miércoles, 5 de junio de 2013

PECADOS DE UN SANTO LAICO

Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes, 17.05.13

EL Gobierno mandó espiar a la prensa, acosó a la oposición democrática con la maquinaria del Estado y ocultó y manipuló información sobre un atentado terrorista y los muertos habidos. No está nada mal, así como acusación. Pero no estamos hablando de la Junta Militar argentina, ni del caudillo Nazarbayev en Kazajstán, ni siquiera de este tiranuelo consentido que es el ruso Vladimir Putin. Hablamos del Gobierno de Barack Obama, 44 presidente de los Estados Unidos de América. Enumeradas así las tres acusaciones atroces vertidas contra la Casa Blanca en estos pasados días y semanas, lo primero que se plantea es si hay pruebas para sostener semejantes barbaridades. Haylas. Dos de estas acusaciones han sido ya reconocidas como ciertas por la Casa Blanca. Ciertas pero no conocidas ni ordenadas por el presidente. Tanto el espionaje a la agencia de noticias Associated Press como el acoso a contribuyentes conocidos por sus ideas conservadoras o cercanas al Tea Party son escandalosos abusos de poder y violación intolerable de derechos civiles. Pero se hicieron, insiste la Casa Blanca, sin conocimiento del presidente. Con la dimisión del responsable de Hacienda y las vaporosas palabras en defensa de la prensa, pretende haber reaccionado con eficacia. Y haber neutralizado su peor crisis en la Casa Blanca. Puede que le salga bien. Por difícil que sea imaginar a sus predecesores sobrevivir políticamente tres escándalos juntos de esta magnitud.
No sabemos aún cuál será el legado del actual presidente norteamericano Barack Hussein Obama. Sí está ya claro, cuando le quedan dos años y medio, que no estarán en el mismo ni la paz perpetua ni el amor universal. Y miren que apuntaba maneras cuando, en una ceremonia rezumante de emociones bondadosas, asumió el cargo. EE.UU parecía entrar en una nueva era. Todo era bondad New Age. Hasta el Premio Nobel de la Paz que le dieron por no ser Bush. Iba por adelantado. Porque lo merecían las irracionales expectativas despertadas por este hombre en el que la simpatía, la cercanía, la bonhomía, la sofisticación y la espiritualidad han resultado ser tan poco auténticos como su negritud de madre blanca. Cierto que, cuando comenzó a postularse para la presidencia, los norteamericanos estaban ya hartos de la tosca autenticidad de George W. Bush, cuyos ocho años de jefe de Estado habían sido muy genuinos, especialmente en sus errores. Y llegó el gobernador de Illinois con su brillante y encendido verbo y el mensaje capitular de todas las correcciones políticas. Era el más pacifista cuando era menester, el más familiar, el más creyente, el más homófilo, el más feminista, el más ecologista, el más animalista, más tolerante y más humanista. Y como guinda para este dechado de virtudes, era el anti Bush, sumo sacerdote para todos los anti Bush del mundo. Y todos sus rivales eran vergonzosamente blancos. Hasta Hillary Clinton, con su pedigrí plagado de clichés del buen progresismo, estaba lastrada por esa condición de blanca caucásica. Tocaba novedad tras ocho años de casticismo tejano. Y llegó. Nadie puede culpar a Obama de que no cumpliera las expectativas ridículas que despertó. Y sus incumplimientos no son ni mucho menos lo peor de una herencia que sí se perfila ya. Lo peor del santo laico es su sectarismo profundo y su hipocresía. La izquierda europea le adora por ello. Y los desmanes de su administración son reflejo y resultado de esa detestable arrogancia moral que lleva a creer que se tiene derecho a romper las reglas. Él ha dividido a la sociedad americana como ningún presidente en un siglo. Por pura soberbia sectaria. Como nosotros bien sabemos hoy en España, así comienzan los desmanes.

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