ABC 04.02.10
EL gran escritor e intelectual que es Hans Magnus
Enzensberger no es un ser excesivamente combativo en contra de la vida animal y
burocrática que domina la política europea. Y sin embargo, parece preocuparle
ahora toda la cantinela de chorradas a las que se dedica nuestra Unión Europea
en esa burocracia que no sólo decide el compás en que debe de pisarse la uva
tras la vendimia o la temperatura para servir un café en todo el territorio de
la Unión, también lo que fumamos, el tamaño de nuestros plátanos y los
crucifijos que podemos tener en nuestras escuelas. Enzensberger, probablemente
uno de los pensadores más brillantes pero también más altivos a un tiempo en
esta Europa actual, acaba de decidir que la UE hace el payaso cuando quiere
determinar todo lo que hemos de hacer países y sociedades tan distintos entre
nosotros. De gente que tiene siglos, cuando no milenios, de formas distintas de
vida. Y que convivimos perfectamente con estas diferencias. Nuestro gran éxito
está en cooperar y no matarnos cada dos o tres generaciones. No quieran por
tanto hacernos iguales. Con que nos civilicemos todos y respetemos al prójimo
estamos muy bien. No quieran hacernos un pan igual a todos, porque de ahí
podría partir de nuevo la discordia.
No
está mal que nos vayamos convirtiendo en británicos o checos todos, incluidos
los pensadores alemanes, y nos demos cuenta de que nuestros estados nacionales
no tienen sustitución en parlamentos paniaguados con políticos retirados o
prejubilados. Ni en Estrasburgo ni en las Termópilas. Nuestra soberanía
nacional resulta, paradójicamente, hoy mucho más actual que en momentos de
bonanza. Ni el Parlamento europeo ni la burocracia de Bruselas tienen realmente
potestad para organizarnos la vida a ningún europeo. Pero se empeñan en ello
con una arrogancia y prepotencia que no parece tener límites. Estoy convencido
de que hay siete imbéciles en una oficina cerca de la Grand Place que creen
saber lo que desean fervientemente mis vecinos de Valdecaballeros. También sé
que en ese pueblo de la Siberia extremeña, viven cientos de personas
avasalladas en su día por la mentecatez de la política antinuclear del
fanatismo ecologista o la demagogia socialista. Y que sufren más que nunca la
precariedad que ha generado la ideologización del debate sobre la energía y lo
pagan con el paro endémico y la falta de expectativas laborales para sus hijos
y nietos. En Garoña pasará lo mismo.
En
Bruselas tenemos a una corte de personajes muy bien pagados que ponen
condiciones draconianas a todos aquellos que viven de su esfuerzo y no buscan
más que el bienestar de sus familias, en las peores condiciones. En Madrid y en
todas las cortes de taifas de nuestra geografía se producen aún mayores
vilipendios. Hablar de los abusos y disparates, de las barbaridades que comete
la Generalidad de Cataluña en su incansable cruzada por la puridad identitaria
resulta ya ocioso. Un grupo de perfectos mediocres que quiere hundir a su
pueblo al mismo nivel que el suyo está destrozando toda motivación de calidad,
excelencia y humanismo porque sólo se sabe a gusto y a salvo en el lodo propio.
Han conseguido en Cataluña crear el temor necesario para que solo les respondan
los exiliados. Pero hemos llegado al instante en que ya no es sólo el País
Vasco con la amenaza permanente de muerte. Ni Cataluña con su espada de
Damocles de la exclusión social. Estamos ante una España en general en la que
se siente el miedo. En la que ya no son payasadas de Bruselas sino admoniciones
propias de La Moncloa las que hacen bajar el tono a nuestros ciudadanos a la
hora de hablar. Si Bruselas se ha convertido en una especie de laboratorio
total de directrices con amenazas de sanción, Madrid y su Gobierno se han
convertido en una amenaza para toda persona libre.Con una vocación
intimidatoria que Europa no conoce desde que se hundieron las últimas
dictaduras.
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