el mejor productor de TVE -hablaba ingles,
lo que entre los productores de Torrespaña suponía el no va mas- y además era
un pedazo de pan, pero a veces le daba la neura y la liaba. Una vez que perdió
un avión y se quedó tirado en Budapest, fue a tomarse una copa y, como se
aburría, se estuvo pegando el solo con los gorilas húngaros de un discobar
hasta que le partieron un labio. Llegó a Torrespaña al día siguiente con dos
puntos en la boca, tumefacto y feliz.
Sonaron más
balas perdidas y Barles vio que Márquez sonreía un poco mientras apuraba la
última chupada de su cigarrillo. Lo conocía lo bastante para adivinar sus
pensamientos. Un día con buena luz, un cigarrillo, una guerra.
-Te gusta esto,
cabrón.
Márquez se echó
a reír, con aquella risa suya de carraca vieja, sin responder enseguida.
Después tiró lejos la colilla y estuvo viéndola humear entre la hierba.
-Te acuerdas de Kukunjevac? -preguntó por fin, como si
no viniera a cuento.
Pero Barles
sabía que si venía a cuento.
Kukunjevac fue
en el 91, durante la ofensiva croata para capturar el pueblo serbio. Eran los
tiempos en que uno llegaba junto a los soldados, decía hola muy buenas y se
ponía a trabajar sin más trámites. Un batallón de seiscientos hombres avanzaba
en dos filas a ambos lados de la carretera, recorriendo los cuatro kilómetros
que los separaban del pueblo. Era la fuerza de ataque, la vanguardia, y todos
sabían que los esperaba algo muy duro; a pesar de que eran jóvenes, ninguno
mostró ganas de reír ni hacer bromas cuando Márquez se echó la Betacam al
hombro y empezó a trabajar. Al principio siempre fingía rodar, para que se
acostumbrasen y cobraran confianza, naturalidad. A eso lo llamaba trabajar con
película inglesa. Pero aquel día no hizo falta. Al caer las primeras bombas,
algunos sacaron rotuladores y bolígrafos para apuntarse, mientras caminaban, el
grupo sanguíneo en el dorso de manos o antebrazos.
Kukunjevac fue
la guerra de verdad. El día era gris, con algo de niebla sobre los campos verdes
y las granjas que ardían en la distancia. A medida que se acercaban al pueblo
cesaban las conversaciones y los comentarios, hasta que todos guardaron
silencio y sólo se oyó el ruido de los pasos sobre la gravilla de la carretera.
Barles recordaba a Márquez caminando en la fila que iba por la derecha, un paso
tras otro, la cámara a la espalda y la cabeza baja, mirando las botas del
soldado que lo precedía; absorto en sus pensamientos o concentrado como un
guerrero antes del combate. Y en realidad se trataba exactamente de eso. A
veces Márquez parecía un samurai hosco y solitario, que se bastara a si mismo
sin necesitar un solo amigo en el mundo. quizá todo cuanto los hombres echan en
falta, aquello que les hace poner un pie ante el otro y largarse, él lo encontraba
en la guerra.
Kukunjevac fue
tan duro como esperaban; incluso más. En cabeza iba una sección de cebras,
tropas de elite con el pelo rapado a franjas que solían cubrirse la cara con
verdugos durante el combate. La técnica era simple: llegaban a una casa,
sacaban a la gente escondida en el sótano a punta de fusil, la hacían caminar
delante como escudo humano, y las casas empezaban a arder a los lados de la
carretera. Uno de los cebras vino a Márquez para soltarle un amenazador no
pietures cuando lo vio filmar a los civiles, así que el resto de las imágenes
hubo que tomarlas a escondidas, con la cámara en la cadera y como si no
estuviesen grabando nada.
Barles siempre recordaría Kukunjevac a través de las
imágenes de Márquez; las que más tarde, en la sala de montaje de Zagreb, los
equipos de otras televisiones acudieron a ver en impresionado silencio. El
grupo de civiles que camina en vanguardia con los brazos en alto, estrechándose
unos contra otros como un rebaño asustado. Soldados disparando ráfagas con el
fondo de casas en llamas. La carretera inclinada, pues a veces Márquez no podía
estabilizar bien la cámara, con soldados protegiéndose tras un blindado que
mueve el cañón a derecha e izquierda mientras avanza. Otra vez el rebaño
asustado y gris, lejano, en cabeza. El hongo de humo negro de una explosión
cercana. El soldado joven que grita en un portal, alcanzado en el vientre, y
aquel otro en estado de shock mirando a la cámara con ojos vidriosos mientras
le taponan, o intentan hacerlo -no se quedaron allí para comprobarlo- la
intensa hemorragia de la femoral desgarrada. Y el campesino con ropas civiles,
muy joven, a quien un cebra enmascarado interroga dándole bofetadas que lo
hacen volver la cara a uno y otro lado mientras se orina encima de puro terror,
con una mancha húmeda y oscura extendiéndosele, hacia abajo, por la pernera del
pantalón.
Sí. Kukunjevac
fue la guerra de verdad, y no existía Hollywood capaz de reconstruir aquello:
el cielo gris, los soldados moviéndose por la carretera, las casas ardiendo. Y
la sensación de peligro, tristeza inmensa, soledad, que transmitía la imagen
ligeramente torcida de la cámara de Márquez. Barles lo recordaba caminando
entre los soldados con la Betacam en la cadera, inexpresivo, las aletas de la
nariz dilatadas y los ojos entornados, saboreando la guerra. Y tenía la certeza
absoluta de que ese día, en Kukunjevac, Márquez había sido feliz.
LAS POSTALES DE
MOSTAR
-Te apuesto un dólar-dijo Barles- a que no vuelan el
puente.
-Va ese dólar.
Márquez sacó del
bolsillo un arrugado billete y se lo dio. Siempre era el mismo dó1ar el que
apostaban, pasándoselo uno a otro según los avatares de la fortuna.
Sólo una vez cambiaron de divisa, en Mostar, apostando
un millón de dinares a que no habría ninguna bomba entre las dos y las dos y
medía de la tarde. A las dos y siete minutos, un mortero croata hizo impacto a
diez metros del lugar donde conversaban con un teniente de los cascos azules
españoles mató a un civil e hirió a otros dos. Márquez grabó al teniente
recogiendo a un herido mientras caían otros dos morteros más. El teniente quedó
cubierto de sangre ajena, todos creyeron que también le habían dado a él, y
contaban que su mujer, al verlo en el Telediario, se llevó un susto de muerte.
El caso es que, al terminar, Barles fue hasta el banco de Mostar, cuyos
escombros estaban alfombrados con billetes de la desaparecida federación
yugoslava, contó un millón en fajos de mil y se lo entregó a Márquez para
saldar la apuesta.
Mostar. Habían
visto destruido a bombazos el puente del siglo XVI y el antiguo barrio turco
junto al río, donde al principio de la guerra aún era posible sentarse a tomar
un café entre las viejas tiendas del mercado. Ahora sólo el hecho de acercarse
a esa zona era peligroso, porque había francotiradores y caían morteros todo el
tiempo. Márquez y Barles buscaban un buen sitio, una esquina razonablemente
protegida, y se apostaban allí con la cámara lista, filmando a la gente que
corría para cruzar mientras les disparaban desde el otro lado del río. Pero de
vez en cuando venía un mortero. Los morteros son peligrosos, porque entre las
casas nunca se oyen venir y de pronto te los encuentras encima, como Marco
Luchetta, D'Angelo y aquel cámara con barba, Alessandro Otta, los tres
italianos de la RAI que una semana después, enero del 94, se bajaron de un
blindado en el mismo sitio donde Márquez había filmado al teniente. Esta vez el
mortero cayó diez metros mas acá, adjudicándoles los números 46, 47 y 48 en la
relación de periodistas extranjeros muertos en Bosnia. Barles y Márquez
conocían a Alessandro y sobre todo a Marco, que les mostró una vez la foto de
sus dos hijos en el hotel Anna Maria de Medugorje; el mismo del que salieron
aquella madrugada para cruzar las líneas y no volver, dejando los equipajes en las
habitaciones y la cuenta sin pagar. Porque todos los reporteros, cuando los
matan, dejan en el hotel la cuenta sin pagar, camisas sucias en el armario, un
mapa clavado con chinchetas en la pared y una botella de whisky sobre la
mesilla de noche.
Si. Barles sabia
por experiencia que los morteros tienen muy mala idea. Que lo dijeran si no,
allí donde estuviesen, los setenta desgraciados muertos de un solo impacto dos
semanas después en el mercado de Sarajevo. O los que hacían cola para el agua
en el mismo Mostar. Aquellas colas del agua, del pan o de lo que fuese,
cualquier tipo de concentración humana, eran blanco favorito de los
francotiradores, que usaban balas explosivas. Las balas explosivas son el
catecismo de los sniperisti, junto al viejo principio de que nunca debes matar
a la primera victima con el primer disparo. Se lo había explicado a Barles y
Márquez un francotirador bosnio en la parte vieja de Sarajevo: resulta mas
rentable pegarles en partes no vitales, brazos o piernas, y dejarlos allí, vivos
y desangrándose, mientras se va cazando a quienes acuden en su auxilio. Sólo
después, al terminar, se los remata con un último disparo en la cabeza. Después
de aquello filmaron al francotirador haciendo una demostración práctica, y se
enteraron de que a veces, con suerte, si el tiro ha sido en la cabeza e
destrozo del cerebro sigue mandando impulsos, se mueve el cuerpo y la gente
cree que continua vivo, y va a por el, y bang.
Miguel Gil
Moreno se había indignado mucho en Mostar cuando se lo contaron. Miguel era un
abogado de Barcelona que había cambiado la toga por el periodismo y se paseaba
de un lado para otro, por la guerra en una moto de trial de 650 cc. Era su
primer conflicto, bélico y se lo tomaba todo muy a pecho porque aún vivía esa
edad en que un periodista cree en buenos y malos, y se enamora de las causas
perdidas, las mujeres y las guerras. Era valiente, orgulloso y cortés: nunca le
pedía nada a nadie, hablaba a todo el mundo de usted era muy cuidadoso con el
lenguaje. Miguel había conseguido, nadie supo como, una acreditación de prensa
con una carta de la revista Solo Moto, y ahora mandaba excelentes crónicas
desde la primera línea a El Mundo a diarios de provincias, utilizando el
teléfono satélite del Cuarto Cuerpo de la Armija. Mientras otros periodistas
contaban la guerra desde hoteles de Medugorje Spit y Zagreb, cada vez salía y regresaba con medicinas y
comida pal los niños. Se lo encontraban por allí, entre los escombros, con un
pañuelo verde en torno a la frente, alto flaco y sin afeitar, con los ojos
enrojecidos y esa mirada inconfundible que se les pone a quienes recorren los
mil metros mas largos de su vida; mil metros que ya siempre los mantendrán
lejos de aquellos a quienes nunca les ha disparado nadie. Lo apodaban El
Muyahidin porque con su pelo negro y su nariz aquilina parecía más musulmán que
los propios bosnios.
Después, cuando se quedaba sin un duro y le ofrecían el
Intersat de TVE para llamar a casa, su madre le daba unas broncas espantosas.
Tipos raros. Las
guerras estaban llenas de tipos raros. Como Heidi, la periodista alemana que
echaba miguitas de pan a las palomas en la plaza Bascarsija y se ponia furiosa
cuando las espantaban los bombazos. O Florent, el fotógrafo francés tan guapo
que parecía un modelo de Armani, intentando que le pegaran un tiro a toda costa
porque su novia le puso los cuernos en París mientras él se exponía a que le
volaran los huevos en Sarajevo; desesperado, se paseaba por Sniper Avenue a ver
si le acertaban, mientras Gervasio Sánchez y los compañeros le hacían fotos con
teleobjetivo desde lejos, por si acaso. Pero todos los francotiradores pasaban
mucho de él. Tipos raros como Antioco Lostia, del Corriere, un milanés tan
enorme que su chaleco antibalas parecía un sostén antibalas, con dientes de conejo
y pelo cortado a cepillo; cada vez que caía una bomba en una habitación del
Holiday Inn, Antioco la tachaba en una lista que llevaba en el bolsillo, como
si se tratara de un cartón de bingo. Una vez organizó una fiesta para celebrar
haberse tirado a la intérprete mas guapa del hotel, y la tribu entera se dio
cita, intérprete incluida, en un restaurante abierto a fuerza de dólares para
la ocasión, comiendo latas de conservas y spaghetti mientras las bombas serbias
caían en la calle.
Tipos raros como
la banda de Julio Alonso, un equipo que trabajaba para varias televisiones, con
todo el personal fumado hasta arriba y acarreando un garrafón enorme de whisky:
María la portuguesa, que era corresponsal de radio y cantaba fados y
espirituales negros cuando se mamaba; Pinto, reportero estrella de la RTP a
pesar de que estaba loco como una cabra; el Petit Frances, un turista que se
acerco a Sarajevo con un Renault 4L a ver cómo era la guerra y decidió
quedarse; y el propio Julio, que había trabajado en TVE para Informe Semanal
hasta que decidió establecerse por su cuenta. Arrastraban un cortejo de
periodistas freelancers aventureros zumbados, furcias -Pinto amaba a una- e
interpretes locales, y se metían en todos los fregados a bordo de coches
destartalados llenos de botellas vacías y agujeros de tiros, con el
radiocassette a todo trapo y en mitad de unos colocones tremendos. Una vez,
María la portuguesa le pidió permiso a Fernando Múgica para lavarse en su
habitación del Holiday Inn, y después se quedó dormida en la cama,
completamente desnuda y boca arriba. Tenía unas tetas estupendas, Así que, al
encontrarsela allí, Mugica fue en busca de Barles y pasaron la tarde sentados
los dos frente a la cama, tomando copas y charlando mientras contemplaban el
paisaje.
La banda de
Julio Alonso era legendaria entre la tribu de los enviados especiales. Todos
estaban muy pasados de vueltas, pero trabajaban mucho y tenían una suerte
increíble. Una vez Julio estaba en Osijek con la Betacam al hombro, grabando un
tejado sobre el que diez segundos antes había caído una bomba, cuando estalló
otra exactamente en el mismo lugar, y todas las tejas se le vinieron encima y
le quedó una imagen, como dijo mientras se sacudía el polvo, de puta madre. En
otra ocasión el Petit Frances iba al volante hasta las cejas de canutos y los
metió a todos, equivocando el camino, en mitad del frente de Dobrinja, donde ni
los cascos azules se atrevían a ir. Pero nadie les disparó ni un tiro. Todos,
serbios, croatas y musulmanes, estaban demasiado asombrados para reaccionar,
viendo desde sus trincheras a aquel grupo de locos que discutía y daba marcha
hacia atrás y hacia adelante en medio del campo de batalla, tirando por la
ventanilla botellas vacías de JB a los campos llenos de minas. Jorge Melgarejo,
que por un acceso de enajenación mental transitoria los acompañaba aquel día,
siempre sudaba a chorros al recordarlo. Jorge era un tipo menudo, extrovertido
y valiente, que se ponía una servilleta del hotel encima del casco para que
tuviese menos aire militar.
Como era bajito, sonreía siempre y usaba un casco de
talla grande, solía tener aspecto de champiñón simpático. Era muy aficionado a
las motos y a los divorcios, y mantenía de su propio bolsillo un asilo de
huérfanos en Afganistán. Estando con los muyahidines en las afueras de Kabul,
una granada rusa estalló delante, tirándole encima cuatro cadáveres de afganos
pero sin hacerle un rasguño a él. De todos modos, como decía el corresponsal de
EFE Enrique Ibáñez entre chupada y chupada a su vieja pipa, regalo de Arafat en
Beirut, Jorge era reportero de la Radio Vaticana en castellano; así que, en su
caso, los milagros tenían poco mérito: iban a cargo de la empresa.
Pasaban quince
minutos y el puente seguía intacto.
Márquez comprobó el indicador de batería y maldijo en
voz alta. Quizá los continuos apagones del hotel habían afectado el nivel de
carga.
-Voy al coche
-le dijo Barles.
Se puso en pie y
caminó por la carretera hacia la granja, cuyos muros oscuros se veían en el
primer recodo. Jadranka, la intérprete croata, estaba detrás con el Nissán
vuelto en dirección opuesta al puente, por si las cosas se ponían mal y era
necesario largarse a toda prisa.
Siempre lo dejaban así desde que dos años antes, en
Gorne Radici, una andanada de mortero los sorprendiera con el coche atravesado
en el camino. En aquella ocasión, Márquez, Alvaro Benavent, Maite Lizundía y
Jadranka habían tenido que arrojarse a la cuneta mientras Barles, con las manos
temblándole de angustia entre los zambombazos, maniobraba, marcha adelante y marcha
atrás, hasta que todos pudieron correr de nuevo a bordo y salir zumbando.
En la trasera
del Nissan estaba el material pesado: baterías y cintas de reserva, micrófonos,
trípode, cables y herramientas, junto a varios bidones de gasoil, un botiquín
de primeros auxilios y los cartones de tabaco de Márquez. También un par de
cajas de malta escocés llenas de cintas con música para acompañar los largos
recorridos por carretera: Sinnead O'Connor, Manolo Tena, los Platters,
Bangless, Joe Cocker, Concha Piquer, Madonna. El Nissan era blindado, con
ruedas a prueba de balas y una manta de kevlar en el piso para amortiguar el
efecto de las minas. Costó veinte millones de pesetas, y Barles se preguntaba
quién del departamento de Administración de TVE, por lo general mezquino hasta
la exageración a la hora de soltar un duro extra, había caído en el estado de
euforia etílica necesario para autorizar aquel dispendio. La salud física o el
bienestar de sus enviados especiales no era algo que quitara el sueño a los
responsables de Torrespaña, capaces de regatear hasta el importe de una cena en
Sarajevo el día de Nochebuena, o pedir factura cuando gastabas cincuenta
dólares en sobornar a un aduanero. A la hora de liquidar cuentas, el diálogo
era siempre idéntico:
-Qué significa gastos varios, doscientos dólares?
-Pues significa
exactamente gastos varios: un par de propinas, unos litros de gasoil, unos
huevos en el mercado negro...
-No veo la
factura del gasoil.
-Es que allí hay
una guerra, sabes? La gente no tiene facturas. No tiene de nada.
-Y eso de los
huevos?
-Una alegría que
decidimos darle a Márquez por su cumpleaños... Compramos media docena para que
le hicieran un pastel, y cada huevo vale diez marcos alemanes en Sarajevo.
-Mil pesetas el
huevo?
-Casi.
-Pues Televisión
Española no os paga los huevos.
-Eres un cabrón,
Mario.
-Lo soy, en
efecto. Pero cumplo órdenes. La consigna es ahorrar, porque luego a los jefes
les dan la bronca en el Parlamento... Por cierto, aquí dices: cuarenta dolares
de un bidón de gasoil confiscado por los serbios. No especificas en que
circunstancias y por que fue confiscado.
-Lo fue a punta
de pistola y porque en Bosnia hay mucho hijoputa. Casi tantos como en
Televisión Española.
Aterrados por la
espada de Damocles de las auditorías y por la mala conciencia, supervisados por
funcionarios que no tenían la menor idea de televisión ni de periodismo,
firmaban las liquidaciones a regañadientes, y preferían justificantes falsos a
que les contaras simplemente la verdad: que en las guerras solo es posible
moverse repartiendo dinero por todas partes y no hay tiempo, ni medios, ni
ganas de ir por ahí pidiendo facturas. Cuando caen bombas las cosas no
funcionan: no hay paradas de taxis, ni teléfonos, ni agua caliente, ni
gasolineras. No hay tiendas abiertas, ni semáforos, ni policías, y la gente te
dispara. Un chofer puede cobrar cinco mil duros por recorrer diez kilómetros en
una zona batida por francotiradores, una lata de conservas cuesta mil o dos mil
pesetas, un kilo de leña doscientos marcos en pleno invierno. Si en la guerra
alguien quiere moverse y trabajar, no tiene mas remedio que relacionarse con
traficantes y con gentuza. Uno soborna a la gente, se mueve en el mercado
negro, alquila coches robados o los roba personalmente. Pero ve a explicarle
eso a un chupatintas de moqueta que ficha a las seis para irse a casa y ver el
partido. Así que, para simplificar trámites, Barles siempre traía un monton de
justificantes en blanco, poniendo cualquier cosa en ellos con tal de no
discutir. Quereis facturas, verdad? Pues tomad facturas. Una vez le hizo llenar
una en serbocroata de camelo a su sobrina de nueve años, para no usar siempre
la misma letra: taxi Sarajevo-Split-Colmenar Viejo, o algo por el estilo.
Firmado Radovan Milosevic Tudjman. A los administradores les daba igual, con
tal de tener papel en forma con el que cubrirse las espaldas. Parapetados en
sus despachos y muy lejos de la realidad de un campo de batalla, se apuntaban
como un éxito rebajar mil duros en una cuenta de dos o tres millones de
pesetas. Preferían gastarse el dinero en cubrir campañas electorales, fichar
tías de tetas grandes, encargar programas a futurólogos, financiar Quién sabe
dónde o el Código Uno de aquel fulano, Reverte.
Al llegar a la
granja, Barles encontró al dueño asomado a la verja de la puerta. Era un croata
moreno y fornido con quien se había cruzado a primera hora, cuando discutía con
los soldados porque se negaba a abandonar su casa. Ahora miraba con inquietud
hacia la carretera y el puente.
-Situación mala?
-le pregunto a Barles, en mal inglés.
-Mala-respondió
éste-. Bijelo Polje kaputt. Yo de usted cogía a la familia y me largaba.
