ABC 05.11.09
HA sido probablemente lo más reconfortante de esta semana.
Angela Merkel ha hablado ante el pleno del Congreso norteamericano, Casa de
Representantes y Senado unidos. Ha sido un discurso como el que muchos soñamos
escuchar de nuestros propios representantes y líderes. Muy pocos han sido los
dirigentes extranjeros que han recibido semejante deferencia en Washington. Se
ha dicho que Konrad Adenauer, el padre de la República Federal Alemana, hace la
friolera de 56 años, recibió el mismo honor. No es exacto. Adenauer habló ante
ambas cámaras, el único canciller alemán hasta ahora en hacerlo, pero no en
sesión conjunta. Angela Merkel ha adquirido así un puesto muy especial en la
jerarquía de relaciones con la administración norteamericana. Ante actos
realmente históricos como éste producen hilaridad cuando no vergüenza los patéticos
esfuerzos de algunos de presentar su foto semigótica con Barack Obama como un
encuentro planetario. Y el efímero encuentro en el Despacho Oval como el
principio de una larga y profunda amistad. Pero eso sucede cuando quien habla
no sabe nada de casi nada y mucho menos de historia, de simbolismos, de la
profundidad que confiere a las relaciones políticas y humanas una comunión de
valores. Cuando no se sabe más que de insidias barriobajeras de trepadores e
intrigantes de partido semileninista. Si hay algo que ofende quizás más que la
incompetencia y el desprecio a la inteligencia ajena es la ignorancia paleta de
la que hacen gala algunos dirigentes de este Partido Socialista nuestro, sobre
todo los que más hablan. Ignaros arrogantes con trajes y vestidos nuevos que
jamás habrían podido comprarse con un salario merecido en el mercado libre.
Ustedes ya saben quiénes son.
El
discurso de Merkel no tiene desperdicio por su altura de miras, su calidad
humana y su sabiduría política. Por supuesto que muy probablemente no sea todo
el texto obra suya. Pero suya es la responsabilidad de haber escogido a la
gente adecuada para que el discurso que aprobó y pronunció ante el Congreso en
el Capitolio haya sido de lo mejor que se ha podido oír en mucho tiempo sobre
los retos y los anhelos de la libertad. Sobre la dignidad de la persona y sobre
la grandeza de la política, sobre el sacrificio y sobre la gratitud inexcusable
a quienes lo hacen, sobre la fuerza de las ideas y el peligro de su debilidad
para todos los valores que los hombres libres han de defender. Decenas de veces
fue interrumpida por los aplausos y al final de su discurso toda la sala se
puso en pie para brindar a la canciller varios minutos de ovación continua y
entusiasta. Merkel habló de su infancia y juventud en una dictadura comunista
que aquí aún muchos defienden. Y de sus sueños desde entonces del gran país de
las oportunidades infinitas que otorgan el esfuerzo, el talento y la libertad.
Habló de la grandeza de la democracia que da vía libre al individuo. Y por
tanto de la miseria de los experimentos sociales que desde el Estado reprimen
al ser humano en aras de promesas de felicidades futuras imposibles y siempre a
la postre sangrientas. Merkel dio una lección de historia de una mujer que,
súbdita de una dictadura miserable, ha logrado dirigir a la mayor potencia
europea. Y lo hizo dando las gracias a Estados Unidos, que tantos hijos ha
sacrificado por la libertad de tierras lejanas a las que sólo los unían sus
antepasados. Grandeza había en sus palabras. Vergüenza daba recordar la
charlatanería buenista y provinciana de nuestro Gran Timonel en su breve paso
por Washington.
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