Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes, 17.05.13
EL Gobierno mandó espiar a la prensa, acosó a la oposición
democrática con la maquinaria del Estado y ocultó y manipuló información sobre
un atentado terrorista y los muertos habidos. No está nada mal, así como
acusación. Pero no estamos hablando de la Junta Militar argentina, ni del
caudillo Nazarbayev en Kazajstán, ni siquiera de este tiranuelo consentido que
es el ruso Vladimir Putin. Hablamos del Gobierno de Barack Obama, 44 presidente
de los Estados Unidos de América. Enumeradas así las tres acusaciones atroces
vertidas contra la Casa Blanca en estos pasados días y semanas, lo primero que
se plantea es si hay pruebas para sostener semejantes barbaridades. Haylas. Dos
de estas acusaciones han sido ya reconocidas como ciertas por la Casa Blanca.
Ciertas pero no conocidas ni ordenadas por el presidente. Tanto el espionaje a
la agencia de noticias Associated Press como el acoso a contribuyentes
conocidos por sus ideas conservadoras o cercanas al Tea Party son escandalosos
abusos de poder y violación intolerable de derechos civiles. Pero se hicieron,
insiste la Casa Blanca, sin conocimiento del presidente. Con la dimisión del
responsable de Hacienda y las vaporosas palabras en defensa de la prensa,
pretende haber reaccionado con eficacia. Y haber neutralizado su peor crisis en
la Casa Blanca. Puede que le salga bien. Por difícil que sea imaginar a sus
predecesores sobrevivir políticamente tres escándalos juntos de esta magnitud.
No sabemos aún cuál será el
legado del actual presidente norteamericano Barack Hussein Obama. Sí está ya
claro, cuando le quedan dos años y medio, que no estarán en el mismo ni la paz
perpetua ni el amor universal. Y miren que apuntaba maneras cuando, en una
ceremonia rezumante de emociones bondadosas, asumió el cargo. EE.UU parecía
entrar en una nueva era. Todo era bondad New Age. Hasta el
Premio Nobel de la Paz que le dieron por no ser Bush. Iba por adelantado.
Porque lo merecían las irracionales expectativas despertadas por este hombre en
el que la simpatía, la cercanía, la bonhomía, la sofisticación y la
espiritualidad han resultado ser tan poco auténticos como su negritud de madre
blanca. Cierto que, cuando comenzó a postularse para la presidencia, los
norteamericanos estaban ya hartos de la tosca autenticidad de George W. Bush,
cuyos ocho años de jefe de Estado habían sido muy genuinos, especialmente en
sus errores. Y llegó el gobernador de Illinois con su brillante y encendido
verbo y el mensaje capitular de todas las correcciones políticas. Era el más
pacifista cuando era menester, el más familiar, el más creyente, el más
homófilo, el más feminista, el más ecologista, el más animalista, más tolerante
y más humanista. Y como guinda para este dechado de virtudes, era el anti Bush,
sumo sacerdote para todos los anti Bush del mundo. Y todos sus rivales eran
vergonzosamente blancos. Hasta Hillary Clinton, con su pedigrí plagado de
clichés del buen progresismo, estaba lastrada por esa condición de blanca
caucásica. Tocaba novedad tras ocho años de casticismo tejano. Y llegó. Nadie
puede culpar a Obama de que no cumpliera las expectativas ridículas que
despertó. Y sus incumplimientos no son ni mucho menos lo peor de una herencia
que sí se perfila ya. Lo peor del santo laico es su sectarismo profundo y su
hipocresía. La izquierda europea le adora por ello. Y los desmanes de su
administración son reflejo y resultado de esa detestable arrogancia moral que
lleva a creer que se tiene derecho a romper las reglas. Él ha dividido a la
sociedad americana como ningún presidente en un siglo. Por pura soberbia
sectaria. Como nosotros bien sabemos hoy en España, así comienzan los desmanes.
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