Por HERMANN
TERTSCH
ABC
21.02.08
Hasta
Felipe González, normalmente razonable cuando habla de relaciones
internacionales y no tiene que hacer de tripas corazón y defender a la secta de
sus sucesores en el partido, habla de «la semilla terrible».
Las
semillas terribles no están en un país que desde hace diez años es un
protectorado sin otra viabilidad que la que ofrece el acceso a las condiciones
normales de un Estado que le permita recurrir a los instrumentos
internacionales para generar perspectivas de desarrollo, esperanza y la ruptura
con un pasado negro de genocidio y opresión. Kosovo -cuyo nombre procede de kos
(mirlo negro) en diversas lenguas eslavas- está produciendo -en España
especialmente- una bandada de mirlos escandalizados que no dejan de llamar
asesinos y terroristas a una población en la que es difícil encontrar una
familia que no haya presenciado el asesinato de uno de sus miembros en los
últimos veinte años. Este enconamiento es difícilmente justificable por muchos
que sean los políticos españoles que hayan interiorizado las miserias
mentirosas de los nacionalismos periféricos. Ahí -aquí- sí que hay semillas
terribles.
En
Kosovo Polje (el campo de los mirlos) perdió la Serbia medieval en 1389 su
batalla definitiva contra el Imperio Otomano, que comenzaba así su conquista de
los Balcanes hasta que en 1689, ante las puertas de Viena, se quebrara
definitivamente su expansión militar tras la ruptura del asedio a la capital
imperial gracias a la intervención de las tropas del rey polaco Jan Sobieski.
Desde
1455 hasta 1912, Kosovo fue tan turca como Albania, habitada siempre
mayoritariamente por albaneses. Después de las guerras balcánicas, las
potencias occidentales aceptaron la creación del Estado de Albania pero sin
incluir a Kosovo, que le fue entregado a Serbia. Después de la I Guerra
Mundial, entró por decisión de los aliados vencedores en la Monarquía
Yugoslava, un estado artificial, pronto radicalmente dictatorial. Frente a los
450 años de gobernación turca, los noventa bajo dominación de dictaduras
serbias -monárquica primero, comunista después- serían una anécdota si no
hubieran sido mucho más terribles que la dominación de la Sublime Puerta que
siempre dio un trato especial a los albaneses. La madre del fundador de la Turquía
moderna, Mustafa Kemal «Ataturk», era albanesa. Los turcos de origen albanés en
Rumelia y en Estambul son millones.
Entre
Tito y Milosevic
Pero
volvamos al presente. Durante una década, los albaneses en Kosovo sufrieron
bajo Milosevic, como antes en los años 40 y 50, bajo el implacable asesino
estalinista y ministro del Interior de Tito, Alexandr Rankovic, la más brutal
de las represiones, y lo hicieron desde la no violencia propugnada por el líder
Ibrahim Rugova. Tan sólo en 1995, cuando la OTAN, por iniciativa de Bill
Clinton y con la colaboración sabia y honorable de Felipe González, decide
intervenir en Bosnia contra Milosevic y cree poder ignorar la suerte de otras
víctimas del sátrapa serbio, se genera la movilización del UCK. En aquella
nueva guerra, tras su derrota en Bosnia, Milosevic intenta asentarse con la
masiva limpieza étnica en Kosovo para hacer desaparecer al pueblo kosovar tras
las fronteras de Albania o en fosas comunes. La OTAN vuelve a intervenir
después de la cumbre de Ramboulliet en 1999 -fui testigo, como lo había sido de
la ominosa conmemoración diez años antes del 600 aniversario de la batalla de
Kosovo Polje, cuando Milosevic lanzó su órdago supremacista-. Llegó la guerra,
y la sociedad serbia, por desgracia, la aplaudió con el entusiasmo de los
alemanes en 1939. Murieron decenas de miles de albaneses. Pero la guerra la
perdió Serbia y con ella el territorio. Irremisiblemente.
Con
esta historia, las majaderías sobre paralelismos entre Kosovo, Cataluña o el
País Vasco dejan en ridículo a quienes las hacen. Lo grave es la constatación
de que pese a las dosis de anestesia que el buen Javier Solana quiera darnos,
la UE tiene miembros, como España, gobernados por quien no se entera. Y que
Rusia cree ya tener un veto sobre la política europea y sabe de su capacidad
para dividir no ya a la Alianza Atlántica sino a la UE. Dato positivo es que
Kosovo puede pasar página, y a Serbia se le da ocasión de hacerlo. Y que los
líderes en Berlín, París, Londres y Washington han optado por hacer lo ya
imprescindible. Y dejar el papel de mirlos negros para quienes carecen de
relevancia.
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