ABC 04.10.07
HACE un
par de semanas, en la sala del trono del Castillo de Varsovia, el ex presidente
español José María Aznar demostraba una vez más su lucidez política, su
conocimiento sobre las grandes cuestiones internacionales y europeas en
particular. Confirmaba ante un nutrido auditorio su autoridad como -aun joven-
«elder statesman», esa autoridad que, por cierto, se ve últimamente fortalecida
de forma tan sistemática como paradójica por esa legión de enemigos que tiene
en este país y que con un odio patológico, y por tanto perfectamente irracional
hacia su persona, filtran documentos que sólo confirman su prestigio y la gran
influencia que el Gobierno de España había adquirido bajo su dirección fuera de
nuestras fronteras. No sólo pero sí especialmente en Washington, tanto bajo la
administración demócrata de Bill Clinton como después con la republicana de
George W. Bush. También es una paradoja que, entre los muchos obsesionados con
la figura de Aznar, quizás el menos irrelevante sea el patético tiranosaurio
cubano, Fidel Castro. Hace unos días, el dictador caribeño aseguraba disponer
de pruebas de que Aznar no sólo dictaba al presidente demócrata Bill Clinton la
política en los Balcanes, sino que además le sugería los objetivos militares
durante la intervención de la OTAN contra el régimen de Slobodan Milosevic.
Todas estas filtraciones, de aviesas intenciones, son ya algo así como lo
contrario al «fuego amigo», una especie de «flores del enemigo». En todo caso,
no pueden ser consuelo para los españoles ante el deplorable ridículo que hace
a diario su Gobierno actual, ninguneado cuando no abiertamente despreciado en
las principales capitales del mundo, pese a representar a la octava potencia
económica del mundo.
Si
Castro no miente en esta ocasión, Aznar recomendaba contundencia a Clinton
porque «si estamos en una guerra, hagámosla completamente para ganarla y no
solo un poco. Si necesitamos persistir un mes, tres meses, hagámoslo. No
entiendo por qué no hemos bombardeado todavía la radio y la televisión
serbias». La televisión y la radio públicas de Belgrado, por supuesto centros
de comunicación y control del régimen a derribar, fueron atacadas el 23 de
abril de 1999. Que este ataque -lógico según todo manual- se debiera a que
Clinton se apresurara a transmitir a sus generales el deseo de don José María
convertido en orden parece poco verosímil, pero de ser cierto convertiría a
Aznar en el español más influyente desde Felipe II.
Las
palabras atribuidas por Castro a Aznar de «si estamos en una guerra, hagámosla
completamente para ganarla» son profundamente sensatas y por desgracia no
siempre bien entendidas. Son lógica elemental que funcionó en los Balcanes
donde se ganó la guerra, se paró el genocidio en que se había embarcado el
régimen de Milosevic, se dio a Serbia la oportunidad de emprender una senda
civilizada y democrática y se le abrió la puerta de Europa. Por desgracia, como
ya ha sucedido en los últimos años en Irak y puede estar ocurriendo ya en Afganistán,
también en los Balcanes se puede perder la paz después de haber ganado la
guerra, incluso 18 años después. La historia europea está repleta de ejemplos
en los que estos plazos se convierten en meras treguas entre terribles guerras.
