ABC 23.06.09
ESTÁ claro que los peores no son los muy malos sino los
indolentes, los celosos de la corrección, los obsesos de la obediencia y los
cobardes. Ya no sé a quién parafraseo aquí. La frase podría haber sido del gran
Ralf Dahrendorf, un aristócrata alemán por nacimiento que se convirtió en
aristócrata británico por mérito y excelencia. Un auténtico príncipe del
pensamiento europeo que nos dejó la pasada semana. Podía haber sido la frase
también de Annah Ahrendt, de Elie Wiesel, de Isaiah Berlín, de Anna Ajmátova o
Mijail Sebastian, de George Washington o Winston Churchill. Da igual. Lo que me
hace inmensamente feliz es que esta frase -por supuesto no en esos términos- me
ha parecido oírla o al menos la he evocado continuamente durante estos últimos
días, aquí, en España, en el País Vasco, entre gobernantes españoles. Reconozco
mi sorpresa. ¿Será un sueño? ¿Será una confusión de las mías? Mucho -sobre todo
la experiencia- sugiere que podría ser así. Que a las grandes palabras pronto
seguirán las eternas miserias. Que las mezquinas componendas de indolentes,
correctos, obedientes y cobardes convertirán en espejismo este despliegue de
gallardía al que hemos asistido con motivo del asesinato de Eduardo Puelles.
Son muchas las incógnitas. ¿Cómo es posible que un inspector
jefe de Indautxu conocido por todos en Arrigorriaga y por supuesto por las
sucesivas camadas pardas, amenazado desde hace veinte años, aparcara su coche
en la puñetera calle? ¿Se sentía tan seguro? ¿Lo hacía por ahorrar? ¿Por falta
de medios de un Gobierno cuyos miembros viajan en aviones militares hasta a la
pedida de mano de su tía Clota? ¿Cuántos merlines puede pescar el jefe de
nuestros servicios secretos (CNI) por aguas africanas con el alquiler de un
garaje vigilado, o dos o tres si hacen falta? Otro día hablaremos de horteras
depredadores. De personajes de mal chiste manchego que manejan toda la
información secreta de nuestro Estado. De la catadura de individuos a los que
no prestaríamos un coche y manejan nuestros datos, nuestra seguridad y nuestra
hacienda que, por supuesto, es la suya.
Hoy hablamos de Arrigorriaga, de las dignísimas palabras que
se han podido escuchar estos días en este país habitualmente sedado. Sedado no
por el doctor Montes por supuesto, ni en una de esas muertes tan dignas que se
inventan nuestros apologetas de la eutanasia, ni en un aborto de una menor que
se nos presenta como un «lifting» o unas tetas mejoradas. Mis reservas son
infinitas pero mi emoción por lo vivido estos días también. Los moralmente
sedados de los nacionalismos, de la indolencia y la capitulación, han visto que
en España pueden pasar cosas que hasta a ellos podría llevar a recuperar la
lucidez y la dignidad.
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