La familia
asomaba las caritas llenas de churretes por los bajos de la verja: un par de
críos rubios entre seis y ocho años. Al fondo del patio, junto a dos vacas y un
viejo tractor oxidado, había una campesina también rubia, joven, y una anciana
sentada bajo el porche.
Barles se detuvo
junto a la verja y le ofreció un cigarrillo al croata. El no fumaba, pero solía
llevar en los bolsillos del chaleco -linterna, bloc, bolígrafos, un mapa,
acreditaciones de los tres bandos y la ONU, pasaporte, dólares, marcos,
aspirinas, navaja suiza, fósforos protegidos en un condón, potabilizadoras,
grabador, botiquín de emergencia, Pharmatón Complex, tira de goma para
torniquetes, radio Sony ICF/SW- un paquete de Marlboro para darle a la gente;
era una buena forma de romper el hielo. El otro agradeció con una inclinación
de cabeza, y al cogerlo rozo las manos del periodista con sus dedos ásperos.
Olía a sudor y a tierra.
-Mucho
preocupado -dijo, exhalando el humo, y señaló a los críos-. Mucho problema.
En pocas
palabras puso a Barles al corriente de su situación: no estaba dispuesto a
dejar la granja pues temía, con razón, que la saquearan o incendiasen al quedar
abandonada. Veinte años, explicó, había trabajado en Alemania para invertir
aquí los ahorros de toda su vida. Durante un tiempo creyó poder mantenerse al
margen: su patria era el trozo de tierra que le daba de comer. Pero la guerra
llamaba ahora a su puerta. Se debatía entre el miedo por su familia y el miedo
a perderlo todo; a convertirse en uno mas de los miles de refugiados que
vagaban por Bosnia Central.
-No creer HVO
retirarse nunca... -concluyó.
Después puso una mano encima de la cabeza de cada crío-
Cree musulmanes llegan hasta aquí?
Barles se
encogió de hombros.
—Si no vuelan el
puente, si.
-Y si vuelan
puente?
-Entonces quizá no, y quizá si.
Lamentaba la
situación de aquel hombre, pero no más que la del resto de infelices que veía a
diario. A fin de cuentas este era joven y podía empezar de nuevo en alguna
parte, si es que lograba salir vivo de allí. Muchos otros, como el viejo de las
postales, ya no podrían empezar nunca en ningún sitio.
Habían conocido
al viejo en el sector musulmán de Mostar un año antes, cuando Bijelo Polje se
mantenía aún lejos de la guerra, y al campesino croata que ahora miraba
angustiado hacia el puente se la traían floja Mostar y el resto del mundo. El
viejo apareció una de esas mañanas en que durante algunas horas dejaban de caer
bombas. Entonces el silencio venía como algo extraño, inusual, y entre las
ruinas se alzaban hombres, mujeres y niños semejantes a fantasmas sucios. Era
una mañana de esas, con el sol tibio recortando los esqueletos negros de los
edificios y aquel olor peculiar de las ciudades en guerra, ladrillo, madera
quemada, cenizas y materia orgánica-basura, animales, seres humanos pudriéndose
bajo los escombros. Ese olor que no encuentras en ninguna otra parte y que te
acompaña durante días, pegado a tu nariz y a tus ropas, incluso cuando te has
duchado veinte veces y hace mucho que te has ido. Era una de esas mañanas en
que la guadaña descansa mientras la afilan de nuevo, y Barles y Márquez
descansaban en los escombros de un portal, aprovechando la tregua, con el
consuelo egoísta de llevar en el bolsillo un billete de avión; ese pasaje que
tarde o temprano permite decir basta e irse a otro sitio, allí donde puedes
beber cerveza viendo pasar a la gente, y las chicas guapas pasean por la calle
sin que les peguen un tiro. Era un día de esos y Barles pensaba en la
imposibilidad de trasmitir, en minuto y medio de Telediario, lo que uno siente
cuando en las ruinas de una casa -muebles astillados, cortinas sucias hechas
jirones, un cuadro en la pared atravesado por impactos de metralla- encuentra
en el suelo las fotos de un álbum familiar, pisoteadas entre cenizas y
deformadas por el sol y la lluvia. Un hombre sonriendo a la cámara. Un anciano
con tres niños sobre las rodillas. Una mujer aún joven, bella, de ojos
fatigados, con una sonrisa lejana y triste como un presentimiento. Niños en una
playa, con salvavidas y una caña de pescar. Y un grupo en torno a un árbol de
Navidad donde podían reconocerse los niños, el anciano y la mujer de ojos tristes.
Aquel de las
fotos era un día de esos en Mostar, y Barles y Márquez estaban sentados entre
los escombros sin decir palabra. Y entonces llegó un hombre en camiseta y
zapatillas, un anciano musulmán que llevaba en la mano un pequeño mazo de
tarjetas postales, y les contó su historia igual que el croata de la granja
acababa de contar ahora la suya a Barles. Tampoco aquel era un relato original:
un hijo desaparecido, una mujer enferma en un sótano, la casa en el otro lado
de la ciudad. El recuerdo de los hombres enmascarados que llegaron de noche,
levanta, vamos, afuera, al puente, vete al otro sector. Los disparos, y los dos
ancianos huyendo despavoridos en la oscuridad, sin tiempo a pensar que se iban
para siempre.
Cuando terminó
de contar, el viejo les fue mostrando las postales, manoseadas de tanto
repasarlas una y otra vez. Mira, amigo, así era Mostar antes. Mira que hermosa
ciudad. El puente medieval, las calles en cuesta. Las dos torres antiguas. Ya
no están las torres, finito.
Terminado. Tampoco este edificio existe ya. Ni el
puente. Nema nichta, nada de nada. Todo kaputt, comprendes? Mira, aquí estaba
mi casa. Bonita plaza, verdad...? El anciano señalaba al otro lado de la
ciudad. Estaba allí, en esa parte. Antigua de dos siglos, compruébalo en la postal.
Ya no existe, no queda nada.
El palacio, el edificio, la fuente. Todo destruido. Todo
eliminado. Todo...
-Todo a tomar
por culo -zanjó Márquez.
El anciano
estuvo un rato en silencio. Al cabo suspiró, y antes de irse se entretuvo en
reordenar cuidadosamente, con extraordinaria ternura, el mazo de postales que
era cuanto le quedaba de su ciudad y de su memoria.
-Barbari!-le
oyeron murmurar en voz baja-.
-Nema historia!
Después se
alejó, y vieron cómo se lo tragaban otra vez la ciudad y la guerra.
Sonó un
estampido en la dirección de Bijelo Polje y el campesino se volvió hacia allí,
sobresaltado. Los niños rieron. Barles miró hacia el porche, donde la mujer
tenia cogida una mano de la anciana y los observaba.
-Ella debería
irse -dijo-. Con los niños.
El croata se
retorcía las manos. Llevaba al menos una semana sin afeitar y sus ojos
enrojecían de insomnio.
-No puede ir
sola-respondió-. Nadie cuida ella.
Barles hizo una
mueca desprovista de caridad.
Había visto demasiadas granjas musulmanas ardiendo,
demasiados campesinos musulmanes degollados en los maizales, demasiadas mujeres
musulmanas acurrucadas en un rincón con ojos de animal herido. También había
visto a una joven con su vestido de los domingos, muerta en el maletero de un
Volkswagen Golf, con las piernas desnudas colgando sobre el parachoques. Y a
una niña de diez años con un tiro en la cabeza, en mitad de un charco de sangre
en el salón de su casa -era curiosa la cantidad de sangre que podía tener en el
cuerpo una cría tan pequeña-. Todos, y a veces Barles pensaba que incluso el
mismo, tenían demasiadas cuentas que saldar en aquella guerra, donde las
mujeres eran tristes y los hombres tenían tan mala leche.
Casi nunca
intentaba explicarlo. El era un reportero, y a la hora de trabajar Dios sólo
existe para los editorialistas. El análisis se lo dejaba a los compañeros de
corbata, en la redacción, o a los expertos que salían explicando factores
geoestratégicos con grandes mapas coloreados como fondo y a los ministros que
asomaban la sonrisa en el informativo de las tres, muy atareados en Bruselas,
hablando siempre en plural: nosotros hemos, nosotros vamos a, nosotros no
podemos tolerar. Para Barles, el mundo se reducía a planteamientos más simples:
aquí una bomba, aquí un muerto, aquí un hijo de la gran puta. En realidad era
siempre la misma barbarie: desde Troya a Mostar, o Sarajevo, siempre la misma
guerra. Una vez lo contó en una conferencia, en Salamanca, ante alumnos de
Periodismo que tomaban notas y abrían ojos como platos mientras él les contaba
el precio de un polvo en Manila, cómo hacerle el puente a un coche robado o
sobornar a un policía iraquí, y los catedráticos -era la Pontificia- se miraban
de reojo, inquietos, preguntándose si habrían invitado a la persona adecuada.
Se trata de la misma guerra, les dijo.
Cuando lo de Troya yo era muy joven, pero en los últimos
veinte años he visto unas cuantas. No se que os contaran otros; pero yo estaba
allí, y juro que siempre es la misma: un par de desgraciados con distinto
uniforme que se pegan tiros el uno al otro, muertos de miedo en un agujero
lleno de barro, y un cabrón con pintas fumándose un puro en un despacho
climatizado, muy lejos, que diseña banderas, himnos nacionales y monumentos al
soldado desconocido mientras se forra con la sangre y con la mierda. La guerra
es un negocio de tenderos y de generales, hijos míos. Y lo demás es filfa.
En cuanto a los
Balcanes, había explicado Barles en Salamanca a la futura competencia-cAsí
todas mujeres; era increíble la cantidad de tías que iban a ser periodistas-,
siempre fueron zona de frontera. En ese lugar estuvo la línea de confrontación
entre los imperios austrohúngaro y turco, y las poblaciones de uno y otro lado
ejercieron, durante siglos, como verdugos y víctimas en las diversas tragedias
que deparó la Historia -las chicas de las primeras filas tomaban notas,
aplicadas, y Barles decidió cargar un poco las tintas-. Ya sabéis: soldados y
funcionarios imperiales, fugitivos que se refugiaban en el otro lado,
musulmanes cristianizados, cristianos islamizados. Turcos que se la endiñaban a
los cristianos jovencitos y cosas así -las notas se interrumpieron y la decana
miró, inquieta, el reloj-. Eran guerras a la manera clásica: represalias,
pueblos pasados a cuchillo, mujeres violadas, cosechas en llamas. Heridas que
sangran todavía. Al fin y al cabo, hace solo cien años Sarajevo aún era turca.
En Europa, las hogueras de la Inquisición, la toma de Granada, el tributo de
las cien doncellas, la noche de San Bartolomé, la conjura de los Boyardos,
Crecy, Waterloo, los náufragos de la Invencible asesinados en las costas de
Irlanda, el dos de Mayo, son asuntos lejanos, tamizados por el tiempo, asumidos
como parte de un pasado que ya no tiene vínculo físico con el presente. Pero en
los Balcanes la memoria es mas fresca. Los bisabuelos de quienes ahora combaten
todavía se acuchillaban en nombre de la Sublime puerta o de la Viena imperial.
