ABC 08.01.10
Esta reflexión podría llamarse también «el éxito y la
justicia de la desigualdad», si me dejan proponerles otro título que a tantos
parecerá aún más provocador. Se lo parece a casi todo el mundo, ya que, salvo
una minoría de irredentos, todo el espectro político ha asumido casi por igual
la sacralidad incuestionable de la igualdad entre los individuos y las
culturas. A quienes discuten esta religión del igualitarismo -con todos sus
muchos dogmas- lo convierten directamente en paria o enemigo del bien, nada menos.
Y cualquier medio es bueno para combatirlo. El fin del igualitarismo es tan
sagrado que todos los medios contra los herejes gozan automáticamente de
justificación y eximente plena. Esto no es nuevo. La pérdida de la libertad a
través de la dictadura de la igualdad preocupaba ya a Tocqueville. Pero ya
sabemos que éste era un puñetero aristócrata francés que merece estar más
olvidado aún que Montesquieu, aquel maniático defensor de la separación de
poderes. ¡Cuántas veces se ha hecho ya a lo largo de la historia! Acabar con la
libertad en nombre de la igualdad. Volvemos a las andadas. Es una lacra
intelectual con hondas raíces en la cultura occidental. Pero mientras las
sociedades más sólidas cuentan con resistencias claras a esta imposición
forzosa del mínimo denominador común, otras más débiles -claramente la nuestra-
se revelan inermes ante la ofensiva de este igualitarismo que quiere convertir
nuestra sociedad en una inmensa granja de experimentación avícola. En la que
recortar las alas a todas las aves de la fauna para que tengan el vuelo de las
gallinas.
Y
después convencerlas de que todas son aves de corral. Pocos lo explican mejor
que el filósofo alemán Norbert Bolz en su gran libro titulado «El discurso de
la desigualdad» (edit. Wilhelm Fink, Munich) que ha pasado desapercibido a las
editoriales españolas. Quizás alguna se haya despistado a propósito porque
parece un tratado sobre el origen de la miseria moral, intelectual y política
de la España de Zapatero. Tampoco se ha traducido el éxito de ventas del
escritor judío-polaco-alemán-austriaco, Henryk M. Broder, con su explícito
título «Hurra, nos rendimos». Ni su último libro «Crítica de la tolerancia
pura» (edit. Panteon, Berlín). En este principio de siglo nos caracterizan
paradójicamente la igualdad impuesta y la tolerancia total. Esa tolerancia que,
como dice Broder, no hace sino aumentar la osadía y la falta de escrúpulos de
los enemigos de nuestra sociedad. Esa tolerancia que parte de la equiparación
de todos los sistemas de vida, buenos, peores y fatales. Y que siempre es una
cesión unidireccional, hacia los peores, hacia delincuentes, fanáticos
y terroristas. «Esa tolerancia, dice Broder, que pacta con los agresores contra
las víctimas». ¿Les recuerda a los españoles algo todo esto? ¿Quizás al pacto
del Gobierno del PSOE con ETA? ¿Al caso Faisán? ¿A la simpatía hacía el
terrorismo islamista que siempre asoma la patita tras los comentarios y
análisis del izquierdismo español? ¿A su antisemitismo patológico?
Todo
parte del secuestro del principio de que todos los seres humanos nacemos
iguales en derechos ante la ley -fundamento de la democracia y la sociedad
libre que nadie discute-. Nacemos iguales ante la ley y lo somos. Pero eso es
todo. Lo cierto es que todos nacemos distintos. Y que las diferencias entre los
individuos no dejan de aumentar con el tiempo, según las circunstancias, el
talento y la biografía. En este sentido, Bolz y Broder nos advierten ambos
sobre la profunda injusticia y las terribles consecuencias que tiene esa
imposición del pensamiento débil que considera que debemos ser forzados a la
igualdad por el bien de una sociedad supuestamente homogénea y sentimentalmente
satisfecha con los dogmas de la religión del igualitarismo. Y que todas las
culturas -civilizaciones las llama Zapatero- son iguales y merecen igual trato.
