ABC 01.09.09
HOY es un día perfecto para reflexionar sobre la
interrogante que titula estas líneas. El día 1 de septiembre de 1939, hace
setenta años, comenzaba la mayor guerra de la historia de la humanidad con el
asalto a Polonia de las tropas alemanas del régimen nacionalsocialista
acaudillado por Adolfo Hitler. Cuando terminó, el 14 de agosto de 1945, con la
rendición del Japón imperial ante los aliados, cuatro meses antes en Europa
tras la caída de Berlín, la guerra, que afectó de una forma u otra a los cinco
continentes, había causado la muerte de más de 50 millones de seres humanos.
Los heridos, desplazados, enloquecidos, las viudas y huérfanos, las vidas
quebradas, en suma, son aún menos calculables.
La fecha del final de las guerras tradicionales, con
vencedores y vencidos, suele estar bien definida. Por la firma de la rendición
o armisticio. No así su principio. En la madrugada del 1 de septiembre de 1939,
el acorazado alemán «Schleswig Holstein» abrió fuego contra una pequeña
guarnición polaca en la Westerplatte, muy cerca de Gdansk (Danzig), en la costa
báltica. Horas después, la inmensa maquinaria bélica alemana rodaba hacia el
este bajo un cielo oscurecido por sus bombarderos y cazas. Es el día aceptado
como el primero de la Segunda Guerra Mundial. Se suele olvidar que al mismo
tiempo el Ejército Rojo de Stalin iniciaba la ocupación de toda Polonia
oriental, hasta el río Bug. Y algunos no quieren recordar que aquello respondía
a un acuerdo entre los caudillos de las dos grandes ideologías totalitarias que
habían surgido en Europa durante el primer tercio del siglo XX. El 23 de
agosto, el nazismo alemán y el comunismo soviético firmaron un Pacto de Amistad
cuyo primer objetivo era la repartición de Polonia y la posterior ocupación
soviética de los estados independientes bálticos. ¿Comenzó por tanto la guerra
cuando Hitler y Stalin acordaron el 23 de agosto que el 1 de septiembre
ocurriera lo que ocurrió? Evidente es que la firma del pacto entre el nazismo y
el comunismo, que duró casi dos años hasta el asalto alemán a la URSS, dejó las
manos libres a Hitler para arrasar Polonia pese a la feroz resistencia polaca.
Tardó la Wehrmacht en cumplir la misión unas semanas, poco menos que en ocupar
Francia en 1940 en un paseo militar y expulsar a los británicos del continente
por Dunkerke. No, la fecha del 23 de agosto es una más. Poco menos de un año
antes, los días 22 y 23 de septiembre de 1938, Adolfo Hitler recibió con pompa
y respeto simulado en Bad Godesberg al primer ministro británico, Neville
Chamberlain, para hablar de la entrega de la región de los Sudetes de
Checoslovaquia al Tercer Reich. Una semana más tarde Hitler volvía a ser
anfitrión de un encuentro. Esta vez en la tristemente célebre conferencia de
Múnich. Allí, el Führer ya trató al británico Chamberlain y al francés Daladier
con abierto desprecio y les planteó un ultimátum. Los dos pacifistas -«Peace
for our time», decía aún al regresar de Múnich a Londres el pobre Chamberlain-,
optaron por la traición y la deshonra para evitar la guerra. Tuvieron las tres
cosas, como les recordaría Winston Churchill. Ambos dieron a Hitler su
consentimiento para invadir al vecino en su ilusoria intención de aplacar al
dictador alemán. Pocas maniobras políticas en la historia conjugan tan bien
oprobio, cobardía y fracaso. Francia no dudó en romper su Pacto con
Checoslovaquia para ganarse el favor de Hitler. Poco más de dos años más tarde,
las tropas alemanas se paseaban por París más cómodas y seguras que por Praga.
¿Arrancó allí la tragedia? Sí y no. Con la misma autoridad se puede argüir que
había comenzado meses antes, cuando el mundo aceptó que Hitler anexionara
Austria en marzo de 1938. O con el primer gran éxito internacional de Hitler,
que, dos años después de llegar al poder, ya había conseguido la reanexión del
territorio del Sarre a Alemania, tras quince años gobernado por la fantasmal
Sociedad de Naciones y explotado en su industria y minería por Francia. Gloria
máxima para Hitler entre los alemanes.
