martes, 16 de septiembre de 2014

LAS URNAS Y LA GUERRA

Por HERMANN TERTSCH
ABC  20.08.09


CUANDO lean estas líneas, llevarán ya horas abiertos los colegios electorales en Afganistán que hayan podido hacerlo. Y estarán votando los afganos que hayan tenido el coraje de acudir a las urnas pese a las amenazas. No hace falta ser Nostradamus para aventurar que, como durante toda la campaña electoral y con creciente intensidad, los talibán y grupúsculos islamistas harán todo lo posible por convertir la jornada electoral en una matanza. En un día de guerra en el que sus éxitos se medirán por número de muertos y el peso de la sangre derramada. Sangre, como suele ser el caso, afgana de hombres y mujeres, ancianos y niños, aunque siempre sea bienvenida que llegue mezclada con sangre extranjera. Ellos, los talibán y sus aliados, tienen muy claros sus objetivos. Quieren expulsar del país a las fuerzas extranjeras, aniquilar al enemigo e instaurar un régimen islamista puro. No les importan los costes. En sacrificio, en perseverancia en la destrucción ni en vidas. Pero nadie los subestime como fuerzas fanáticas primitivas, lo que sin duda también son. Conocen las reglas centenarias vigentes en Afgnanistán, paradigma de un Estado fallido antes de poder ser considerado un Estado y desde mucho antes que se conociera el término. Ellos saben negociar y llegar a acuerdos con los señores de la guerra, con un monopolio casi mundial sobre el opio, mucho dinero en medio de la miseria y la guerra como máxima y única cultura. Y saben además que Alá es paciente.

Enfrente tienen a un enemigo que es todo lo contrario. Son soldados enviados allí de mala gana por sociedades acomodadas. Con la mejor organización y armamento del mundo. Se reflejó de inmediato tras el 2001 cuando norteamericanos y británicos acudieron a derribar al régimen talibán por haber convertido el país en una base de Al Qaeda. Mientras existió este objetivo y la motivación de la memoria del ataque a EEUU el 11 de septiembre, esa superioridad de las democracias modernas quedó en clara evidencia. La guerra contra los talibán se ganó y su régimen fue derrocado. Después se celebró la conferencia en Bad Godesberg, cerca de Bonn. Occidente anunció volcarse en Afganistán. El presidente Karzai fue nombrado presidente interino y ratificado en noviembre de 2004 por el 55,4 por ciento de los votos en unas elecciones dominadas aún por la esperanza. Ahí quedó todo. Los países occidentales y árabes no cumplieron nada de lo prometido. Orgía de mezquindades. Occidente retornó a su hipersensibilidad y al mezquino egocentrismo. Querían una victoria en Afganistán barata en dinero y gratis en vidas humanas. Y dinamitar la política de Bush era ya deporte internacional. Y aquí estamos. Los señores de la guerra, pero también Karzai, buscan aliados con voluntad de victoria. Esa no la ven en la OTAN sino en sus enemigos. Por eso estas elecciones se producen en condiciones infinitamente peores que las de hace cinco años. Es loable el esfuerzo de pretender institucionalizar comicios. Pero es inútil mientras no se gane la guerra.

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