ABC 04.11.09
EN dos días nos han dejado
tres personalidades muy distintas. Pero todos ellos con ese algo en común que
es la excelencia, en lo que hacían y en lo que eran. Y la admiración profesada
hacía ellos. Murió antes, el domingo, el antropólogo Claude Levy Strauss. Nos
enteramos ayer. Iba a cumplir los 101. Un día después murió aquí en Madrid José
Luis López Vázquez, uno de los grandes de la escena española. A los 87. Y ayer
moría Francisco Ayala, un granadino universal que tenía todo el siglo XX
español en su magnífica y generosa cabeza, lúcida hasta días antes de morir.
Había cumplido 103 años. No hace mucho que le saludé por última vez junto a su
casa de la calle Orellana en la terraza de la cervecería Santa Bárbara. La
muerte de personas admiradas, como la de las más cercanas, nos produce una
impresión que trasciende a nuestra admisión lógica de la muerte como final
irremediable de todo ser humano, más allá de las creencias. Despierta además
una especie de consuelo por la convicción de que pronto o tarde compartiremos
su suerte. En estos casos siempre recuerdo las palabras del poeta checo
Jaroslav Seifert viendo en sueños a un amigo asesinado durante la ocupación
nazi: «Veía los gestos familiares de sus manos, pero cuando quería dirigirme a
él, se marchaba hacia su oscuridad», escribía Seifert. Y luego añadía: «No soy
muy riguroso cuando digo que los muertos vienen a nosotros. No es así. Eso es
un engaño que nos hacemos porque en realidad somos nosotros los que vamos hacia
ellos. Cada día estamos más cerca. Un día engrosaremos sus filas y entraremos
en los sueños de quienes dejamos atrás».
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