ABC 19.01.10
NO vamos a hablar de las cosas de las que sólo cabe llorar.
O golpearse el pecho ante la impotencia, ante la increíble incapacidad de la
sociedad humana de limpiar un pozo negro de basura, tristeza y miseria cuando
hace tiempo que se cree Dios y está en plena conquista del universo. No hace
falta una mayor explicación de la tragedia de Haití que es un terremoto
perpetuo de ignorancia y pobreza. Del que por cierto no parecen directamente
responsables los norteamericanos, el capitalismo ni el liberalismo. Ni siquiera
la libertad como algunos parecen sugerir. Haití está lleno de seres humanos que
valen exactamente lo mismo que los que viven aquí, allá o acullá. Todas esas
decenas de miles de cadáveres han sido seres humanos que tienen el mismo
derecho divino de perseguir la felicidad, el amor, la amistad y el pan santo de
cada día como todos los demás, nosotros los europeos bienaventurados, los
cubanos, los chinos, los rusos o los coreanos del norte. Lo malo que es que la
mayoría no puede hacerlo valer. Y morimos muchas veces así, en masa. Ha pasado
muchas veces y volverá a pasar por mucho que algunos piensen que podemos
reinventar el planeta y a nosotros mismos. Y que en la experimentación de
nuestras ideas y nuestros valores, en la fabulación general sobre nuestra
propia naturaleza, hay un remedio que es capaz de impedirnos, de evitarnos la
desgracia. De lograr imponer ese mundo feliz del que hablan los componedores,
los alquimistas del alma, los fabricadores de escenarios imposibles que hay que
generar para un futuro sacrificando a las generaciones presentes. Haití es, con
todo el respeto para todos y cada uno de sus habitantes, todos víctimas -y
muchos criminales y víctimas a la vez-, un país de horror en el que la piedad
es un lujo inalcanzable. Como en los grandes campos de Kolima donde los seres
humanos fueron convertidos de nuevo en trogloditas y antropófagos. En un sitio
fue la proyección del nuevo hombre sin Dios ni tradición y pasado. En el otro
es la mera desidia. Nadie podía evitar este terremoto como tampoco un tsunami,
ni el retorno de unos presos y otros condenados a la animalidad. Pero si podría
haberse evitado que los supervivientes se comieran vivos los unos a los otros.
En Kolima, en ese paraíso del socialismo real del que no acaban de abjurar muchos
niños y ancianos del capitalismo opulento, ni en Haití, ese infierno del
subdesarrollo y el salvajismo que ha resistido a todos los esfuerzos de la
civilización, que allí no fueron muchos pero existieron. Hoy hay muchos que
quieren revertir dichos esfuerzos que han hecho posibles las sociedades más
ricas, solidarias y compasivas y que impusieron la cultura de la piedad. Que no
son otros que los nuestros. Y no es difícil hacerlo como la propia historia de
nuestro rico, culto y sofisticado continente ha demostrado sobre todo en el
pasado siglo. Los jinetes del Apocalipsis existen, aunque hoy nuestra juventud,
gracias a la ignorancia que se predica, piense que esos caballeros bandarras
deben ser un grupo de rock. Las tragedias, individuales o colectivas, han sido,
desde que sabemos o intuimos, desde que el hombre ha creído en un Dios que le
quiere, una inmensa lección de humildad y no el castigo de un todopoderoso
justiciero.
Quienes
lo olvidan buscan explicaciones irrisorias o culpan en su primitiva indignación
a otras fuerzas que pueden ser como nos dice el idiotismo militante, el
Pentágono, Pizarro, Orellana o el capitalismo. No hay culpables de un
terremoto. Hay culpables de que las ideas de la libertad y del sagrado valor de
todo ser humano no dominen todas las regiones del planeta. Estas ideas no
habrían evitado esta terrible ceremonia negra de muertos en Haití, pero si sus
consecuencias ulteriores. Por desgracia, es improbable que extraigamos una
lección de este drama ingente. Tampoco lo han sacado tantos de los millones de
muertos, muchos más, que murieron por ideas que todavía muchos defienden.
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