ABC 10.11.09
PRECIOSA ceremonia en Berlín con motivo del veinte
aniversario de la caída del Muro de Berlín. Todos los dirigentes europeos,
jubilados y en ejercicio, reunidos junto a la Puerta de Brandenburgo para
recordar una de las triquiñuelas de la historia más gamberras de las que
tenemos noticia. Porque aquel día, el régimen criminal comunista de la
República Democrática Alemana no tenía la menor intención de abrir la frontera
con Berlín occidental ni de concederles la libertad a sus ciudadanos. Ni el
señor Mijail Gorbachov, pese a todos sus méritos en reconocer la ruina del
proyecto del socialismo real soviético e intentar infundir algo de sentido
común al régimen, tenía la mínima idea de que aquel día se avenía la libertad
para millones de alemanes. Aunque hoy el señor Gorbachov sea alabado con
muchísima justicia en Berlín. Sin él como jefe máximo del Kremlin es muy
posible que todos los cambios que ya se habían producido en Centroeuropa no
hubieran sido tan pacíficos. Polonia ya había celebrado elecciones y Hungría ya
había proclamado abiertamente su decisión de desplegar su vocación nacional
occidental milenaria. Solo una operación militar masiva con muchos miles de
muertos habrían retrasado, que no evitado, lo que estaba sucediendo. Pero la
descomposición del régimen de la RDA había llegado, después del cese de Erich
Honecker a un punto tal entre sus camaradas dirigentes que a nadie puede
extrañar que el señor Günther Schabowski, jefe del partido socialista unificado
(SED) en Berlín no tuviera ni la más remota idea de qué significaba la
disposición del máximo órgano del régimen cuando tuvo que interpretarlo en
público en la célebre conferencia de prensa en la que dijo que las medidas se
aplicaban de inmediato. Y todos entendieron que podían viajar desde ese mismo minuto.
Nada más lejos de la intención real del régimen. Pero ese malentendido puso en
marcha unos acontecimientos ya absolutamente imparables. En realidad el régimen
totalitario y criminal soviético impuesto en toda Europa Central después de la
caída del nazismo había llegado a un nivel de inviabilidad que sólo una
represión masiva de tipo asiático podía haberlo mantenido durante un tiempo muy
limitado.
Fueron
muy emocionantes los actos de ayer, conmovedores para quienes conocimos bien
los sufrimientos de la población y los abusos del poder de los peores, producto
de la selección negativa en el movimiento comunista. Hubo palabras bellas de
algunos de los principales líderes europeos, todas evocadoras de aquella frase
en la que Don Quijote le habla de la libertad a Sancho y le dice que por ella
hay que ser capaz de darlo todo incluso la vida. Quienes no valoran la libertad
lo suficiente como para arriesgar la vida por ella gozan de la misma de
prestado, gracias a aquellos que sí saben que vivir sin libertad no es vivir
plenamente. Y que durante setenta años en la URSS y cincuenta en sus estados
vasallos se jugaron libertad y vida y muchas veces perdieron ambas. Millones de
cadáveres y muchas decenas de millones de seres humanos enterrados en vida en
regímenes opresores son el único legado de la aventura criminal que en
principio creímos enterrada aquel nueve de noviembre. Un nueve de noviembre en
el que también se conmemora la entrada en plena actuación de la otra gran
maquinaria del terror del siglo XX que fue la noche de los Cristales Rotos en
el propio Berlín, cuando el régimen nazi se quita definitivamente la máscara y
comienza la política de exterminio de los judíos europeos en 1938. Que el
puñado sectario de comunistas españoles digan en su Congreso que no tienen nada
de que arrepentirse es un miserable alarde de lo peor del nazismo y el
comunismo. Son los irreductibles para los que su propia miserable idea vale más
que la vida y los sufrimientos de millones de seres humanos. Serían capaces de
repetir todo lo hecho. Y que nuestro presidente del Gobierno dijera ayer que el
hundimiento del comunismo era equiparable a la muerte del dictador Franco
supone un insulto y una trivialización de los crímenes comunistas en Europa que
produce náuseas.
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