ABC 03.09.09
HABLAR de mentiras hoy en este país produce en principio
mucha pereza. Viene casi a ser como hablar del tiempo en un ascensor en
Londres. Tan tedioso como una queja resignada por estas obras en Madrid que ya
veremos cómo y cuándo acaban, pero que pocos negarán se están haciendo de una
forma que supone un maltrato objetivo a los ciudadanos, un peligro para los
viandantes y la ruina para no pocos comerciantes. Que las obras se tuvieran que
hacer bajo el lema del «ahora o nunca», impuesto por un Gobierno central
desesperado por ocultar las realidades económicas y laborales de este país,
atenúa sin duda las responsabilidades del ayuntamiento y de su alcalde. Aunque
sí cabría advertirles que muchas de las obras ahora en marcha en pleno centro,
si fueran sometidas a una inspección de seguridad de algún país un poco
riguroso en la materia, generarían serios problemas a sus responsables. Pero
volvamos a las mentiras. Hubo tiempos en los que también en este país las
mentiras tenían precio. Mancillaban el honor del que las profería,
especialmente si eran públicas y de un gobernante, y acarreaban consecuencias
serias para el mentiroso -en países muy civilizados se va a la cárcel por
ciertas mentiras-. La necesidad de la condena social a la mentira formaba parte
de un código de honor asumido por la ciudadanía. Hoy aquí las mentiras han perdido
todo poder de generar indignación o sorpresa. Tenemos unos gobernantes para los
que la verdad no existe. Los hechos han pasado a ser meras interpretaciones de
la verdad. Opiniones. Todo son interpretaciones de una realidad a su vez
moldeable y cambiante, en los que la palabra -siempre al servicio de la
política, como dice nuestro Gran Timonel- no tiene sentido propio, sino
intención. La España zapateril ostenta el liderazgo en esta perversión moral y
semántica en Europa. Con no menos rotundidad que la del desempleo.
Pero
pese a toda la magnanimidad y condescendencia frente a la mentira, y a la
espera de tiempos mejores en los que la palabra pueda recuperar su sentido, su
valor y -¿por qué no?- su honor, hay líneas rojas que no podemos permitir se
traspasen, porque del deshonor nos conducen al crimen. Un diario de Madrid está
a punto de cruzar esta línea con su invitación al negacionista del Holocausto,
David Irving, un delincuente que ya ha cumplido pena de cárcel en Austria y que
vive de negar el hecho del exterminio de millones de judíos en los campos
nazis. Esto no tiene nada que ver con libertad de expresión. Negar un crimen
comprobado es exculpar a los criminales. Y humillar a las víctimas. Matarlas
otra vez al negar su existencia. Eso es -mentira capital- un delito. Y por eso
se debe ir a la cárcel incluso en el reino de la mentira que es la España de
hoy.
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