ABC 16.04.09
COMO
decía mi hija María cuando tenía cinco años, se lo juro de verdad. El
Ministerio de Defensa ha hecho algo bueno en estos últimos años. Aparte del
ridículo de sus responsables políticos. Se lo explico. Ha publicado una obra
magnífica sobre «El mundo militar a través de la fotografía». Son tres grandes
tomos de compendio fotográfico deliciosamente editados por Juan Pando
Despierto. Tienen ustedes en esta maravillosa edición -considero que única e
imprescindible para todo interesado- imágenes y reflexiones sobre todo lo que
es la vida militar y la guerra. Están reflejadas en magníficas imágenes las
guerras modernas desde que la fotografía existe hasta 1927. De 1840 hasta ese
año. Están los muertos en la guerra de Marruecos y los orgullosos militares
jovencitos españoles en Cuba. Están los generales y los soldados de Verdún. Ahí
están las trincheras y las ratas y el lodo y la sangre y el orgullo y la
convicción de saber morir por los propios y también la mirada de la
desesperación de la muerte gratuita. Y por supuesto el odio.
No hablamos hoy de la tragedia infinita que siempre supone
para los individuos implicados y sufrientes, militares o civiles, hombres o
mujeres, niños o ancianos, el hecho propio de la guerra. El devastador efecto
que sobre los vivos tiene la cotidianeidad de la presencia de los muertos.
Hablamos de la guerra pura y dura. Acaba de publicarse en español un libro
magnífico que es «El miedo», de Gabriel Chevallier (Ed. Acantilado). Ahí está
gran parte de la guerra. Pero hay más. ¿Sabe alguien por qué murieron decenas
de millones de seres humanos vestidos de uniforme, convencidos u obligados a
luchar por una bandera en aquellas primeras guerras de la modernidad en las que
las naciones creían, enteras y firmemente, en la gloria infinita o la
destrucción completa? Quién haya vivido guerras contemporáneas y haya contado
en la morgue de un hospital las cabezas reventadas de niños o los cuerpos
hinchados de ancianas degolladas y abiertas en canal por cuchillo, con los
pulmones abiertos en mil colores y cubiertos de moscas, sabe que nadie en
nuestro entorno es consciente de nuestra vulnerabilidad. Las guerras han
cambiado. Los civiles muertos en la guerra de Crimea fueron pocos. Los civiles
muertos en las Guerras Balcánicas fueron muchos más. Los civiles muertos en la
Segunda Guerra Mundial por una u otra causa fueron una inmensa masa de seres
humanos que todos deberíamos tener en la mente por la mañana antes de
levantarnos. Los militares son gente dedicada a servir a su patria. La historia
de las guerras nos confirma que muchas han sido absurdas. Pero otras
inevitables y justas. Y todos tienen el deber fundamental de defender -muriendo
y matando- a los suyos y a lo propio, a su familia y estirpe, a su sociedad y
forma de vida. Cuando un presidente del Gobierno ridiculiza una acción militar
de su propio ejército, que logra restaurar impecablemente la soberanía nacional
en su territorio, es que la cultura de la defensa de un país se hunde. Y la
cultura de la autodefensa es la pura supervivencia. Quien carece de ella está
perdido porque los demás lo notan.
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