ABC 24.03.08
JOSÉ
COMAS – Periodista
Su sana
irreverencia al poder la aplicó también a la terrible fuerza de la enfermedad
que le surgió cuando se aprestaba a pasar quizás la fase más feliz de su vida con
su mujer Ana a la que conoció paradójicamente en el sitio en el que peor lo
pasaba: la redacción en Madrid
Nada más saber el sábado por la
mañana que José Comas había sido vencido finalmente por el cáncer insidioso que
lo comenzó a perseguir hace ya cinco años, me puse a buscar su libro «Polonia
y Solidaridad» que, prologado por Manolo Azcárate, comenté yo en las fechas de
su presentación en el diario El País allá por 1990. No lo he encontrado aunque
sé que está. A Pepe Comas no le habría pasado. Porque con la vitalidad indómita
de un potro asturcón –que demostró hasta el final en circunstancias que habrían
quebrado a la mayoría– , con su furiosa honestidad, su incorruptible voluntad
de saber y su perfecta incapacidad para la subcultura del cinismo tan extendida
en nuestra profesión, José Comas, corresponsal y reportero hasta el final de
sus días, muerto en Berlín a los 64 años, combinaba un amor por el orden que
era más teutón que los alemanes a los que entendió como pocos y cuyos avatares
desde los años setenta explicó a los españoles en miles de crónicas.
Desde
que cambió la enseñanza allá en el Lago Constanza por la información
periodística, primero en el equipo fundacional de Diario 16 y después en su
inverosímil oficina/nicho en el Pressehaus (Casa de la prensa) a orillas
del Rhin en la otrora capital de la República Federal de Alemania, donde yo le
sucedí como corresponsal en 1985, Comas se paseó por medio mundo como reportero
obsesionado por informar de los hechos, por el testimonio y por el valor de la
palabra. Desde México y Buenos Aires pasó quince años transmitiendo su interés,
su capacidad de sorpresa y de indignación y su inagotable curiosidad a los
lectores de su periódico al que, durante décadas, quiso con adoración y al que
representó con orgullo.
Era
irascible y no le importaba demostrarlo, ante colegas, funcionarios o
políticos. Si en México era casi temido por la ira que le producían parsimonia,
indiferencia y corrupción, en Polonia el portavoz del régimen durante la Ley
Marcial, Jerzy Urban –uno de los grandes cínicos de la historia de la posguerra
centroeuropea según sus compatriotas–, se exasperaba ante la impertinencia del
corresponsal español. Comas se había presentado en Varsovia en diciembre de
1981 con una camioneta de víveres que conducían él y un compañero brasileño
cuando ningún periodista podía soñar con un visado. Y allí estuvo, sin un ápice
de cinismo, con inteligencia y honestidad, relatando lo visto y oído, sin hacer
concesiones a aquellos que, desde la terminal receptora en Madrid, eran poco
comprensivos hacia los polacos en rebelión contra el comunismo. Comas era lo
más alejado al sectario que carga énfasis según conveniencia. Poco lo refleja
tan bien como su pasión por el fútbol que le emocionaba como juego en sí, sin
forofismo salvo para su calidad. Su sana irreverencia al poder la aplicó
también a la terrible fuerza de la enfermedad que le surgió cuando se aprestaba
a pasar quizás la fase más feliz de su vida con su mujer Ana a la que conoció
paradójicamente en el sitio en el que peor lo pasaba: la redacción en Madrid.
La última vez que nos vimos en Berlín, estaba desalojando la oficina –más
oficina que la que yo heredé de él en Bonn hace 23 años–. Se llevaba a su casa
la colección de Der Spiegel. Era en vísperas del enésimo intento de acabar con
el cáncer que acababa con él. Se llevaba su propia historia a casa. «Por si me
muero de verdad esta vez». No fue entonces. Por desgracia no ha tardado mucho
en serlo.
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