ABC 12.08.09
LA ciudad medieval de Montpezier, no lejos de Bergerac en el
Perigord, es todo un ejemplo en conservación. Fundada por el rey inglés Eduardo
I antes de la Guerra de los Cien Años, conserva un paisaje urbano que parece
intacto desde entonces. Aunque al igual que en todos los pueblos, bastillas,
castillos y ciudadelas de la región, tiene los parches lógicos hechos a lo
largo de una historia cruel y sin ley, cuyos episodios más violentos nos son
más cercanos en el tiempo a nosotros que a los romanos. Bajo ellos reinó por
siglos el imperio del derecho. Los campesinos podían vivir en granjas lejanas
de los burgos en casi todo el Imperio. En el medievo había que tener desapego a
la vida o mucho apego a la propiedad para dormir extramuros. Para que luego
digan que el futuro siempre es progreso.
El mercado cubierto de Monpezier, donde hoy, como cuando se
construyó en el siglo XV, venden sus productos esos campesinos de extramuros,
tiene un tejado apoyado en dieciséis columnas de madera. Una de ellas tiene
especial interés. En ella está clavada una gruesa cadena con un collar ancho de
hierro que cuelga a poco más de un metro del suelo. Es la picota. Allí, sujetos
por la cadena y el collar al cuello, eran expuestos a la mofa, al descrédito y
a los golpes de los más crueles quienes habían sido acusados de cometer algún
delito menor -los mayores se zanjaban con la muerte-. Allí se expuso durante
siglos a pequeños ladronzuelos, pillos, retrasados mentales y a ciudadanos
acusados injustamente por envidias o intereses contrarios. Tras pasar por la
picota, por decisión de cuatro poderosos, se dejaba de ser persona. Y todo
acontecía, créanselo, sin televisión.
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