La cuestión serbia encendió la Primera Guerra Mundial, y durante la Segunda,
las atrocidades de ustachis croatas por una parte, y de chetniks serbios por la
otra; dejaron bien fresca una tradición de agravios y de sangre. Después de
todo, cada familia cuenta con un bisabuelo degollado por los turcos, un abuelo
muerto en las trincheras de 1917, un padre fusilado por los nazis, la Ustacha,
los chetniks o los partisanos. Y desde hace tres años, a eso hay que sumarle
una hermana violada por los serbios en Vukovar, un hijo torturado por los
croatas en Mostar, un primo hecho filetes por los musulmanes en Gorni Vakuf.
Allí -había dicho Barles a su joven auditorio- cada hijo de puta lo tiene todo
muy claro, muy reciente. Por eso los Balcanes entraron chorreando sangre en el
siglo XX y entraran del mismo modo en el XXI, por muchas milongas que os cuente
el ministro Solana. El nacionalismo serbio, todos esos intelectuales que ahora
pretenden lavarse las maños tras parir criminales como Milosevic y Karadzic,
manipuló esos fantasmas para enfrentar a quienes no deseaban la guerra. Y el
llamado Occidente, o sea, vosotros y yo, consentimos que así fuera. Los métodos
más sucios fueron puestos en practica, ante la pasividad cómplice de una Europa
incapaz de dar un puñetazo a tiempo sobre la mesa y frenar la barbarie. Esa
diplomacia europea sin pudor y sin redaños, gratificando la agresión serbia con
la impunidad, poniendo parches a toro pasado, hizo que primero croatas y
después musulmanes bosnios se subieran al carro de la limpieza étnica y el
degüello.
Puesto que la canallada es rentable, se dijeron, seamos
canallas antes que víctimas camino del matadero.
Después la miserable condición humana se disparó sola, e
hizo el resto del trabajo, y así van las cosas. Acabo de resumiros lo que pasa
en Bosnia, hijos míos. O mejor hijas mías. Que os aproveche.
-Si mujer va sin
mí, nadie cuida ella -repitió el croata.
Barles observo
la expresión hosca, obtusa, del hombre que tenía enfrente. Estaba harto de él,
de su mujer y de la granja. Estaba harto de explicar; harto de palabras. De
todos modos, Bijelo Polje se veía demasiado lejos de las Facultades de Periodismo.
Allí las palabras sobraban.
-Si la Armija llega hasta aquí -dijo, haciendo un último
esfuerzo- nadie cuidara de ella tampoco.
El hombre se
volvió a medías para mirar a su mujer.
Después bajó avergonzado la cabeza e hizo un gesto con
la mano, señalando la granja.
-Es todo que
tengo.
Barles asintió
despacio, antes de echarle un último vistazo a los chiquillos y caminar de
nuevo, en dirección al Nissan. A veces, pensó mientras se alejaba con la mirada
del hombre y los críos fija en su espalda, resulta una suerte no tener familia,
ni nadie de quien preocuparse en el mundo. De esa forma uno puede salvarse,
matar, morir, o reventar en paz.
HAY MUJERES QUE TIENEN UN PAR
El zumbido de un avión sobrevolaba el valle. Barles
sabía que era un reconocimiento de Naciones Unidas, pero echó un vistazo
instintivo a los árboles cercanos, en busca de posibles lugares donde
protegerse. Tres años antes, en Vukovar, un Mig serbio que volaba despacio y
bajo lo había sorprendido en idéntica situación que ahora, camino del coche en
busca de una batería de reserva. Aquel Mig llegó de improviso cuando Barles se
hallaba al descubierto, en mitad de un descampado. Era tan absurdo correr que
estuvo allí quieto y sobrecogido de miedo, mirando hacia lo alto con la inútil
batería en la mano, mientras el avión se inclinaba de un ala para identificar
la silueta solitaria e inmóvil y las letras IV pintadas en el techo del coche
cercano. Barles recordaría siempre el siniestro fuselaje mimetizado, el reflejo
del sol en la carlinga y la silueta del piloto mientras se inclinaba a mirarlo.
Después, el Mig se fue a soltar las bombas mas lejos, en la parte vieja de la
ciudad, sobre otro objetivo que valiera mas la pena.
Cuando llegó al
Nissan, Barles aún pensaba en Vukovar, el Stalingrado croata. La ciudad fue
destruida casa por casa en el otoño del 91, y en algunas de esas casas,
mientras todo ocurría, estuvieron Márquez y él.
Entraban y salían por los maizales con una vieja Ford
Transit incluso durante los últimos días, cuando todo era un montón de
escombros donde resistían sin esperanza los últimos defensores. Vivieron en el
hotel Dunav hasta que fue destruido, y la ultima noche en el fue aquella en que
Gervasio Sánchez salió del refugio en busca de Barles mientras las bombas
serbias caían por todas partes, y los barcos federales, que eran sombras
siniestras y oscuras a lo largo de la corriente, tiraban sobre el Dunav desde
el rfo. No había otro refugio que los urinarios, y allí se metieron media
docena de soldados croatas, Barles, Márquez, Jadranka, Gerva Sánchez, el
fotógrafo argentino Manuel Ortiz, y Alberto Peláez con su equipo de Televisa
Méjico. Fue una noche larga, ruidosa e incómoda, entre el retumbar de las
explosiones y el hedor de los retretes.
-De aquí no
salimos -decía Alberto Peláez, observando a los jóvenes croatas descompuestos
por el pánico. Alberto era un pesimista nato y siempre lo pasaba fatal en las
guerras. A pesar de eso, volvía una y otra vez sin que nadie lo obligara, y le
entraban unos remordimientos enormes cuando se perdía algo importante. En eso
era igual que Julio Fuentes, de El Mundo, que lo pasaba muy mal cuando estaba
entre las bombas y lo pasaba aún peor cuando no estaba.
Aquella noche,
mientras se protegían del ataque serbio en los urinarios del Dunav de Bukovar,
a la luz de una vela, los periodistas sacaron una botella de Jack Daniels para
encajar mejor la cosa. De vez en cuando, un estampido más próximo hacía temblar
las paredes.
Acurrucados en un rincón, con la cabeza entre las manos,
los soldados miraban a los reporteros como se mira a un grupo de locos. Que
coño hacen estos tipos, se preguntaban.
-Por que estas
aquí? -interrogó uno de ellos a Manuel.
-Nunca preguntes
eso -respondió el argentino.
-Yo estoy porque
me he divorciado -dijo alguien-.
Para que se joda.
Nadie cuestionó
la oscura 1ógica del asunto. Entre ellos, Márquez dormía a pierna suelta,
indiferente a las bombas de afuera, al hedor de los urinarios atrancados y a
las conversaciones.
-Yo no quiero
morir -decía Alberto, medio en broma medio en serio.
—Yo tampoco.
-Ni yo.
-A ver si os
calláis de una puta vez.
Pero no se callaban, porque la tensión desata los
nervios y la lengua. La botella siguió su ronda y el técnico de sonido mejicano
y Manuel, algo mamados, se pusieron a cantar rancheras. Así que Barles fue a
instalarse con su saco de dormir arriba, en el vestíbulo del hotel, junto a una
columna de hormigón que le pareció, en la oscuridad, relativamente segura, y
Gervasio Sánchez, que era amigo suyo, subió a buscarlo para que bajara de nuevo.
Al no convencerlo pasó el resto de la noche tumbado en el vestíbulo con el,
haciéndole compañía, iluminados a intervalos por el resplandor de las bombas
que estallaban en la calle.
-Si me matan
esta noche -decía Gervasio- no te lo perdonaré nunca.
Gerva Sánchez
era una de las mejores personas que cubrían aquella guerra. Empezó como
freelance en las guerras de América latina, El Salvador y Nicaragua, y ahora
trabajaba para Cover y El País, además de enviar crónicas a su diario natal, El
Heraldo de Aragón. Corría riesgos enormes buscándose la vida de un lado a otro,
y después de Vukovar y Osijek y todo aquello pasó largas temporadas en
Sarajevo. Se lo encontraban siempre a pie por las calles de la capital bosnia,
cargado con sus cámaras y su destrozado chaleco caqui de reportero sobre el
antibalas de segunda mano.
-Y tu por que
estás aquí? -le preguntaba Barles, guasón, aquella noche en el vestíbulo del
hotel Dunav de Vukovar.
-Porque me gusta- respondía Gervasio humilde, en voz
baja.
Además de buena
persona, Gerva Sánchez era un gran fotógrafo de guerra. En los últimos tiempos
formaba a menudo pareja con Alfonso Armada, de El País, un joven con gafas
redondas que era autor teatral de éxito, pero fue a Sarajevo para una
sustitución y se aficionó tanto a aquello que no había forma de sacarlo de
allí. Iban siempre juntos a todas partes, como Hernández y Fernández.
El recuerdo de
Gervasio hizo sonreír a Barles. Sin embargo, respecto a Vukovar no había muchos
motivos que justificasen la sonrisa. Ninguno de los soldados croatas que
conocieron entonces seguía vivo ya, salvo en las imágenes de Márquez archivadas
en Torrespaña.
Cuando cayó la ciudad, los serbios asesinaron a todos
los prisioneros en edad de combatir, Gruber incluido.
Gruber era comandante de la posición de Borovo Naselje,
donde Márquez y Barles solían instalarse durante los combates porque allí los
dejaban moverse a su aire. Incluso, una vez, Gruber organizó un contraataque
para recuperar un edificio cercano, a una hora con buena luz para que ellos lo
filmaran. El contraataque fracasó, pero lograron llegar hasta los blindados
serbios destruidos y grabar los cadáveres de soldados federales tendidos en el
suelo, antes de que los otros, los vivos, los obligaran a retroceder de nuevo.
El comandante Gruber tenía 24 años, fue herido varias veces, y los últimos
días, con un pulmón lleno de agujeros y un pie amputado hasta el tobillo,
terminó con otros centenares en el sótano del hospital, cuando ya el perímetro
defensivo se reducía a unos pocos metros. Así que al llegar los serbios, lo
sacaron fuera con los demás y le pegaron un tiro en la nuca. Todos ellos,
Gruber y los chicos de Borovo Naselje, Mate y Mirko el bosnio, incluso Rado, el
rubito pequeño que se enamoró de Jadranka, la intérprete, estaban ahora en
fosas comunes, abonando los campos de maíz.
