ABC 11.03.10
PARECE ser la convicción del vallisoletano travestido en
leonés. Todos los españoles somos un puñado -grande, vive Dios- de cretinos que
todo nos lo zampamos, con todo comulgamos y, con un poco de ayuda de los
tolilis de enfrente, los acabamos votando. Algunos de ustedes me entenderán que
confiese que no pude soportar esa entrevista soviética de sumisión perruna que
nos ofrecieron hace algunos días. Comprendo que hayan convertido Televisión
Española en un medio para financiar a Roures y su chavalería. Pero nadie puede
exigirnos a quienes somos mayores de edad que nos reconfortemos con una nueva
versión de las necedades de Ceaucescu sobre su milagro económico, con esas
filípicas mentirosas que ofenden a todo ciudadano cuerdo. La inanidad culpable
en estado puro. Y por supuesto con mucho menos talento y llamémoslo erudición.
Decía nuestro inolvidable Paco Eguiagaray que Ceaucescu y el búlgaro Todor
Yivkov eran los únicos seres humanos que habían escrito más que leído. Sus
obras completas llenaban estanterías de siete metros por tres. Había que
tenerlas para no ponerse en peligro. Para no ser sospechoso. Que equivalía a
preso potencial. Pero si fueron los mayores escribidores de todos los tiempos,
también fueron los menos leídos. Menos aun que Suso del Toro. Por eso sus obras
fueron todas, en cuanto hubo algo de libertad en sus respectivos países,
directamente a las estufas para ayudar a su gente a pasar el invierno que por
allí causa aún más estragos que en la Cataluña del charnego Iznogud de Iznájar.
Mi
querido sátrapa rumano al menos había logrado lo que buscaba. Fue dictador
consumado y su vulgaridad y vileza las pudo compensar con la efectividad de la
represión. A la larga la mentira no basta y hay que recurrir a la intimidación.
Al miedo, esa receta perfecta para los proyectos fracasados del totalitarismo.
Hasta su final trágico en el que tuvo el primer y último gesto de humanidad que
le conocí, que fue tocarle con amor la rodilla a su mujer Elena cuando les
comunicaron que los iban a fusilar de inmediato. Murieron ambos con una
dignidad que jamás habían demostrado en vida. Pero volvamos a nuestros
mentirosos porque aquéllos ya descansan en paz. Volvamos a nuestros mentirosos
vivos e hiperactivos. Algún amigo mío, menos nervioso y cabreado que yo, se
durmió ante la vacuidad de vértigo del discurso de nuestro Gran Timonel y las
preguntas de nenaza de sus tres interlocutores.
Ceaucescu tenía al poeta
nacionalcomunista Corneliu Vadim Tudor como bardo del régimen. Era y es un
cobarde y como todos los lacayos tan comunista como nazi y todo lo demás si
hubiera hecho falta. Habría cantado al fascista Antonescu y la Guardia de
Hierro como cantó a la Securitate, a Georgiu Dej, a Ceaucescu y a cientos de
miserables. Como algunos dirigieron la televisión para Arias Navarro y tachan
hoy a quienes se jugaban su libertad entonces de fascistas. Como todos esos
izquierdistas que llevan los correajes falangistas en la cabeza. Como todos
esos aprovechateguis que cantan loas a Cuba e insultan a los mártires de la
libertad. Treinta años después. Nada nuevo bajo el sol. Un día feliz mío en
Bucarest fue cuando le reconocieron unos estudiantes cuyos compañeros habían
sido abatidos por las balas del régimen en la Navidad de 1989 y le pidieron
explicaciones. Él saltó como un gamo a su edad provecta la verja de un parque y
huyó como alma perseguida por el diablo. Pequeños actos, islas de justicia, en
este mar de cochambre.
Pero
volvamos a nuestros mentirosos vivos. Y mentirosas. Ayer dijo la vicepresidenta
De la Vogue que no se ha pagado rescate alguno para la libertad de la turista
del ideal catalana, secuestrada en Mauritania, que felizmente ha quedado libre.
Mentira, querida vicepresidenta. Otra mentira. Podía haber dicho usted que de
esas cosas no hablamos. Cualquier subterfugio. Pero no. Usted, como su jefe,
decidió, una vez más, tomarnos a los españoles por gilipollas. Y eso,
comprenderá, irrita. Por lo menos a algunos de nosotros. Aunque ustedes no
tengan la menor idea al respecto, en este país queda gente con dignidad.
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