ABC 18.02.10
NUESTRO presidente apura y calcula sus tiempos. Se los toma
para charlar complacido con los chicos del cine, pero no tiene tiempo para ir a
ver a los familiares de nuestros muertos. De nuestros muertos. De los cientos
de Guardias Civiles y Policías caídos en acto de servicio en defensa de nuestra
democracia y nuestro Estado, de los cientos de civiles asesinados sólo por ser
decentes, españoles y demócratas. Viva la fiesta goyesca y que les den dos
duros a los hombres y mujeres de bien que han perdido a sus seres queridos por
el terrorismo nazi vasco y sus secuaces en toda nuestra geografía. Viva la
juerga del glamour y que se mueran de asco todos los que en defensa de nuestro
Estado se han dejado la vida, su salud, su felicidad o su futuro.
Muy
bien por tanto la aparición de la señora Sonsoles con toda la titirerada -de la
que excluyo muy claramente a Álex de la Iglesia, por fin un hombre digno en la
tropa-, pero qué pena que la señora del coro no tenga tiempo para Irene Villa,
para los miles de familiares de los muertos por el terrorismo, para los
lisiados física y espiritualmente por las garras del mesianismo nacionalista
asesino. Está claro que tanto el señor de la Zeja como su señora comparten más
la fiesta que la tragedia, más la juerga que el dolor de los españoles. Pero ya
hoy da casi igual porque todos deberíamos saberlo. Nuestra pareja de la Moncloa
tiene sus afectos tan bien distribuidos como sus tiempos. Nuestros muertos, a
manos de quienes han sido durante mucho tiempo aliados estratégicos de nuestros
gobernantes, no importan tanto como Amenábar. Nuestros héroes, soldados en
lucha contra el terror en territorio enemigo, nuestras Fuerzas de Seguridad, no
merecen lo que por supuesto hay que dar a nuestros comediantes. Nuestras
víctimas, todos los españoles mutilados por la pérdida de sus padres, hijos,
hermanos y familiares en general, no tienen la categoría de nuestros chicos de
la alfombra roja, el moño, el vestido estupendo y la sonrisa floja. Pobres
muertos nuestros. Pobres nosotros que no saltamos indignados ante el monstruoso
agravio comparativo de la parejita de La Moncloa.
Quizá
Zapatero sea simplemente un cobarde, aparte de un insensato que ha conseguido
hundir a este gran país al nivel de Letonia en seis años. Que es tan cobarde
que sólo va a donde se le sonríe, a donde le sonríen aquellos a los que él
paga, subvenciona y privilegia con el dinero de todos los españoles. Quizá sea
también verdad que este país está repleto de cobardes. Que entienden y aceptan
todos la cobardía de su presidente electo y consideran normal lo que es
simplemente intolerable. Que asumen con naturalidad la absoluta vergüenza de lo
que está sucediendo. Pero como español debo decir que no todos somos así y que
el desprecio hacia algunas actitudes nos producen náuseas todavía a muchos.
Gracias a Dios somos muchos, aunque por desgracia quizá no mayoría. Pero da
igual cuántos seamos porque la náusea es auténtica. Mucho más que los elogios
falsos e interesados y esa repugnante equidistancia de tantos que quieren
calcular riesgos en carrera y cartera antes de definirse.
Ante
estos gestos de infamia, a mí el debate económico de ayer en el Congreso de los
Diputados me trae al pairo. Cierto es que el señor Mariano Rajoy quiso
presentar una alternativa a nuestra deriva a la catástrofe, que cada vez es más
evidente. Como lo es que el presidente Zapatero no dijo absolutamente nada en
ese discurso inane y ofensivo a toda inteligencia al que nos ha acostumbrado. Y
ante el que toda indignación es poca. Nada, nada y nada es el resumen de esa
retórica vacía e inepta con que nos obsequió una vez más esta pesadilla de
caudillo menor que ha destruido su partido, ha humillado a su país y lastrará
la vida de nuestros hijos. Si económicamente nos ha hundido, moralmente supone
un desastre tan mentiroso, tonto y cruel como nunca lo tuvimos desde la
dictadura.
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