En realidad, muchos creemos que la II Guerra Mundial comenzó
con los acuerdos de Versalles, Trianon, Saint Germain y Neuilly en aquellas
conferencias de paz en el entorno de París. Allí se unieron el instinto de
revancha, el pacifismo primitivo, la supina ignorancia de los vencedores sobre
los pueblos cuya suerte y división se dirimía en esta reinvención forzosa de
Europa. Allí se generaron las condiciones para que, a lo largo de tan sólo dos
décadas, se instalara sobre Europa esa constelación maldita que hizo pronto
añicos la pretendida «paz perpetua». Los veinte años transcurridos entre 1919 y
1939 se convirtieron en mero paréntesis antes de la continuación de la
tragedia. Dos grandes diferencias hay entre las guerras europeas del siglo
pasado. Una está en que la primera fue una clásica guerra por supremacía,
territorio e intereses nacionales, en esencia no diferente a las habidas antes.
La segunda estuvo dominada por unas ideologías totalitarias surgidas durante la
falsaria Paz de Versalles. Mientras las democracias fracasaban
estrepitosamente. La otra diferencia, no menor, está en que la primera habría
sido evitable y la segunda no. La Gran Guerra, como se llamaba a la contienda
de 1914-1918, cuyo detonante fue el asesinato del archiduque austriaco
Francisco-Fernando en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, a manos de un joven
serbio bosnio, Gavrilo Princip, no tuvo por qué ser. Quien sea aficionado a los
juegos malabares con hipótesis históricas puede entretenerse con las conjeturas
sobre lo que habría sucedido de no haberse producido. Si en Viena y Berlín, en
Londres, París y en Moscú, en Belgrado y en Roma, los gabinetes de dirigentes
intrigantes, políticos y militares ambiciosos hubieran fracasado en sus
intentos de convertir aquel incidente bosnio en un «casus belli» que les
permitiera sustituir al agónico imperio otomano como potencias en los Balcanes
y en Oriente Medio. Podemos poner fecha del 1 de septiembre al comienzo del
asalto nazi alemán sobre Polonia. Ponérselo al comienzo de la guerra es acaso
imposible. Sin los Tratados de Versalles, tal como se redactaron, quizá la
República de Weimar habría sobrevivido. Y Hitler habría sido un charlatán
lumpen condenado a morir en algún psiquiátrico austriaco de provincias. Y
millones de judíos habrían seguido ejerciendo como la levadura de excelencia y
cultura de las sociedades del viejo continente. Sin aquella primera guerra,
quizás el bolchevismo habría quedado en anécdota. Quizá Stalin habría muerto en
algún atraco a un banco. Y Lenin y Trotsky podían haber terminado sus días
jugando al ajedrez en cafés de Zúrich o Viena. Las ideologías redentoras
surgidas aquí y entonces no se habrían extendido por todo el mundo causando
decenas de millones de víctimas de los totalitarismos y las guerras. Y éstas
habrían tenido oportunidad de vivir sus vidas y hoy entre nosotros vivirían muchos
millones de sus nietos, biznietos y tataranietos, exterminados sin haber sido
concebidos.
Europa no viviría marcada por unos traumas que le impiden
ser más libre y resuelta en la defensa de sus intereses legítimos. Que en parte
se deben al hecho incontestable de que su libertad y su bienestar, primero en
el oeste en 1945 y después en el este, en 1989, son un mérito menos propio que
la responsabilidad en las tragedias provocadas por aquellas ideologías
europeas. Dos hechos ciertos para concluir. Hitler fue culpable de la guerra y
Polonia fue asaltada por la Wehrmacht el 1 de septiembre de 1939. Y una
advertencia que quizás en nuestro país, que no estuvo directamente implicada en
aquellos avatares, sea pertinente. Sólo las catástrofes naturales se producen
de repente. Las causadas por el hombre -que no son sólo guerras- se gestan,
muchas veces muy lenta e imperceptiblemente, por la acumulación de errores de
los gobernantes, su obcecación en ignorarlos -y por tanto no subsanarlos- y por
la ceguera ante sus efectos. «No pasa nada». Esa fue, era, probablemente la
frase más común en aquellos años que separan Versalles de la Westerplatte.
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