ABC 18.06.09
LA semana próxima unos cuantos privilegiados asistiremos en
Budapest a una ceremonia que va a hacer brotar lágrimas. De felicidad y
gratitud. Ese día se evocarán la vida y la muerte de millones de personas a lo
largo de medio siglo de dictadura comunista, pero también algunas de las
escenas e imágenes más felices y conmovedoras que la sociedad humana ha podido
generar. El día 27 hace exactamente veinte años de un hecho protagonizado por dos
políticos no especialmente relevantes por sus cargos, pero que entraron en la
historia al darle la patada a la primera ficha de dominó que fue demoliendo en
los meses posteriores todas las demás, construidas de hormigón y alambre de
espino. El 27 de junio del año 1989, los ministros de asuntos exteriores de
Austria y Hungría, Alois Mock y Gyula Horn, se citaron en la frontera entre
ambos países, cerca de la ciudad de Sopron. Ante cientos de cámaras y un
público entusiasmado, aferraron los mangos de una gran cizalla y al unirlos con
fuerza cortaron un tramo de alambre de espino que discurría a lo largo de
cientos de kilómetros de frontera común. Fue aquel día cuando el telón de acero
dejó de existir. Era el primer hueco abierto oficialmente en la frontera que
había dividido a Europa después de la Segunda Guerra Mundial. La noticia se
extendió como la pólvora. Decenas de miles de alemanes orientales y
checoslovacos que se hallaban de vacaciones en Hungría llamaron aquel mismo día
a sus casas para decirles que no volvían. Miles de alemanes orientales que sólo
podían viajar sin visado a Checoslovaquia comenzaron a llenar trenes y coches
en dirección a Praga, para acercarse a aquel hueco en el muro. La capital checa
se llenó de alemanes orientales que en principio buscaron refugio en la
embajada de la República Federal en la Mala Strana. Cuando ésta fue rodeada por
la policía checoslovaca se dedicaron a merodear por la ciudad en busca de una
forma de llegar a la nueva tierra prometida que era Hungría como puerta a
Occidente. Fueron días indescriptibles e inolvidables. En mi coche frente al
hotel U Tri Pstrosu durmieron algunos días hasta seis jóvenes, hacinados, todos
decididos a no dar un paso atrás. Alguno se ahogó por impaciencia, al desafiar
a nado las violentas aguas del Danubio en la frontera eslovaca con Hungría. En
la frontera de Hungría con Austria, retengo en la retina decenas de jóvenes
corriendo por los campos de cereales sin que la policía húngara hiciera apenas
esfuerzos por retenerlos. El 10 de septiembre, Budapest permitió la salida sin
restricciones hacia Occidente a todos los alemanes orientales que acampaban en
parques y jardines de todas las ciudades húngaras.
Todo podía haber sido muy distinto. El régimen de la RDA
había convocado, ante la creciente crisis, a todos los miembros del Pacto de
Varsovia para una acción concertada de represión y restablecimiento del orden
socialista al estilo del llevado a cabo por el régimen chino en Tiananmen. Se
negaron Hungría y Polonia, pero, ante todo, se negó el Kremlin de Mijail
Gorbachov. El telón de acero, rajado en Hungría, había dejado de tener sentido.
Dos meses después caía el muro de Berlín. La cizalla milagrosa había cambiado
el mundo.
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