ABC 26.01.10
POR fin, después de una larga travesía por el páramo de los
eufemismos, las palabras hueras, los conceptos tontilocos, las mentiras
descaradas y la baba semántica, nos topamos con un concepto muy claro, que no
es otro que el pronunciado por fin por algunos españoles en alta voz como
merece: «alta traición». Sería maravilloso que estas palabras tan fuertes
fueran el comienzo del retorno a la utilización de la lengua, de la palabra,
como ellas y nosotros merecemos. Nunca me cupo la menor duda de que era el término
a utilizar para el escándalo del Bar Faisán de Irún, «alta traición». Cuando
unos gobernantes tienen en guerra a miles de policías, guardias civiles y otros
miembros de la seguridad del Estado, jugándose la vida contra los terroristas y
se dedica a ayudar a éstos en contra de aquéllos, difícilmente hay otro término
que utilizar. Cuando unos personajes que han jurado defender la Constitución se
dedican, por conveniencia política o de cualquier otra índole, a colaborar con
los enemigos de la misma, con sus enemigos armados y asesinos, con los que la
sociedad española está en guerra desde hace cuarenta años, no cabe otro
calificativo que el de traidores. Es bueno y saludable que volvamos a llamar a
las cosas por su nombre. Porque nos ayudará a todos a entender que es posible
una ofensiva contra la manipulación semántica, que siempre ha sido un
instrumento clave en la lucha de quienes nos quieren hacer súbditos,
arrebatarnos la individualidad y la ciudadanía e imponer su pensamiento único
de la mentira amenazante.
Alta
traición. Eso es lo que cometió en su día el coronel Alfred Redl, en principio
brillante oficial del servicio de información del Ejército austrohúngaro, jefe
del Estado Mayor del VIII Mando con sede en Praga. Trabajó para el enemigo
hasta que, sabiéndose delatado, se pegó un tiro en Viena. En caso de no haberlo
hecho, habría sufrido más. Primero, el oprobio y después, un fusilamiento.
Tranquilos todos, que nos vamos conociendo. Nadie interprete esto como una
llamada a utilizar los métodos expeditivos de antaño. Ni siquiera es una
llamada al respeto a un cierto código de honor que los personajes implicados en
el caso que nos ocupa probablemente no conozcan. Y de conocerlo les importaría
un bledo. En realidad, lo que ha sucedido es que al código del honor o de la fe
lo ha sustituido ese código implacable de la conveniencia. Tiene razón Jaime
Mayor Oreja cuando dice que el caso Faisán sólo es una parte de la gran
operación lanzada por los socialistas y nacionalistas para despojar de derechos
y libertades a media España aliándose con la banda terrorista. Así empezó todo
en el Tinell y en Perpignan. Y ahora estamos aquí, con la certeza de que altos
mandos policiales y políticos traicionaron a sus subordinados, convencidos de
que así tendrían un beneficio propio. Ayudaron a los asesinos de cientos de
policías y guardias civiles, de trabajadores y empresarios, también de algún
niño, para lucrarse en su carrera o promocionar su poder. ¿Verdad que dicho así
suena bastante tremendo lo sucedido? Pues creo realmente que no hay otra forma
de decirlo. Como dice el gran Santiago González, no tenemos versión más
verosímil. El código de la conveniencia, que en este país nadie simboliza mejor
que el juez Baltasar Garzón y su gemelo moral, que es el presidente del Gobierno,
todo lo hace factible y explicable desde un escudo hipócrita de buena voluntad.
Pero no desesperemos. Nuestro Fouché Rubalcaba va a tener dificultades en
explicar toda la «normalidad» de las conversaciones entre sus protegidos en
aquel momento en el que su Ministerio hizo un pacto, una alianza, con quienes
mataban y matan a quienes están a sus órdenes. Suena fatal esto último.
¿Verdad? En eso radica muchas veces el sentido de las palabras.
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