ABC 20.08.09
CUANDO lean estas líneas, llevarán ya horas abiertos los
colegios electorales en Afganistán que hayan podido hacerlo. Y estarán votando
los afganos que hayan tenido el coraje de acudir a las urnas pese a las
amenazas. No hace falta ser Nostradamus para aventurar que, como durante toda
la campaña electoral y con creciente intensidad, los talibán y grupúsculos
islamistas harán todo lo posible por convertir la jornada electoral en una
matanza. En un día de guerra en el que sus éxitos se medirán por número de
muertos y el peso de la sangre derramada. Sangre, como suele ser el caso,
afgana de hombres y mujeres, ancianos y niños, aunque siempre sea bienvenida
que llegue mezclada con sangre extranjera. Ellos, los talibán y sus aliados,
tienen muy claros sus objetivos. Quieren expulsar del país a las fuerzas
extranjeras, aniquilar al enemigo e instaurar un régimen islamista puro. No les
importan los costes. En sacrificio, en perseverancia en la destrucción ni en
vidas. Pero nadie los subestime como fuerzas fanáticas primitivas, lo que sin
duda también son. Conocen las reglas centenarias vigentes en Afgnanistán,
paradigma de un Estado fallido antes de poder ser considerado un Estado y desde
mucho antes que se conociera el término. Ellos saben negociar y llegar a
acuerdos con los señores de la guerra, con un monopolio casi mundial sobre el
opio, mucho dinero en medio de la miseria y la guerra como máxima y única
cultura. Y saben además que Alá es paciente.
Enfrente
tienen a un enemigo que es todo lo contrario. Son soldados enviados allí de
mala gana por sociedades acomodadas. Con la mejor organización y armamento del
mundo. Se reflejó de inmediato tras el 2001 cuando norteamericanos y británicos
acudieron a derribar al régimen talibán por haber convertido el país en una
base de Al Qaeda. Mientras existió este objetivo y la motivación de la memoria
del ataque a EEUU el 11 de septiembre, esa superioridad de las democracias
modernas quedó en clara evidencia. La guerra contra los talibán se ganó y su
régimen fue derrocado. Después se celebró la conferencia en Bad Godesberg,
cerca de Bonn. Occidente anunció volcarse en Afganistán. El presidente Karzai
fue nombrado presidente interino y ratificado en noviembre de 2004 por el 55,4
por ciento de los votos en unas elecciones dominadas aún por la esperanza. Ahí
quedó todo. Los países occidentales y árabes no cumplieron nada de lo
prometido. Orgía de mezquindades. Occidente retornó a su hipersensibilidad y al
mezquino egocentrismo. Querían una victoria en Afganistán barata en dinero y
gratis en vidas humanas. Y dinamitar la política de Bush era ya deporte
internacional. Y aquí estamos. Los señores de la guerra, pero también Karzai,
buscan aliados con voluntad de victoria. Esa no la ven en la OTAN sino en sus
enemigos. Por eso estas elecciones se producen en condiciones infinitamente
peores que las de hace cinco años. Es loable el esfuerzo de pretender
institucionalizar comicios. Pero es inútil mientras no se gane la guerra.
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