Aquella misma
Jadranka, el amor platónico del pequeño Rado, estaba ahora en el Nissan,
anotando las noticias que escuchaba por la radio, y levantó la cabeza para
mirar a Barles, preocupada, cuando este abrió la puerta del coche. El
periodista se pregunto si ella recordaría como el a Gruber y al resto de los
muchachos de Vukovar. Imaginaba que sí, aunque Jadranka siempre se negaba a
hablar de aquello, como si deseara olvidar un mal sueño. Vukovar fue su bautismo
de fuego en una guerra que ella empezó como ardiente patriota para terminar
decepcionada de la política, la guerra, los hombres y mujeres que manejaban los
hilos de ambas. En 1992, tras dimitir de un influyente cargo oficial en el
Gobierno Tudjman, Jadranka recuperó su plaza de profesora de castellano y
catalán en la Universidad de Zagreb. Alternaba eso con trabajos de intérprete
para la embajada de España, y sólo volvía a los frentes de batalla en muy raras
ocasiones, para trabajar con Barles y Márquez, a 130 dó1ares la jornada. La
unían a ellos lazos especiales; al fin y al cabo, a su lado había descubierto
la guerra casi tres años atrás, moviéndose por toda Croacia de Petrinja a
Osijek, de Vukovar a Pakrac; su currículum profesional como interprete de aquel
verano-otoño del 91 estaba ligado a los nombres de las mas crueles batallas
entre federales yugoslavos y nacionalistas croatas. Era morena, grande y dulce,
con el pelo prematuramente encanecido, y sostenía que muchas de aquellas canas
correspondían a días de trabajo junto a Márquez y Barles. Odiaba las corridas
de toros y consideraba a los españoles sanguinarios; lo que, viniendo de una
croata, tenía mucha guasa.
-Todo va mal
-informó Jadranka, apagando la radio.
-Ya me he dado
cuenta.
-La Armija se mueve
hacia Cerno Polje. Si llegan hasta allí, cortaran la carretera.
El periodista
blasfemó despacio, en voz alta y clara.
Aquello era un fastidio. Si los musulmanes cortaban la
carretera iba a ser difícil irse. Ella, en especial, con su apellido -Vrsalovic-
nunca lograría pasar un control de la Armija a pesar de su acreditación de
Naciones Unidas.
-Como en Jasenovac -murmuró Barles.
-Como en
Jasenovac -repitió ella, sonriendo inquieta.
Se habrían
escapado de Jasenovac un par de años antes, cuando los tanques serbios cerraban
la tenaza en torno a Dubica, pasando a toda velocidad por el punto donde la
ruta iba quedar cortada diez minutos mas tarde. Antes de abandonar Dubica,
Barles tuvo tiempo para rescatar de una iglesia en llamas dos misales ortodoxos
del XVIII y un pequeño lienzo antiguo de San Nicolás, que cortó del marco con
cuatro tajos de su Victorinox.
-Se iba a quemar
de todas formas -dijo.
Aquello lo hizo
acreedor a una bronca de Jadranka cuando esta supo que no tenía la menor
intención de entregarlo a un museo o al ministerio de Cultura croata.
-Pillaje se
llama eso -repetía, indignada, mientras Márquez hacía volar el coche por la
carretera-. Pillaje infame.
El hecho de que
Barles le recordara que la iglesia era serbia ortodoxa y que la habrían
incendiado los propios croatas, no atenuaba su indignación. En aquel tiempo,
Jadranka conservaba intactos sus puntos de vista morales de antes de la guerra.
Era la época en que el equipo de TVE en la que aún se llamaba Yugoslavia lo
componían cinco: ellos tres con el técnico de sonido Álvaro Benavent y Maite
Lizundía, la productora jovencita novia de un músico de Los Ronaldos. Maite era
pequeña, silenciosa y resuelta. Estaba en su primera guerra y hacía exactamente
lo que veía hacer a Márquez y Barles, siguiéndolos a todas partes con su
mochila a la espalda y la cabeza agachada cuando pasaban las bombas y las
balas. En Vukovar, el día que los serbios lanzaron su primer gran ataque de
artillería contra el cuartel general croata, tuvieron que decidir entre bajar
al refugio, lo que suponía seguridad momentánea pero también la posibilidad de
no salir nunca, o alejarse a pie del sector donde se concentraba el bombardeo.
Escogieron la segunda solución, y Mayte los acompañó sin decir esta boca es mía
durante aquella larga medía hora, pegándose a las fachadas de las casas, sin
poder filmar un plano ni maldita la gana que tenían, mientras los proyectiles
reventaban encima y les hacían caer sobre la cabeza tejas y ramas de árboles.
En cuanto a Álvaro, el técnico de sonido, era un tipo decidido y tranquilo, que
incluso cogió la Betacam para rodar unas imágenes excelentes durante los
combates de Czorne Radici. Pero después de Vukovar, y del día que se escaparon
por los pelos de Dubica y Jasenovac, no volvió a ser el mismo. Barles recordaba
el ruido de su respiración y sus dedos clavados en el respaldo del coche
mientras aceleraban por la carretera y los tanques serbios se movían a lo
lejos, en el horizonte. Nunca quiso volver con ellos a la guerra.
Después de esto, repetía una y otra vez por la carretera
de Jasenovac, yo he cumplido con la patria. Así que os pueden ir dando. A los
dos.
Mujeres en la
guerra. Jadranka, Maite. Heidi y sus palomas. Catherine Leroy con sus cámaras
al hombro, discutiendo con un soldado israelí en Tiro. Carmen Romero, de Efe,
mojada de nieve en el Intercontinental de Bucarest, buscando un teléfono para
transmitir que había muchos muertos en las calles. Carmen Postigo ejecutando un
baile sexy con Ulf, su cámara sueco, la Nochevieja de la caída de Ceaucescu.
Aglae Masini cruzando Beirut, esquivando francotiradores, ciega por el gas de
las bombas, para transmitir su crónica diaria por télex al diario Pueblo.
Carmen Sarmiento contando en directo una emboscada, en Nicaragua.
Lola Infante en Yamena, mirando despavorida a Barles
cuando éste le puso sobre la falda la clavícula de un esqueleto -tiro en la
nuca, manos atadas con alambre devorado por los cocodrilos a orillas del río
Chari.
Arianne conduciendo con chaleco antibalas y un
cigarrillo en la boca mientras los francotiradores disparaban en la Sniper
Avenue de Sarajevo y en la radio del coche Lou Reed cantaba Caminando por el
lado salvaje.
Cristina Spengler en un Land Rover cubierto de polvo,
entre campos de minas al sudoeste de Tinduf.
Slobodanka manchada de sangre, intentando cortarle la
hemorragia a Paul Marchand. Oriana Fallaci contándole a Barles lo de su cáncer
a bordo de un avión entre Dahran y Hafer Batin, una semana antes de la invasión
de Kuwait. Peggy, la cámara de la CNN, con la mandíbula inferior destrozada por
una bala explosiva y la lengua por corbata. Maria la Portuguesa durmiendo con
las morenas tetas al aire. Corinne Dufka recortada a contraluz en las llamas
del hotel Europa, con el cabello recogido en una trenza, los ceñidos tejanos y
las Nikon colgadas del cuello, el día que Barles no pudo quedarse quieto y ella
lo fotografió sacando niños en brazos.
Corinne y Barles se conocían desde El Salvador, y era la
mujer mas valiente que el vio nunca en una guerra. Sus fotos de Bosnia daban la
vuelta al mundo y eran portadas en Time, Paris Match y las grandes revistas
internacionales. Había estado en Sarajevo meses y meses, entrado en Mostar a
pie, por las montañas, y en el 92 saltó sobre una mina en Gorni Vakuf. Tardo un
mes en recuperarse, y volvió de nuevo a la guerra, luciendo cicatrices aún
frescas que se unían a las antiguas. Como dijo Gerva Sánchez al verla aparecer
otra vez en el vestíbulo del Holiday Inn, hay mujeres que tienen un par de
cojones.
-Deberíamos
irnos -recomendó Jadranka.
Mientras
cambiaba la batería usada por otra nueva, Barles miro el humo que salía de
Bijelo Polje. Después encogió los hombros.
-Márquez quiere su puente.
-Dios mío -dijo
ella.
Conocía de sobra
a Márquez para saber que cuando algo le entraba en la cabeza no había mas que
hablar.
Su leyenda estaba llena de historias, apócrifas o
verdaderas. Se contaba de el que una vez, en Vietnam, insistió para que a un
vietcong condenado a muerte, vestido con ropas negras, lo fusilaran sobre una
pared de color claro, a fin de que la imagen no empastara al filmarlo.
Si se lo van a cargar de todas formas, decía, mas vale
que sirva de algo. Le preguntaron al vietcong y dijo que le daba igual, que
pasaba mucho. Así que lo cambiaron de pared.
Barles iba a
preguntarle a Jadranka que más había dicho la radio. Pero entonces sonó un
estampido tremendo, y la onda expansiva movió la puerta abierta del Nissan y
agito las hojas del cuaderno de la interprete.
Con lo que Barles se dijo que tal vez, después de todo,
Márquez tenía su jodido puente.
Pero no se
trataba del puente. Cuando se acerco a la curva junto a la granja, vio que un
cañonazo o un mortero pesado, tal vez 82 ó 120 mm., había caído en un ala del
edificio, hundiendo un muro y sembrando de tejas rotas la carretera. Oía a su
espalda los pasos de Jadranka pero no se volvió, sino que se puso a correr
hacia la casa. Al llegar a la verja vio fugazmente, a su izquierda y a lo
lejos, que Márquez se incorporaba sobre el talud y tenía la cámara pegada a la
cara, grabando la humareda que aún se alzaba en el aire tras la explosión.
La verja estaba
abombada y fuera de sus goznes.
Saltó por encima, al patio, y lo primero que encontró
fue una vaca muerta y un reloj de cuco suizo, roto en el suelo y con el
pajarito fuera. Olía muy fuerte a explosivo quemado. La puerta de la casa
estaba abierta y el suelo lleno de cristales rotos, pero no halló a nadie.
Gritó para llamar al campesino croata y al poco lo vio
asomar por la escalera del sótano, con el semblante de color gris ceniza.
-Todo dobro? -le
preguntó, haciendo un gesto con la mano hacia el suelo para referirse a los
niños...Nema problema?
El croata negaba
con la cabeza. Cuando Barles se acerco a la escalera oyó a los críos llorar
abajo. Márquez apareció en la puerta, con Jadranka; había entrado filmando, en
travelling, por si encontraba dentro algo que mereciera la pena. Barles hizo un
gesto negativo. Lo único a filmar era el sótano, pero el flash estaba en el
Nissan. De todos modos, aquel sótano ya lo habrían filmado cien veces en cien
lugares distintos, y también era siempre el mismo, como las casas en llamas y
los muertos que se parecían a Sexsymbol: una madre acurrucada en un rincón,
estrechando a dos críos aterrorizados. Una anciana medio invalida con la mirada
ausente, absorta en las aguas negras de su pasado, mas allá del bien y del mal.
Y un hombre con esa tonalidad grasienta, gris, que el miedo da a la piel. Un
hombre humillado, confuso, incapaz de hacer nada por los suyos. No merecía la
pena ir hasta el Nissan, por el flash, para grabar otra vez aquello.
