ABC 26.11.09
SIEMPRE me ha sorprendido, y
de alguna forma asustado, la alegría de la vida meridional. Cierto es que viene
bien para salvar las penas y para no producir demasiados Dostoievskis y
generar multitud de Jardiel Poncelas. Esa especie de entusiasmo por lo propio
que hace olvidar todas las miserias cotidianas, todos los fracasos, las
angustias y la necesidad omnipresente y lleva a chabolistas o semichabolistas
en Cádiz o Almería, con sus cajones y guitarras, con sus rumbas o bulerías a
decir esa frase que siempre me ha dejado estupefacto: «Cómo aquí no se vive en
ninguna parte». Ni siquiera es cierta esta sentencia equivocadamente
pretenciosa porque así se vive en muchas partes del mundo, olvidando la
miseria, la ignorancia y la impotencia con cierta dosis de soberbia, un
patriotismo local muy chato, mucho cantar y buscar la alegría de la vida en el
puro menester y la picaresca por esquivarlo de vez en cuando, pregonándolo como
victoria. Las regiones más pobres de nuestro país han logrado entrar en ese
nirvana cañí en el que lo único que importa es tener ojo para la subvención,
rapidez en asumir la dependencia y premura en la obediencia. Todo convertido en
un inmenso cortijo en el que los vasallos andan pendientes de cómo están sus
señoritos que al final de la juerga les darán la paga. Los señoritos hoy en
día, los que manejan masas de vasallos, son por supuesto socialistas a los que
gusta compadrear con sus mandados y alimentados. Así se hizo el PER que
convirtió en Gran Visir Iznogud a un personaje tan poco interesante como Manuel
Chaves del que se puede decir que no sabe hacer absolutamente nada, salvo
sobrevivir en el mando. Dirán muchos que no es poco. Aunque alguna vez quisiera
ser califa en lugar del califa. Cierto. Para él, esta España cada vez más
meridional en hábitos, vicios y pensamiento romo ha sido el gran chollo. Para
él, cuya vida en una sociedad desarrollada y moderna hubiera transcurrido en
una oficina o gestoría llevando manguitos y cogiendo turnos de ciudadanos en
sus diversas cuitas burocráticas. Habría sido divertido ver a este patriota
andalusí, que ha heredado el nepotismo de los Omeyas, trabajando en una empresa
privada alemana o sueca. Habría aprendido hasta retórica. Lo malo no es que un
personaje de tan poca monta haya dirigido a su antojo hacia la permanente
pobreza una región española que ha invertido todo el dinero recibido de
Bruselas y Madrid en salarios de obediencia. Y que sus jefecillos provinciales
y locales ejerzan como lo que siempre quisieron ser, es decir caciquillos
implacables, omnipotentes e impunes, imitando a los zafios poderosos de antaño.
Lo malo es que cada vez está más claro que tenemos unos gobernantes que ven en
la perpetuación de la mediocridad tóxica de los gobernantes en Andalucía un
proyecto general de éxito para sumirnos a todos los españoles en la misma
pesadilla. Con la obligación de decir que «como aquí no se vive en ninguna
parte». O ser tachados de enemigos y ser la anti España. Que en Cataluña ya
pasa lo mismo lo sabemos. La forma en que los gobernantes tratan a la oposición
es siempre, en toda democracia, el baremo ideal para establecer el grado de
salubridad de la misma. Lo que estamos viendo en el Congreso de los Diputados,
cuando la oposición exige responsabilidades al Gobierno es algo muy meridional,
andalusí o, si prefieren ahora, morisco. El desprecio a las legítimas dudas e
interrogantes de la discrepancia es la demostración más fehaciente de que
nuestra democracia está en plena regresión. Cuando el espionaje a la
ciudadanía, la postración ante los chantajistas, la ocultación de vínculos
policiales con los terroristas, la ineptitud en el terreno económico y la
obscena utilización del estado para fines partidistas son cuestiones que la
mayoría no se digna siquiera a discutir, es que nos hemos vuelto tan meridionales
que vamos a acabar teniendo frontera con Zimbabue.
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