Del mismo modo que no pueden ser tratados de igual forma un niño que obedece a
sus padres y otro que los pega, ni un delincuente habitual y un ciudadano
honrado, ni un trabajador esmerado y cumplidor y otro haragán y traicionero. Ni
un héroe y un traidor. Ni puede equipararse a la cultura democrática
occidental, que surge de la idea cristiana de que toda vida humana es un valor
supremo, con las culturas medievales en las que el individuo no vale nada. Y no
busca la felicidad del mismo sino imponer por la fuerza y la muerte sus
designios fanáticos. ¡Ay, la tolerancia esa! ¡Ay de esa idea de la igualdad! Es
la misma hipocresía que subyace a la promesa zapateril de que «de la crisis
saldremos todos juntos». Como si todos fuéramos o estuviéramos igual en la
crisis.
Como
la igualdad es imposible sólo se puede simular con la mentira. Después se
sorprenden muchos biempensantes que surjan movimientos y líderes que aprovechen
la rabia popular ante la sangrante injusticia que es la imposición de la
tolerancia ante lo intolerable. Y se sorprenderán cuando ese acatamiento del
dogma haga volcarse al péndulo hacia posiciones radicales de otro tipo. Esa
política del pensamiento débil y dócil conlleva tanto peligro en su aplicación
como en la reacción que puede provocar. Ironía es que esta política de la
tolerancia sólo se puede imponer mutilando la libertad. Amedrentando a quienes
se rebelan contra el bombardeo ideológico y sentimental del poder y la mayoría
de los medios de comunicación. Es el páramo de la docilidad. Por convicción,
dependencia o miedo a la hegemonía cultural y política del «Gutmensch», del
buenismo. Y por miedo a ser castigado por destacar. No recuerdo si fue
Schiller, Goethe o Lenz -alguno del «Sturm und Drang»- quien exclamó que no hay
mayor envidioso que el que se cree igual a todos. Y la envidia genera odio
hacia quienes no quieren ser iguales. La igualdad se convierte así en la peor
amenaza para la libertad. De los individuos y de las sociedades.
La
sociedad que obliga a sus miembros desde la infancia a adaptarse al nivel del
peor es una sociedad abocada al fracaso. Porque estrangula la formación de
elites y así la movilización de la sociedad en el progreso real. Que está en la
creación de riqueza y mayores posibilidades para cada vez mayor número de
individuos. No en la repartición de las existencias confiscadas por el Estado
para comprar voluntades y obediencia. No hay mecanismo eficaz de progreso sino
el reconocimiento de la justicia de la desigualdad y la voluntad de los
individuos y colectivos de superarse y superar a los competidores. «El proceso
de civilización depende de que cada uno pueda utilizar libremente las
circunstancias que la vida le otorga» dice Bolz. El ser humano tiene el derecho
inalienable a buscar la felicidad, dice la Constitución americana. Nadie tiene
derecho a impedírselo igualándolo por la fuerza a quién fracasa en ello. Es la
cultura de la excelencia y la competencia. De la emulación y ejemplaridad. La
que hizo de las sociedades occidentales las más ricas, pacíficas, abiertas y
compasivas de la historia.
Ahora
volvemos a estar en manos de experimentadores sociales. Que necesitan que
olvidemos principios y valores, nuestra identidad. Bolz y Broder hacen la
llamada de atención más lúcida habida en años sobre las consecuencias de un
pensamiento único que reprime el debate en todos los problemas reales. Con
éste, la selección negativa -tan evidente en la clase política española- está
asegurada. Los nuevos dogmas serán triste consuelo para una sociedad postrada
moralmente. Es el fruto de esa corrección política que dicta que la verdad es
relativa, la libertad un valor secundario y la palabra un instrumento al
servicio de la política. Que combate implacablemente a sus enemigos. Por todos
los medios a su alcance, las leyes, los aparatos del Estado, la intimidación y,
por supuesto la mentira. Y llegado el caso, no lo dudo, por cualquier otro.