-No merece la
pena le dijo a Márquez.
El cámara se
encogió de hombros y salio al patio de la granja. Jadranka hablaba con el
hombre en serbocroata, y este asentía con aire perplejo, retorciéndose las
manos. El cielo sobre la cabeza, pensó Barles. Nos pasamos la vida creyendo que
nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, lo que conseguimos a cambio de todo eso,
son definitivos, estables. Creemos que van a durar; que nosotros vamos a durar.
Y un día el cielo nos cae sobre la cabeza. Nada es tan frágil como lo que
tienes, se dijo. Y lo mas frágil que tienes es la vida.
Salió al patio.
Márquez hacía una panorámica desde la vaca muerta al muro destruido de la
granja. A veces un animal muerto resulta mas patético que un ser humano. todo es
cuestión de como se componga el plano, o la foto. Incluso un animal vivo
Recordaba el perro con una pata rota de un balazo que los siguio una vez,
cojeando, a Paco Olmedilla y a el, en Beirut, durante el asedio de Sabra y
Chatila. En la guerra, los ojos de un animal herido son idénticos a los de un
niño, porque mira a los hombres como el chiquillo mira a los adultos:
reprochándoles un dolor que siente y cuya causa no comprende. Todos aquellos
ojos de críos quemados por el napalm, desorbitados por el sufrimiento entre los
vendajes que les cubrían la cara, en Jorramchar, en Estelf, en Tiro y en
cientos de sitios que también eran siempre el mismo; todos los ojos de todos
los niños de todas las guerras eran una larga recriminación sin palabras al
mundo de los adultos. Pero no hacía falta que estuviesen heridos, o muertos
como aquel de seis años que filmaron pequeño y solo, con un inútil vendaje en
torno a la cabeza, tan frágil con su boca abierta y los brazos y el pecho
desnudos, en el suelo de la morgue de Sarajevo el día que Paco Custodio le pasó
la cámara a Miguel de la Fuente y se echó a llorar sentado en los escalones,
con las lágrimas goteándole por el bigote. A veces el horror te aguarda
agazapado, tranquilo, en la mirada de un crío vivo cualquiera, en una carretera
perdida, en un sótano. En la cara del niño judío que levantaba-,levanta?,
,levantara?- las manos junto a su madre, ante el impasible verdugo nazi en el
ghetto de Varsovia. La memoria de un reportero siempre es la memoria de un
largo álbum de viejas fotos, de imágenes que a veces se funden unas con otras,
de recuerdos propios y ajenos. Los vertederos llenos de muchachos torturados y
muertos, en El Salvador. Las cárceles de Ceaucescu. La toma de la Quarantina
por los falangistas libaneses.
El horror.
Barles movió la cabeza: la gente no tiene ni puta idea. Cualquier imbécil, por
ejemplo, lee El corazón de las tinieblas y cree saberlo todo sobre el horror,
así que pasa dos días en Sarajevo para elaborar la teoría racional de la sangre
y de la mierda, y a la vuelta escribe trescientas cincuenta paginas sobre el
tema y asiste a mesas redondas para explicar la cosa, junto a cantamañanas que
no han peleado jamás por un mendrugo de pan, ni oído gritar a una mujer cuando
la violan, ni se les ha muerto nunca un crío en los brazos antes de pasar tres
días sin poderse quitar la sangre de encima porque no hay agua para lavar la
camisa. Con los compromisos intelectuales, con los manifiestos de solidaridad,
con los artículos de opinión de los pensadores comprometidos y las firmas de
las figuras de las artes y las ciencias y las letras, los artilleros serbios se
limpiaban el culo desde hacía tres años. Una vez, Barles se ganó una bronca de
sus jefes por negarse a entrevistar para Telediario a Susan Sontag, que por aquellas
fechas montaba Esperando a Godot con un grupo de actores locales, en Sarajevo.
Mandad a un redactor de Cultura, había dicho. O mejor a un intelectual
comprometido.
Yo soy un analfabeto hijo de puta y sólo me la ponen
dura la guerra y la vorágine.
Miró la vaca muerta y luego su propio rostro en el
reflejo de un cristal roto por la explosión, que aún se mantenía unido al marco
de la ventana, y se dirigió a sí mismo una mueca. El horror puede vivirse o ser
mostrado, pero no puede comunicarse jamás. La gente cree que el colmo de la
guerra son los muertos, las tripas y la sangre. Pero el horror es algo tan
simple como la mirada de un niño, o el vacío en la expresión de un soldado al
que van a fusilar. O los ojos de un perro abandonado y solo que te sigue
cojeando entre las ruinas, con la pata rota de un balazo, y al que dejas atrás
caminando deprisa, avergonzado, porque no tienes valor para pegarle un tiro.
A veces, el
horror se llama asilo de ancianos de Petrinja. Barles pensaba eso cuando llegó
junto a Márquez, que habla terminado con la vaca y encendía otro cigarrillo,
aún con la Betacam al hombro.
-,Que hay en el
sótano? -pregunto el cámara.
-Lo de siempre.
Los críos, la mujer. Una vieja.
Márquez exhalo
el humo y miró alrededor, como si aún buscara algo que grabar.
-Es malo ser
viejo -comentó, y Barles supo que se refería a la guerra. Cuando abría la boca,
Márquez siempre se refería a la guerra.
-Un día ya no
habrá mas -dijo Barles-. Me refiero a todo esto, y a nosotros.
Márquez entornó los ojos, asintiendo.
-Prefiero no
llegar tan lejos -aspiró una profunda bocanada del cigarrillo y después rió
chirriante, sin ganas-. Por eso fumo dos paquetes diarios.
-SI. Mejor eso
que el asilo de Petrinja.
Supo que Márquez
rumiaba el mismo pensamiento, porque vio que sus ojos quedaban fijos en un
punto indeterminado y la boca se le endurecía. Lo del asilo ocurrió al
principio de la guerra, cuando medía Petrinja, evacuada por los croatas, aún no
estaba en maños serbias. Era territorio comanche en estado puro, y el ruido de
los cristales rotos chascaba bajo sus pasos cuando caminaron con precaución por
el lugar vacío, uno a cada lado de la calle, vigilando los edificios y atentos
a los cruces, por si los francotiradores. Con esa sensación en la cara interior
de los muslos y en el estomago que da saberse solo en tierra de nadie. Habrían
buscado provisiones en una tienda despanzurrada: chocolate, galletas, una
botella de vino. Mas tarde, en unos grandes almacenes saqueados, Barles
encontró un suéter de lana inglesa a su medida y Márquez una corbata de
pajarita que se puso en el cuello de la camisa caqui. Después hicieron una
entradilla en una plaza llena de agujeros, estamos aquí, etcétera, ciudad
abandonada y demás.
Barles con el micro de TVE en la mano y Márquez haciéndole
un plano medio, con un ojo en el visor de la cámara y el otro alrededor,
atento. Y cuando ya se marchaban dieron con el asilo de ancianos.
Hubieran pasado de largo de no haber escuchado una voz,
o un gemido, a través de los cristales rotos de una ventana. En el edificio,
oficialmente evacuado ante el avance serbio, abandonados por los enfermeros en
fuga, una docena de inválidos habrían quedado atrás, tendidos sobre camillas,
en un corredor oscuro junto a la puerta. Eran tres los días que llevaban sin
agua ni comida, entre el zumbido de las moscas y el hedor de sus excrementos. Y
cuando Márquez y Barles usaron sus Maglite para verlos mejor, desearon no
haberlo hecho nunca. Un par de ellos estaban muertos. En cuanto a los que
seguían vivos, iban a estarlo poco tiempo. Así que apagaron las linternas,
encendieron el flash y los filmaron a todos, a los vivos y a los muertos. Al
acercarles la cámara los ancianos se encogían en sus camillas, entre los orines
y la mierda que manchaba ropas y sabanas, y chillaban débilmente enloquecidos
de terror, tapándose los ojos alucinados, ciegos, deslumbrados por la luz del
flash, suplicando a las dos sombras que se movían a su alrededor. Márquez y
Barles trabajaban sin hablar ni mirarse, y a la luz del flash sus rostros
crispados y pálidos parecían los de dos fantasmas. Sólo se interrumpieron una
vez, cuando Barles se apoyó en la pared y se puso a vomitar, pero ninguno de
los dos hizo comentarios. Después dejaron en las camillas toda el agua y la
comida que tenían y subieron al primer piso, donde una bomba había sorprendido
a un anciano vistiéndose para escapar. El viejo seguía allí. Llevaba tres días
muerto, solo, sentado entre los escombros, cubierto de una capa de polvo y yeso
desmenuzado, inmóvil y todavía con los zapatos ante los pies, junto a una
conmovedora maleta de cartón y un sombrero. Tenía los ojos cerrados y una
expresión serena, inclinada la barbilla sobre el pecho. Una costra de sangre
seca le salía por la nariz hasta la barbilla sin afeitar y el cuello sucio de
la camisa, y Barles le dijo a Márquez que le filmara el rostro; pero este
prefirió hacerlo de espaldas, encuadrándolo tal y como se veía desde el
pasillo: sentado ante la ventana destrozada por la bomba, silueta patética,
gris, inmóvil en la sobrecogedora soledad de aquella habitación deshecha, entre
los ladrillos y muebles rotos, los hierros retorcidos y los jirones -maleta,
sombrero, zapatos, ropa, papeles entre los escombros- de su pobre vida
concluida a oscuras, cuando oía correr a los otros por el pasillo,
despavoridos, y el se vestía buscando a tientas los zapatos para escapar.
El horror.
Márquez reía como para sí mismo con gesto absorto, amargo. Y Barles también se
echó a reír entre dientes, mirando los ojos de la vaca muerta.
EL PUENTE DE MÁRQUEZ
Jadranka se reunió con ellos en la carretera, frente a
la granja.
-Que te ha
dicho? -le preguntó Barles.
La interprete se
encogió de hombros. Tenía aspecto fatigado.
-El hombre esta
hecho un lío. No sabe que hacer: si irse o quedarse.
-Ese tío es idiota.
Todo se acabó: este lugar, su granja. La Armija llegara hasta aquí, con puente
o sin el.
-Eso he
intentado explicarle.
Sonaron dos
estampidos lejanos tras la curva del río, y los tres miraron en esa dirección.
-También
nosotros tendríamos que irnos-dijo Jadranka.
Ni Márquez ni
Barles dijeron nada. Sabían que lo de ella no era temor, sino enunciación de un
hecho objetivo. También Jadranka sabfa que ellos lo sabían.
Los tres estaban de acuerdo en que las posibilidades de
largarse sin problemas disminuían a cada minuto.
-Que pasa en
Cerno Polje? -preguntó Márquez, mirando el puente.
-La radio dice
que la carretera sigue abierta. Pero no por cuanto tiempo.
Márquez hizo un
leve gesto afirmativo con la cabeza, como dándose por enterado. Después cambio
la batería de la cámara y echó a andar de regreso al talud, en dirección al
puente.
