ABC 28.05.11
Fue en la primavera de 1991. Sonaban
ya muy fuertes los tambores de guerra en aquel país llamado Yugoslavia. Pero en
Europa, en las cancillerías y en las redacciones aún se reían mucho cuando
alguien les anunciaba la primera guerra en el continente desde la caída del
nazismo. El corresponsal de la BBC, Misha Glenny, y yo habíamos tardado cerca
de seis horas en recorrer los menos de 200 km que separan Zagreb de Knin. Ya en
Karlovac, otrora elegante ciudad y guarnición del Imperio austro-húngaro,
habían comenzado los controles de carretera. Primero eran de la policía croata,
después de campesinos asustados ya en armas, después del ejército yugoslavo
para entonces ya bajo firme control serbio. Y finalmente, unos cincuenta
kilómetros de agotadores controles de milicianos serbios, paramilitares,
plenamente uniformados ya al estilo Cetnik, de los implacables guerreros
monárquicos que en la Segunda Guerra Mundial combatieron al mismo tiempo a los
partisanos comunistas de Josip Broz «Tito» y a los ustachas filonazis croatas
de Ante Pavelic. Llegamos a Knin escoltados por un grupo de estos,
paramilitares que obedecían las ordenes de un caudillo local de la Krajina,
Martic. Eran los temidos «marticevski», que ya habían comenzado su larga e
intensa carrera sangrienta y sembrarían de terror la región durante años. No
podíamos llevar mejor salvoconducto en aquel territorio, parte de Croacia pero
ya fuera del control de Zagreb después de que su policía huyera tras continuos
ataques a sus comisarías. Porque Misha Glenny tenía apalabrada una entrevista.
El nombre de su interlocutor en aquella cita era un santo y seña milagroso.
General Ratko Mladic. Los serbios de la Krajina tenían muchos héroes en la
historia. Entonaban cánticos que evocaban al Rey Lazar, muerto en la batalla de
Kosovo Polje en 1389 frente a los turcos. Pero tenían dos grandes héroes en
esta nueva prueba que Dios les ponía para demostrar que los serbios nunca más
serían derrotados. Y eran Slobodan Milosevic y
Ratko Mladic. Este era un brillante
general yugoslavo, que ya no pensaba en Yugoslavia. Sino en la Gran Serbia que
Milosevic había convertido en mito y bandera para que el aparato comunista de
Belgrado no se hundiera como les había sucedido a los comunistas en
Centroeuropa dos años antes. El ultranacionalismo pararreligioso había
sustituido con eficacia al comunismo como ideología. Las reglas eran claras.
Los serbios habrían de imponerse a los demás pueblos y ser amos de toda tierra
sagrada donde haya una sola tumba serbia. Si el odio a los católicos croatas
era inmenso, mayor era el desprecio a los musulmanes de Kosovo, albaneses, y de
Bosnia, por eslavos que estos fueran. Allí, en Knin, estaba Mladic esperando a
Glenny. A mí no me dejaron pasar. Allí Mladic preparaba la gran guerra para la
Gran Serbia que solo dejaría a los demás pueblos lo que no quisieran ellos.
La Gran Serbia sería un país idílico,
de serbios viviendo con serbios en armonía. Y quien se pusiera en el camino de
este sueño moriría. Salimos de allí convencidos de que la guerra sería
terrible. Y en nuestras redacciones se reían de nuestra insistencia de que el
nacionalismo de este general era garantía de guerra en Europa. Cinco años y
doscientos mil muertos habrían de pasar antes de que las cancillerías europeas
supieran con quienes estaban tratando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario