ABC 02.02.10
SE murió hace unos días Antonio Fontán, un gran señor de
todo, uno de los grandes patricios españoles que nos quedaban -en su sentido
más generoso y bello- y ahora se muere nuestro Ryczard Kapushyinski
latinoamericano, Tomás Eloy Martínez. Otro de esos intelectuales que quisieron
estar siempre presentes en el acontecer diario -de los que estuvieron
obsesionados por explicarnos el devenir de las cosas y desde la perspectiva más
optimista, quisieron así mejorar la existencia de todos nosotros. Nunca
cayeron, ninguno de los tres, en esa tentación maldita, tan bien explicada
ahora por David Gistau con motivo de la muerte de Salinger, de convertirse en
ermitaños o adustos solitarios, en enfadados con lo inevitable y huraños
heridos por las reglas del juego de las relaciones humanas por miserables que
éstas puedan llegar a ser. Desde Séneca a Octavio Paz o Mario Vargas Llosa
tenemos infinidad de intelectuales reales, no personajillos de una ceja u otra,
que estuvieron siempre abiertos al mundo inmediato y a la interacción con sus
contemporáneos, con tanto interés por lo propio como lo ajeno o lo público. Es
lo más bonito que puede pasarle a un ser pensante y crítico. Pero siempre han
existido razones de mucho peso para que cualquier ser lúcido se recluya
semimuerto de asco ante lo que ve, lo que lee y oye. Ante lo que siente. Que la
náusea ante el entorno, sus simas abisales y miserias cotidianas, pueden
convertir a cualquiera que mire, vea y entienda, en un misántropo furibundo. No
resulta nunca ni muy sana ni muy fértil tal actitud. Pero creo que existen
razones que explican sobradamente que exista gente a medio camino entre la
resignación y el rechazo activo, que en algún momento optan por alejarse de
sumisiones, miserias y entusiasmos falsos, de una vida social cotidiana que
parece hecha para que los individuos pierdan su autoestima.
Los
últimos años de nuestro país, los seis años triunfales de nuestro Gran Timonel,
nos dan tanto material para la repugnancia y el hastío que a nadie debe
sorprender que sean muchos los que quieren irse, mandar a sus hijos lejos de
aquí o aislarse en lo que los alemanes orientales llamaban durante el régimen
de la RDA vivir en el nicho. Llamémoslo, como ellos, el «Nischenexil», el
exilio en el nicho particular que te permite sobrevivir con mínimas alegrías
particulares, con muy pocas relaciones personales y evitando que te afecten
emocionalmente, anímicamente, las grandes barbaridades de la vida pública, los
peores actos soeces del poder y las mayores obscenidades de la vida pública. Fue
Alfonso Rojo hace ya casi tres lustros quien hablaba del «tormento de la
lucidez» en una crítica sobre un librito mío titulado «La acuarela». En el país
de la indolencia que es el nuestro, salvo en contadas ocasiones de la historia,
no sufrir con los avatares públicos parece un deber del sentido común o de la
supervivencia. Ese «qué más da» o ese «como sea» que son dos de los vectores
del pensamiento de nuestros actuales gobernantes deben marcar la actitud
pública de todo ciudadano que no quiera verse envuelto en problemas con su
entorno. Quien desprecie esa regla suele ser un catastrofista o probablemente
un fascista que tiene intenciones mucho más perversas, como romper la armonía
de ese «no pasa nada» que es el tercer vector de esa miseria intelectual que
tanto ha influido en la situación de los españoles de hoy y -nadie le quepa
duda- también de las próximas generaciones que pagarán nuestros hijos y nietos.
El expresidente Aznar se olvidó el otro día de mi «copyright» -es broma- cuando
dijo, en referencia a Zapatero que «nadie había hecho tanto daño en tan poco
tiempo». Llevo años diciéndolo. Y creo que era tan obvio desde un principio que
no hace falta ningún tormento de la lucidez para llegar a esta triste
conclusión.
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