-Hijo de puta
-dijo Barles.
Le dijo a
Jadranka que volviera al Nissan y desanduvo camino hacia el puente siguiendo a
Márquez.
Sexsymbol continuaba en su sitio y la humareda
suspendida sobre Bijelo Polje era mas espesa. Ya no se oían disparos en el
pueblo. Al observar el paisaje echó en falta algo, como en el juego de los
siete errores, aunque en principio no pudo precisar de que se trataba. Se
detuvo un instante hasta que por fin comprendió. Faltaba algo que antes estuvo
allí: el campanario de la iglesia había desaparecido.
Resultaba
curiosa, se dijo, la afición de los contendientes de todas las razas y colores
por liquidar los símbolos religiosos del adversario. Recordó la mezquita del
Morabitum en Beirut, con su minarete tan lleno de agujeros que parecía un queso
de Gruyere. O las iglesias ortodoxas o cató1icas y las mezquitas dinamitadas
por todas partes en la ex Yugoslavia. En otro tiempo, al menos, los turcos encalaban
las paredes de Santa Sofia o los cristianos edificaban catedrales sobre los
recintos religiosos andaluces, como si la arquitectura religiosa fuera, en
cierto modo, compatible con el degüello. Ahora, sin embargo, las soluciones se
aplicaban por la vía rápida: unos cañonazos, una carga de plástico en los
cimientos, y santas pascuas. No habla siglos de Historia que resistieran al
exógeno, la pentrita, la estupidez o la barbarie. La biblioteca de Sarajevo,
por ejemplo. O la sinagoga bombardeada. O la mezquita Begova, con sus tejas de
plomo de cuatro siglos alfombrando la calle Saraci. O el puente de Mostar, que
tras resistir guerras e invasiones durante 427 años, no aguantó una hora de
bombardeo de la artillería croata. Habían estado allí filmando sus ruinas desde
la orilla este, el día que un francotirador le pego un tiro en la cabeza a una
mujer y después otro en la espalda a Carla, la morena guapa que trabajaba para
Unicef, y tres cascos azules españoles tuvieron que ir a rescatar a Carla, bajo
el fuego, mientras un freelance les hacía fotos con teleobjetivo apalancado
entre las ruinas. Gracias a aquellas fotos Carla se hizo famosa, los cascos
azules tuvieron una medalla de Unicef y el fotógrafo consiguió cinco páginas en
París Match. En cuanto a la mujer muerta, que aparecía en las imágenes boca
abajo junto a los rostros crispados de los cascos azules con los tiros
impactando en la pared, la bala explosiva le destrozó la cara, así que la
enterraron sin poder identificarla, junto a aquel puente que ya no existía, y
que –most significa puente en serbocroata- todavía daba nombre a una ciudad que
ni siquiera parecía una ciudad. Lo que no dejaba de tener mucha irónica y
puñetera gracia.
Al proseguir
camino por el centro de la carretera, Barles echó un vistazo a su derecha,
hacia el bosque, sin ver a ningún soldado. Los javeos seguían ocultos, imaginó,
si es que no habían tomado las de Villadiego.
Márquez estaba otra vez en su posición de espera,
tumbado en el talud con la Betacam apuntando al puente, junto a la mochila y el
casco de Barles. Este se hallaba a unos diez metros del cámara cuando miró otra
vez hacia el lugar que había ocupado el campanario. Después bajó la vista hasta
la curva de la carretera, al otro lado del puente y el río. Entonces vio el
primer tanque.
Un tanque
produce siempre una desazón especial.
Es una masa de acero siniestra, que se mueve con
estrépito y chirridos, como un dragón antiguo. Un tanque es lo mas antipático
que puede uno encontrar en una guerra, sobre todo si está en el bando contrario.
Hasta cuando le han pegado un misilazo y está quieto y oxidado resulta un
artilugio con muy mala sombra. Un tanque despierta un miedo atávico,
irracional, y siempre da gana de echar a correr. En 1982, recién llegado de las
Malvinas, Barles pasó ocho horas con un grupo de cazadores de carros
palestinos, media docena de jóvenes equipados con RPG-7 que luchaban en los
suburbios de Borj el Barajne, al sur de Beirut. Había un Merkava judío junto a
un bloque de apartamentos, y todo el rato los chicos, de los que el mayor
apenas tendría diecisiete años, intentaban destruirlo con los lanzagranadas.
Iban una y otra vez, acercándosele protegidos por las ruinas, y le tiraban
granadas de carga hueca que no conseguían dar en el blanco o atravesar el
blindaje.
Por fin, como un monstruo al que hubieran despertado del
sueño, el Merkava giró lentamente la torreta, disparó un solo cañonazo y mató a
dos de los palestinos.
Después la infantería israelí cayó sobre el lugar
disparando con todo, con los Galil y con las ametralladoras, y fue entonces
cuando Philipot, el fotógrafo de Sygma, dijo que no merecía la pena hacerse
matar por una foto -se faire tuer, dijo-, y salio corriendo, y Barles también
salio corriendo, y todo el mundo salió corriendo, y Barles y Philipot no pararon
hasta llegar al hotel Commodore, donde Tomas Alcoverro, de La Vanguardia, los
esperaba en el bar para contarles, una vez mas, cómo su mujer lo había
abandonado por Pablo Magaz, de ABC.
Eso ocurría con
frecuencia en el oficio. Uno estaba, por ejemplo, corriendo delante de un
tanque libio en Yamena, y mientras tanto la legítima estaba en los juzgados de
Barcelona pidiendo el divorcio. Pero lo cierto es que la mayor parte de los
miembros de la tribu no se lo tomaban muy a mal. A fin de cuentas, mientras
ellos jugaban a héroes cruzando calles y todo eso, ellas lidiaban con el
colegio de los críos, los plazos del televisor, la factura del butano y la
soledad. Tomas Alcoverro se hacía cargo y se consolaba como podía.
Era el mas veterano de los reporteros y corresponsales
en Oriente Medio, y una noche, en una playa de los Emiratos, le confesó a
Barles que esperaba morirse en Beirut porque en España ya no conocía a nadie.
Lo mismo le pasaba a Julio Fuentes, de El Mundo, que cuando era joven y guapo
se había calzado a Bianca Jagger, contaban, en la guerra de Nicaragua. O quizá
ella se lo había calzado a él; la peña discrepaba en las versiones. Después,
como Tomas y tantos otros, Julio tuvo una novia que le dijo adiós muy buenas,
harta de que pasara la vida en Sarajevo. Con tanto zambombazo Julio Fuentes
estaba muy para allá, alucinando en colores como si se metiera cada día guerra
en la vena con una jeringuilla. Así que Pedro Jota, su jefe, decidió retirarlo
de corresponsal a Italia, donde ahora llevaba corbata y tenía un coche
deportivo, y una novia nueva. Lo malo es que algunas noches a Julio se le iba
la olla y se despertaba en Bosnia. Las tres Des, solía decir el abuelo
Leguineche: desequilibrados, divorciados, dipsómanos.
Barles abrió la boca para gritarle a Márquez lo del
tanque, pero en ese instante oyó llegar la primera granada. Esta vez no era
mortero sino tiro tenso, directo, sobre las inmediaciones del puente. Se tiró
al suelo al oírla pasar sobre su cabeza, alta, con sonido de tela rasgada, y la
oyó reventar mas atrás, al otro lado de la granja. El Nissan, pensó. Ojalá esos
hijoputas no le den al Nissan. Después pensó en Jadranka. Ojalá esos hijoputas
tampoco le den a ella.
Se levantó para
franquear los diez metros que lo separaban de Márquez, y al hacerlo vio que de
la linde del bosque salían dos javeos a todo correr, hacia la carretera.
Llevaban los Kalashnikov en la mano y parecían tener mucha prisa. Al otro lado
del río, el tanque se movía despacio, como a cámara lenta, pero Barles supo que
era solo una ilusión óptica producida por la distancia. Los tanques siempre se
mueven mas aprisa de lo conveniente.
Se dejó caer
junto a Márquez, en el talud, justo cuando una segunda granada pasaba sobre sus
cabezas, en la misma dirección. El cámara tenla la Betacam encendida y grababa
el puente en plano general fijo, pero con el ojo izquierdo vigilaba el tanque
que se aproximaba todavía fuera de cuadro. Habla figurillas confusas cerca,
detrás, por la carretera.
-Infantería-dijo
Barles.
-La he visto.
Los dos javeos
llegaron hasta ellos. Uno era muy joven y sudaba a chorros bajo un chaleco
antibalas enorme, de esos que utilizan los artificieros, con un faldón que le
protegía los testículos y lo incomodaba al correr.
El otro era grande, con mostacho. Estaban muy nerviosos
y subieron hasta la mitad del talud, gesticulando.
-Dicen que nos
larguemos -interpreto Barles.
Márquez, atento
a la cámara y al puente, no se molestaba en responder. El mas joven subió un
poco mas y le tocó la bota.
-Anda y que te
den por culo -le dijo Márquez.
La tercera
granada hizo impacto entre el talud y el bosque, justo por donde habrían venido
corriendo los javeos, y algunos terrones con hierba cayeron en la carretera.
Todos se aplastaron contra el suelo menos Márquez, que no perdía el puente de
vista. Pasando mucho del que dirán, Barles se puso el casco. El javeo joven
dijo glupan mirando a Márquez, que en serbocroata viene a ser algo así como
gilipollas, y se fue con el otro a lo largo de la carretera, protegiéndose en
el talud, en dirección a la granja.
-Se piran-dijo
Barles.
Tenía unas ganas
locas de salir corriendo, pero hay cosas que no pueden hacerse. Mientras se
ajustaba el barbuquejo del casco vio que otros dos javeos salían del bosque y
se iban corriendo por el campo, también hacia la granja. Ahora una
ametralladora del 12.7 tiraba desde el otro lado del río, y las trazadoras
rojas venían muy despacio, a lo lejos, pareciendo aumentar de velocidad a
medida que se acercaban: como la línea central de una carretera cuando se va muy
rápido, en coche.
-Mierdamierdamierda-dijo Barles.
El trazo rojo
pasó alto, unos diez metros sobre sus cabezas, y después se desvió a la
izquierda antes de extinguirse, aproximadamente por donde estaba Sexsymbol.
Pirotécnicamente, la guerra era todo un espectáculo. La
primera vez que los Phantom iraníes bombardearon Bagdad, en septiembre de 1980,
Barles pasó la noche, fascinado, en la terraza del hotel Mansur, con Pepe
Virgilio Colchero, del Ya, y Fernando Dorrego, de ABC, tumbados boca arriba y
conversando mientras veían subir las trazadoras y los misiles tierra-aire. Once
años mas tarde, Barles repetiría experiencia con Pepe Colchero en Dahran,
cuando los Patriot norteamericanos derribaban Scud iraquíes sobre Arabia Saudí,
y todos observaban el espectáculo con las mascaras antigás al alcance de la
mano. Y es que la del Golfo fue una guerra singular: cinco meses de espera, un
mes de incursiones aéreas y una sola semana de guerra terrestre.