Y probablemente la senda más corta para que así sea pase por los miedos pánicos
a la independencia de Kosovo que se reflejan en la creciente resistencia al
plan del ex presidente finlandés Maarti Ahtisaari. No me sorprendió la firme
oposición al mismo por parte del embajador Javier Rupérez en esta misma Tercera
de ABC. Si como parece deseaban él y tantos otros, Clinton hubiera esperado a
una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU para intervenir, quizás hoy
no quedara un albanés vivo en territorio kosovar. Sí me preocupó más que José
María Aznar, en su referido discurso en el Castillo de Varsovia, dejara también
clara su oposición al plan al manifestar la obviedad de que la «intervención no
se hizo para crear un Kosovo independiente». Los miedos a la generación de
paralelismos con conflictos nacionalistas en otras partes de Europa y
especialmente en España llevan a muchos políticos a caer en el profundo error
que esos nacionalismos por supuesto nutren con fervor. Nada más atractivo para
los nacionalistas diversos, expertos en inventar la historia, que contar con
apoyos que asumen su lógica aunque sea desde la posición contraria. Porque la
solución que propone el Plan Ahtisaari no es un proyecto de secesión sino una
hoja de ruta para la normalización internacional del último capítulo de la
disolución de Yugoslavia que impida la reactivación del conflicto. Este peligro
se agudiza cada día que pasa sin que Kosovo tenga su estatus final. Y éste no
puede estar bajo hegemonía serbia por la misma razón que a nadie se le ocurre
poner bajo soberanía de Belgrado otras partes de la extinta Yugoslavia. Nada
tiene esto que ver con el supuesto derecho de autodeterminación que habría
llevado a la región a cambiar una Gran Serbia tan aceptada por muchos por una
Gran Albania tan inaceptable para todos.
Las
comparaciones interesadas sobre la «cuna serbia» y el «Covadonga serbio» sólo
sirven para confundir a la opinión pública española. Y para nutrir el
sentimentalismo nacionalista serbio que nunca dará paso a una sociedad civil
mientras no pase definitivamente la página de Kosovo. Este territorio ha sido
macedonio, serbio, turco, albanés e italiano. Y sus iglesias y conventos
serbios son patrimonio de la humanidad y habrán de ser protegidos como todos
los bienes serbios con las garantías que propone el Plan Ahtisaari. Pero son
tan escaso argumento para revertir o posponer el final definitivo del proceso
de disolución yugoslavo como las iglesias bálticas alemanas para plantear
reclamaciones germanas en Polonia o Königsberg.
Tiene
razón Aznar en que la intervención no se hizo para crear un Kosovo
independiente. Se hizo para poner fin al último y más brutal capítulo de un
genocidio que había comenzado ocho años antes en junio de 1991 en el norte de
Yugoslavia a partir de un plan elaborado en Belgrado para una guerra de
conquista con objeto de crear una Gran Serbia. El resultado final, tras
centenares de miles de muertos, es una Serbia más pequeña de lo que era y que
irremediablemente ha perdido toda capacidad de soberanía sobre Kosovo. Las nuevas
negociaciones con este plazo que ha impuesto la oposición de Rusia al plan no
pueden tener resultados relevantes. Por ello, Europa y Estados Unidos deberían
ejercer toda su influencia para que no haya nuevos retrasos en la aplicación de
un plan que en lo fundamental no tiene alternativa.
Quienes
desde Europa caigan en la trampa de los paralelismos que alimentan los
nacionalismos periféricos europeos y lógicamente el serbio -aparte de una Rusia
de nuevo nacionalista y expansiva que quiere ganarse un veto sobre la política
europea-, deben saber que si muere el Plan Ahtisaari la región estará de nuevo
al borde del caos. Las consecuencias de perder la paz en los Balcanes deberían
estar bien claras hasta para quienes no quisieron ver allí una guerra cuando los
muertos ya se contaban por decenas de miles.
Para
cerrar de una vez por todas la herida balcánica, acabar con los mitos,
desactivar los victimismos nacionalistas y lograr el definitivo impulso de la
región entera de los Balcanes occidentales hacia la sociedad civil y la
modernidad es imprescindible que todos asuman lo sucedido desde 1991, los
terribles sufrimientos, las pérdidas y los costos. Cuanto antes entienda la
sociedad serbia que, entre dichos costos, inmensos de la guerra desatada en su
día por su caudillo, -con enorme apoyo popular-, está la creación del Kosovo
independiente, antes podrá reencontrarse en la búsqueda de un futuro en
libertad y prosperidad, libre de los fantasmas del pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario