ABC 10.09.09
EL señor presidente de
nuestro país, tan afortunado éste por tenerle, está harto de tanto aguafiestas
que no quiere entender la implacable lógica y coherencia que han caracterizado
sus decisiones políticas y económicas en los últimos meses y años. Y que insensatos
ellos, se muestran insatisfechos. Se rebela el señor presidente contra tanta
incomprensión e ingratitud, pero sobre todo contra esa ceguera de tantos
españoles que no acabamos de entender la bondad del progreso por enrevesados
que sean sus sendas. Solía decir Joseph Roth que el cretinismo de la humanidad
tenía su mejor reflejo en la fe en el progreso propio. No debe tomarse por una
ofensa al señor presidente porque Roth tuvo a bien morirse antes de que naciera
Zapatero. Y el señor presidente no tiene tiempo para leer a Roth ya que es bien
conocida su afición al exhaustivo trabajo de estudio y lectura de papeles
referentes a nuestro bien común. El señor presidente, quizás por su
irrefrenable apetito por el estudio de dossiers y análisis sesudos, sabe que es
él quien tiene razón y que los demás están equivocados. O peor aun, actúan de
mala fe para intentar desprestigiar o incluso sabotear su gran obra, su
objetivo de convertir nuestra patria en un gran país abierto y feliz en el que
todos los ciudadanos vean la realidad con su desenfado, su mucho y hondo
sentimiento, su optimismo potente, capaz de mover, reconvertir y transformar
cifras, datos o hechos con la misma facilidad con que, si quisiera, movería
montañas. El señor presidente, nos lo demostró ayer en el Congreso, es todo un
hombre que también sabe cabrearse cuando es necesario. A veces da incluso la
impresión de que cae en la tentación de utilizar los recursos verbales de sus
mamporreros a sueldo. Sólo sucede cuando comprueba, muy a su pesar, que no le
basta con la ternura y la fantasía para lograr adhesiones y sumisiones. Por
naturaleza el señor presidente -nadie lo duda- es un bendito. Pero no un
ingenuo y sabe de la maldad ajena. Por eso iba ayer tan preparado como suele ir
a los sitios. Con un discurso de agradecimiento a sí mismo por el feliz devenir
del presente. Con una exhortación a todos los presentes a compartir con él la
satisfacción por los logros habidos y el entusiasmo por los que se avecinan. Y
el folio de descalificaciones e insultos para los menos sensatos de los
oradores y la audiencia. Si se quiere «hacer el bien a toda costa y como sea»
-así rezará el lema del escudo heráldico de su estirpe- hay que hacer frente a
esa maldad de los enemigos del progreso que ayer quedó de nuevo demostrada.
Estuvieron impertinentes hasta los aliados, obligados a estar agradecidos por
la infinidad de dádivas que les ha transferido del saqueado patrimonio común de
los españoles. Tiene pelotas que ahora le vengan los beneficiarios del reparto
del botín y le acusen en público de no hacer bien las cosas. Incluso de no
saber hacerlas. Debieran estarle agradecidos todos de que les desvele algunos
planes. Aunque como gran estadista no les diga que aun los cambiará varias
veces.
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