lunes, 2 de marzo de 2015

LA PASIÓN POR INFORMAR

Por HERMANN TERTSCH
  ABC  24.03.08


JOSÉ COMAS – Periodista

Su sana irreverencia al poder la aplicó también a la terrible fuerza de la enfermedad que le surgió cuando se aprestaba a pasar quizás la fase más feliz de su vida con su mujer Ana a la que conoció paradójicamente en el sitio en el que peor lo pasaba: la redacción en Madrid

Nada más saber el sábado por la mañana que José Comas había sido vencido finalmente por el cáncer insidioso que lo comenzó a perseguir hace ya cinco años, me puse a buscar su libro «Polonia y Solidaridad» que, prologado por Manolo Azcárate, comenté yo en las fechas de su presentación en el diario El País allá por 1990. No lo he encontrado aunque sé que está. A Pepe Comas no le habría pasado. Porque con la vitalidad indómita de un potro asturcón –que demostró hasta el final en circunstancias que habrían quebrado a la mayoría– , con su furiosa honestidad, su incorruptible voluntad de saber y su perfecta incapacidad para la subcultura del cinismo tan extendida en nuestra profesión, José Comas, corresponsal y reportero hasta el final de sus días, muerto en Berlín a los 64 años, combinaba un amor por el orden que era más teutón que los alemanes a los que entendió como pocos y cuyos avatares desde los años setenta explicó a los españoles en miles de crónicas.
Desde que cambió la enseñanza allá en el Lago Constanza por la información periodística, primero en el equipo fundacional de Diario 16 y después en su inverosímil oficina/nicho en el Pressehaus (Casa de la prensa) a orillas del Rhin en la otrora capital de la República Federal de Alemania, donde yo le sucedí como corresponsal en 1985, Comas se paseó por medio mundo como reportero obsesionado por informar de los hechos, por el testimonio y por el valor de la palabra. Desde México y Buenos Aires pasó quince años transmitiendo su interés, su capacidad de sorpresa y de indignación y su inagotable curiosidad a los lectores de su periódico al que, durante décadas, quiso con adoración y al que representó con orgullo.
Era irascible y no le importaba demostrarlo, ante colegas, funcionarios o políticos. Si en México era casi temido por la ira que le producían parsimonia, indiferencia y corrupción, en Polonia el portavoz del régimen durante la Ley Marcial, Jerzy Urban –uno de los grandes cínicos de la historia de la posguerra centroeuropea según sus compatriotas–, se exasperaba ante la impertinencia del corresponsal español. Comas se había presentado en Varsovia en diciembre de 1981 con una camioneta de víveres que conducían él y un compañero brasileño cuando ningún periodista podía soñar con un visado. Y allí estuvo, sin un ápice de cinismo, con inteligencia y honestidad, relatando lo visto y oído, sin hacer concesiones a aquellos que, desde la terminal receptora en Madrid, eran poco comprensivos hacia los polacos en rebelión contra el comunismo. Comas era lo más alejado al sectario que carga énfasis según conveniencia. Poco lo refleja tan bien como su pasión por el fútbol que le emocionaba como juego en sí, sin forofismo salvo para su calidad. Su sana irreverencia al poder la aplicó también a la terrible fuerza de la enfermedad que le surgió cuando se aprestaba a pasar quizás la fase más feliz de su vida con su mujer Ana a la que conoció paradójicamente en el sitio en el que peor lo pasaba: la redacción en Madrid. La última vez que nos vimos en Berlín, estaba desalojando la oficina –más oficina que la que yo heredé de él en Bonn hace 23 años–. Se llevaba a su casa la colección de Der Spiegel. Era en vísperas del enésimo intento de acabar con el cáncer que acababa con él. Se llevaba su propia historia a casa. «Por si me muero de verdad esta vez». No fue entonces. Por desgracia no ha tardado mucho en serlo.

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