ABC 24.02.09
EL ministro de los correajes cerebrales, el gran depredador
o, si prefieren, el hombre que quiso matar al padre de la camisa azul abriendo
cabezas ajenas a diestro, a diestro y a diestro, se dejó ovacionar por su grupo
parlamentario la pasada semana. Acababa de dejar claro su desprecio a la
crítica y a la oposición. Y rezumaba la arrogancia de quien se considera
conquistador del patrimonio del Estado. En su frenesí por descalificar y despreciar
toda objeción a su conducta y gestión, Bermejo ha llegado a cimas insólitas de
prepotencia y desprecio al prójimo. Tan lejos como sólo llegaban aquellos
triunfadores de la guerra en retaguardia que con tanto asco describió en sus
memorias Dionisio Ridruejo. No se diferenciaban en absoluto de los que han
abusado del poder siempre desde posiciones seguras. Nunca en el frente, siempre
en tropelías contra los indefensos en retaguardia. Los camisas pardas que
describía Friedrich Torberg en sus asaltos a casas judías -«este sofá de
tapicería de seda es para mí»- o los bolcheviques que daban órdenes -muchas no
descriptibles- a las familias burguesas para las que habían trabajado. Todos
mostraban esa prepotencia y esa procacidad grosera de la que el ahora finiquitado
ministro es ejemplo. Los relatos sobre su trato a los guardas y al servicio de
las fincas en las que se instaló para colmar y calmar sus instintos dan la
perfecta medida.
Pero ya no se trata del ex ministro y sus actitudes de zafio
nuevo rico en épocas del Zar. Tolstoi y Dostoievski los describen peores. Lo
malo no es que se dejara aplaudir el señor Bermejo por toda la bancada
socialista. Lo grave es que todo el grupo parlamentario socialista aplaudiera
al «torero, torero» en el Congreso de los Diputados después de su enésima y
penúltima zafiedad pública. Lo terrible es que socialistas honrados y cabales,
todos hoy postrados bajo la bota del Gran Timonel, se consideraran obligados la
pasada semana a homenajear a este personaje en pie y con entusiasmo visible.
Después de todo lo que sabían y saben de él. Ahora llega el talante mutante.
Produce vergüenza ajena comprobar cómo durante todo el día de ayer, uno tras
otro, los responsables socialistas aplaudieron el cese -no me cuenten milongas
dimisionarias- del Supremo Cazador de la Barra Americana. Todos los que le
rieron las gracietas y los desprecios, los desplantes y los exabruptos contra
la oposición, están ahora encantados con la defenestración del feo del momento.
Todos los que le aplaudieron hace cinco días. Hay tanta angustia por ser buen
miembro de la secta que nadie piensa en cuánto aplauso cosecharía el
espectáculo de ver sus propias cabezas rodar por la dehesa, aunque no mediara
encontronazo con muflón o jabalí.
Y no pienso sólo en la pobre Magdalena Álvarez, que una vez
más demuestra su sofisticación y cultura al irse nada menos que a Siberia a
buscar efectividad, saber hacer y raciocinio en materia de seguridad de vuelo.
No se ha ido a Helsinki, a Estocolmo o a Viena, a Varsovia o a Praga para inspeccionar
técnicas de seguridad. Se ha ido a aeropuertos rusos, en los que algunos
accidentes ni siquiera llegan a conocimiento público. Ha ido a pedir asistencia
e información a los funcionarios más corruptos del mundo -si se excluye a
alguno chino o africano-, a los técnicos más desarmados, precisamente por la
corrupción y el miedo, a la administración más ducha en el oscurantismo y la
mentira. Algunos nos tememos que ha ido realmente a aprender algo de una vez.
Pero será, en todo caso, lo equivocado. Pienso también en la vicepresidenta,
que parece salir triunfadora de esta cuita que se cree liquidada con la
desaparición de escena del montaraz y lenguaraz Bermejo. También ella se
sorprendería de los aplausos que, en sus propias filas, tan sumisas y obsequiosas,
cosecharía o cosechará su propia decapitación. Dicen que el ministro nuevo es
un chico de los suyos. Dicen que es amable y conciliador. De ser cierto esto,
hay un perfil equivocado, el propio o el del antecesor. Pero da igual. Una vez
que todos se han perdido el respeto a sí mismos, los perfiles se difuminan.
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