miércoles, 17 de septiembre de 2014

MENTIRAS CAPITALES

Por HERMANN TERTSCH
ABC  03.09.09


HABLAR de mentiras hoy en este país produce en principio mucha pereza. Viene casi a ser como hablar del tiempo en un ascensor en Londres. Tan tedioso como una queja resignada por estas obras en Madrid que ya veremos cómo y cuándo acaban, pero que pocos negarán se están haciendo de una forma que supone un maltrato objetivo a los ciudadanos, un peligro para los viandantes y la ruina para no pocos comerciantes. Que las obras se tuvieran que hacer bajo el lema del «ahora o nunca», impuesto por un Gobierno central desesperado por ocultar las realidades económicas y laborales de este país, atenúa sin duda las responsabilidades del ayuntamiento y de su alcalde. Aunque sí cabría advertirles que muchas de las obras ahora en marcha en pleno centro, si fueran sometidas a una inspección de seguridad de algún país un poco riguroso en la materia, generarían serios problemas a sus responsables. Pero volvamos a las mentiras. Hubo tiempos en los que también en este país las mentiras tenían precio. Mancillaban el honor del que las profería, especialmente si eran públicas y de un gobernante, y acarreaban consecuencias serias para el mentiroso -en países muy civilizados se va a la cárcel por ciertas mentiras-. La necesidad de la condena social a la mentira formaba parte de un código de honor asumido por la ciudadanía. Hoy aquí las mentiras han perdido todo poder de generar indignación o sorpresa. Tenemos unos gobernantes para los que la verdad no existe. Los hechos han pasado a ser meras interpretaciones de la verdad. Opiniones. Todo son interpretaciones de una realidad a su vez moldeable y cambiante, en los que la palabra -siempre al servicio de la política, como dice nuestro Gran Timonel- no tiene sentido propio, sino intención. La España zapateril ostenta el liderazgo en esta perversión moral y semántica en Europa. Con no menos rotundidad que la del desempleo.

Pero pese a toda la magnanimidad y condescendencia frente a la mentira, y a la espera de tiempos mejores en los que la palabra pueda recuperar su sentido, su valor y -¿por qué no?- su honor, hay líneas rojas que no podemos permitir se traspasen, porque del deshonor nos conducen al crimen. Un diario de Madrid está a punto de cruzar esta línea con su invitación al negacionista del Holocausto, David Irving, un delincuente que ya ha cumplido pena de cárcel en Austria y que vive de negar el hecho del exterminio de millones de judíos en los campos nazis. Esto no tiene nada que ver con libertad de expresión. Negar un crimen comprobado es exculpar a los criminales. Y humillar a las víctimas. Matarlas otra vez al negar su existencia. Eso es -mentira capital- un delito. Y por eso se debe ir a la cárcel incluso en el reino de la mentira que es la España de hoy.

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