Hay una vieja regla del oficio: los enviados especiales
hacen la carrera juntos, pero el sprint lo corre cada uno por su cuenta. Eso
ocurrió la noche del avance aliado, con todo el mundo disimulando sus
intenciones en los centros de prensa y en el Meridien de Dahran. Que si habrá
que intentar ir a Kuwait un día de estos. Que si yo prefiero esperar un poco.
Que si nosotros también.
Que si es demasiado arriesgado viajar ahora. Etcétera. Y
apenas se dijeron buenas noches, cada equipo de televisión, Pierre Peyrot y la
gente de EBU, Achile d'Amelia y la RAI, TV3, TVE y los demás, cargaron
sigilosamente agua, combustible y provisiones en sus todo terreno, y tras
ponerles señales de identificación aliadas -una V invertida en los costados y
una franja naranja en el techo- subieron por el desierto, hacia el norte, a
base de mapas y brújula, entre los campos de minas. Al día siguiente se
encontraban unos con otros en Kuwait City, barbudos y cubiertos de polvo, sin
sorprenderse lo mas mínimo ni formular el menor reproche: son los usos de la
tribu. Barles y Josemi Díaz Gil llegaron a tiempo de grabar los últimos
combates entre iraquíes rezagados y tropas norteamericanas, con la casa Rolex
saqueada y llena de cajas vacías, el Sheraton en ruinas, el Hilton destrozado y
a oscuras, los kuwaities dándoles besos por las calles, y todo aquel horizonte
en llamas, los pozos de petró1eo ardiendo bajo un cielo negro de cenizas, con
Don McLean cantando Vincent en el radiocasette del Land Cruiser, y los tanques
iraquíes humeantes a ambos lados de la carretera.
Barles vio
aparecer un segundo tanque por la curva de Bijelo Polje y supo que al puente le
quedaba menos de un minuto. Tumbado en el talud se volvió a medías, buscando
una ruta de retirada. Bajo el fuego nadie corre en línea recta, sino que traza
un itinerario mental previo antes de moverse: de aquella piedra al árbol, y de
allí a la cuneta, respetando el viejo principio never in the house: nunca en la
casa. Cuando tienes que echar a correr, las casas son trampas peligrosas: no
sabes lo que hay dentro y además, si te quedas allí, al final las balas
atraviesan sus paredes y las bombas te las derrumban encima. Uno entra
creyéndose a salvo, y ya no sale nunca.
La ametralladora
del 12.7 seguía disparando a intervalos, y el tramo de carretera hasta
Sexsymbol quedaba excluido por demasiado expuesto. Tal vez era mejor seguir el
talud, como hicieron los dos javeos, y después una carrera rápida por delante
de la granja para llegar al Nissan. Barles se puso la mochila a la espalda y
apretó los dientes, sintiendo el desagradable hormigueo de las ingles y el vientre.
Ya voy estando mayor para esto, se dijo. Es mejor ser joven, creer en buenos y
malos, tener só1idas piernas, sentirse protagonista implicado y no simple
testigo. A partir de los cuarenta, en este oficio te vuelves condenadamente
viejo.
Se inclinó sobre
el hombro de Márquez para comprobar el nivel de batería, y entonces todo
ocurrió casi al mismo tiempo. Unas balas hicieron vibrar la chapa metálica del
puente y una granada acertó justo en mitad de la carretera, a sus espaldas. A
Sexsymbol se lo han cargado por tercera vez, pensó, y entonces el puente se
movió un poco hacia arriba, estremeciéndose sobre un resplandor naranja, y
Barles no oyó estampido alguno, sino un golpe de aire denso y caliente, como si
fuera só1ido, que le golpeo el pecho, la cara y los tímpanos para retumbarle
dentro de los pulmones, las fosas nasales y la cabeza, y después vino el ruido,
muy seco, algo Así como Crae-bang, y el río y el puente se llenaron de humo y
del cielo empezaron a llover cascotes. Y cuando miró a Márquez vio que tenla el
ojo pegado al visor de la cámara y que el muy cabrón sonreía de oreja a oreja.
Ahora caía de
todo. Furiosos por lo del puente, los de la Armija arrasaban la orilla. Barles
vio que los últimos javeos, cuatro hombres, salían del bosque y echaban a
correr hacia la granja.
-Vámonos-dijo
Márquez.
-Lo tienes?
-Lo tengo.
Las 12.7
chascaban en el asfalto. Barles se deslizó hacia abajo por el talud sabiendo
que tras él, con la Betacam al hombro, Márquez lo filmaba en travelling
subjetivo mientras se largaban de allí. Otra granada estallo arriba, en la
carretera. Corrieron unos treinta metros protegidos por el talud, y tras
chapotear en un riachuelo de fango subieron de nuevo hacia la carretera.
Lo del riachuelo habrá quedado bien con el fondo de los
zambombazos, pensó Barles antes de trepar. Se detuvo a la mitad para coger la
cámara que Márquez le entregaba.
-Cogiste los
tanques?
-Estaban fuera
de cuadro; no podía cambiar de plano.
-Es igual.
Le devolvió la
Betacam cuando llegaron arriba de nuevo. La 12.7 seguía tirando a lo loco, a
través de la humareda que ya empezaba a disiparse. Ojalá que a este cabrón no
se le ocurra filmar ahora, rogó. Ojalá que a este cabrón. Ojalá que.
De pie en mitad
de la carretera, como si estuviera en la Gran Via de Madrid, Márquez se echó la
Betacam al hombro e hizo un tranquilo plano del puente. Zoom a general, con los
hierros retorcidos del lado de aca y una sección levantada hacia arriba, como
uno de esos levadizos que suben y bajan. Barles vio perfectamente como un bala
de 12.7 rebotaba en el suelo, sin fuerza, y venía rodando hasta muy cerca de
las botas del cámara.
-A negro -dijo
Márquez.
Lo que
significaba fin del trabajo, Así que echaron otra vez a correr. Es difícil
hacerlo agachado cuando te disparan; cansa mucho y da unas agujetas terribles,
sobre todo si llevas los pantalones empapados de agua y barro. Se detuvieron a
recobrar aliento junto a la verja reventada de la granja. El cadáver de la vaca
seguía en el patio, la puerta estaba de par en par y la casa parecía desierta.
Espero que ese imbécil se largara por fin, pensó fugazmente Barles. Y que
Jadranka siga esperándonos con el Nissan.
-Con suerte,
llegamos para el telediario -dijo Márquez.
Barles se
conformaba con llegar al coche, pero no lo dijo. Siguieron un trecho pegados al
muro de la granja, por la cuneta, escuchando impactos de mortero cerca, al otro
lado. Al doblar la esquina encontraron a cuatro de los javeos que habían salido
del bosque. Estaban sentados con la espalda contra la pared, fumando a
cubierto, sin decidirse a recorrer el ultimo tramo de carretera hasta la ultima
curva. Era allí donde batía el mortero.
-No cruza
-aconsejó uno de ellos-. Mucho bumbum.
Era un croata
grandote, con canas en el mostacho.
Todos parecían exhaustos. El que había hablado miró la
cámara con curiosidad e hizo un gesto con las manos, imitando una explosión.
-Mucho bum-bum
-repitió, y señaló a uno de sus compañeros, un jovencito de pelo rapado hasta
la coronilla, quien hizo el gesto de bajar una palanca.
-He aquí al
artista -dijo Barles. Y Márquez se echó al hombro la Betacam para filmar al
dinamitero javeo haciendo la V de la victoria.
-Victoria mis
cojones -dijo Márquez. Después apagó la cámara y encendió un cigarrillo.
-Nos vamos -dijo
Barles.
Miraron el tramo
de carretera que debían recorrer al descubierto hasta ponerse a salvo en la
curva donde estaba el Nissan. Treinta metros, con morteros cayendo a
intervalos. Por suerte, la 12.7 ya no llegaba hasta allí.
-Tu
queda-insistió el croata-. Mucho peligroso.
Barles miraba el
reloj. Quince minutos hasta Cerno Polje y casi una hora hasta el punto de
emisión, si todo iba bien. Peyrot les haría un hueco en el satélite, y
transmitiendo en bruto llegarían a tiempo para el Telediario. Incluso, si
arañaban unos minutos y Franz o Salem estaban libres, la crónica podía montarse
con un texto redactado en el coche mientras Márquez conducía. Empezó a
improvisar el comentario sobre las imágenes del puente volando: Esta mañana la
ofensiva musulmana en Bosnia central... Sin duda Miguel Ángel Sacaluga, el
subdirector de Informativos, le diría a Matías Prats y Ana Blanco que abriesen
con aquello. En tal caso iba a hacer falta algo mas concreto, referido al
puente: Este puente salto en pedazos esta mañana, para frenar el avance
musulmán... Algo así. O mejor: En su retirada, los croatas hacen saltar los
puentes. Barles sacó una libreta del bolsillo para anotar aquella línea.
Cuando levantó los ojos vio que Márquez lo miraba.
-Un dólar a que
llegamos -dijo el cámara.
-A transmitir?
-Al Nissan.
Barles se echó a reír. Quería a aquel fulano hosco, sin
afeitar, que se enamoraba de los puentes y los filmaba mientras saltaban por
los aires.
-Va ese dólar.
Una granada de
mortero reventó justo en la curva, y todos se tumbaron en la cuneta. Barles
estaba calculando la secuencia y vio que Márquez, atento al reloj, hacia lo
mismo. Una granada cada cuarenta y cinco segundos, mas o menos. Con la Betacam
y la mochila a cuestas, calculó de veinte a treinta segundos para ponerse a
salvo al otro lado.
-Cómo lo ves?
-le preguntó a Márquez.
-Muy mal se nos
tiene que dar.
Aguardaron la
llegada del siguiente mortero.
Cuarenta y dos segundos. No ha sido una mala vida, se
dijo Barles. Como era aquello...? He visto cosas que vosotros no veréis jamás...
He visto arder naves más allá de Orión, y ponerse el sol en la puerta de
Tannhauser...
Tengo que cambiar las pilas del Sony, recordó. Y lavar
las dos camisas sucias que tengo en el hotel. Miró a Márquez, preguntándose en
que pensaba el cuando se disponía a cruzar una zona batida. Quizá veía la cara
de sus hijas, o lamentaba los polvos que no había echado en su vida. Quizá
pensaba en los cincuenta mil duros que cobraba al mes, o quizá no pensaba en
nada.
Estalló otro mortero: cuarenta y nueve segundos.
Aún volaban por el aire los últimos cascotes cuando
Barles le puso una mano en el hombro a Márquez.
-Nos veremos allí -dijo.
-Dónde es allí?
-No sé. Allí.
Márquez se echó a reír con su risa de carraca vieja.
Entonces se pusieron en pie y echaron a correr por la
carretera.
Sarajevo, agosto
1993 Mostar febrero 1994