ABC 01.12.09
Pocas ciudades me emocionan tanto como Damasco y su mezquita
omeya. Me es difícil en Estambul reprimir el nudo en la garganta cuando cruzo
la plaza desde la Hagia Sofia, catedral y mezquita, hacia la gran Mezquita
Azul. Nunca olvidaré a mis viejos sabios musulmanes en la espléndida mezquita
de Edirne, que recibían con toda su maravillosa generosidad a los pamukos
expulsados por la limpieza étnica del régimen comunista búlgaro de Todor Yivkov
de la región de los Rodopos búlgaros en los que vivieron durante siglos. Pocos
sitios me tienen aún hoy tan profundamente conmovido como el Travnik de Bihac
en Bosnia y Pec en Kósovo con mi limpiabotas Ramadan Laros, que había estado
dos veces en la Meca. Minaretes por doquier. Y belleza sin igual. Nunca he
despreciado tanto a combatientes en guerra como cuando han dinamitado esas
torres del recuerdo de la fe y volado mezquitas, o quemado iglesias llenas de
gente, católicas u ortodoxas, y reprimido el mayor privilegio humano, que es
querer, buscar y adorar a un Dios bueno y justo. Simplemente por ser otro. La
maldita otredad.
Y sin
embargo, señores, estoy perfectamente de acuerdo con la decisión tomada por el
pueblo suizo en referéndum, que prohíbe la construcción de minaretes en las
mezquitas en su país. Supongo que a muchos les parece abominable. Ya sé que
ahora saldrán nuestros Aliados de Civilizaciones diciendo que los suizos -y por
supuesto yo- somos unos fachas o Torquemadas siniestros. O judionazis, que es
otro insulto de moda, por grotesco que resulte y que yo ya he disfrutado en
esta España que tanto cultiva el odio y la revancha.
No sé
si saben que bajo el Imperio Otomano la poca tolerancia que había hacia los
cristianos imponía que las iglesias y capillas se construyeran cavando un foso
para que nunca superaran en altura a las mezquitas circundantes. Hoy esa mínima
tolerancia otomana no existe en casi ningún país que formó parte de ese último
gran califato en Oriente Medio. Los cristianos son perseguidos en decenas de
países, forzados a emigrar y asediados continuamente. En los países que
financian y exportan a sus clérigos a Occidente, Paquistán o Arabia Saudí, por
ejemplo, resulta prácticamente imposible celebrar una misa siquiera en privado.
Lo de proponer construir una pequeña iglesia sería una afrenta que pagarían muy
caro sus impulsores. Aquí es diferente. En Colonia, en Alemania, los musulmanes
pretenden hacer una mezquita mayor que la catedral. Y muy cerca. Nadie piense
que es por necesidad de estar más cerca de Dios. Eso se puede hacer en casa o
en una mezquita que nadie les impide construir, ni en Suiza ni en ningún país
europeo. Se trata del poder.
En
muchos colegios de suburbios europeos se empezó dejando que una niña llevara el
pañuelo, la hiyab, al colegio y hoy ningún musulmán, por laico que sea, se atreve
a que sus hijas vayan sin pañuelo porque las consecuencias son imprevisibles,
pero siempre peligrosas. Y en Suiza está claro que después de los minaretes
vendría el muecín para darnos cinco veces al día la buena nueva de que Alá es
el único Dios y los que creen otras cosas son perros, cerdos e infieles. Y que
la presión de los fanáticos islamistas que tenemos en Europa adquiriría aún
mayor fuerza sobre cualquier musulmán que quisiera ser un simple ciudadano
europeo cumplidor de las leyes nuestras y no de la Sharia.
No
tengo ninguna esperanza de que esta Europa débil, dubitativa, relativista e
ignorante pida algún día a los países musulmanes desde el mayor, Indonesia a
Marruecos o Dubai, un mínimo de reciprocidad en el respeto a la fe de los
demás. Ellos, con su fe, se sienten superiores a todas estas sociedades que ya
no creen en casi nada. Gobernadas por personajillos que no entienden el
profundo sentido común de la decisión suiza. Los suizos quieren seguir siendo
dueños de su destino. Por mucho invitado que tengan. Porque no se puede invitar
al invitado a ser invasor.
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