ABC 15.10.07
Debo confesar cierta predisposición en el juicio. Por eso -y
por los precedentes que conozco en el siglo pasado que tanto me ha ocupado- no
estoy sorprendido ni por la miseria moral que se despliega desde el Gobierno de
España, ni por el sistema multiplicador de la mentira que se ha organizado en
torno al mismo, ni por la complacencia, la sumisión y la cobardía que revelan
tantos silencios o comprensiones obsequiosas. Soy de los españoles que están más
indignados por el insulto a la inteligencia y a la dignidad que supone la mera
sugerencia de que acatemos los designios diseñados por los gobernantes que por
algunos de los hechos que implican en sí. Sin alarma porque tengo esperanza.
Mis nietos se reirán con Muñoz Seca y se emocionarán con García Lorca, sabrán
que Goethe no era un facha ni Bulgakov un reaccionario. Entonces nazis y
chequistas serán, espero, historia. Y Zapatero, De la Vega o Blanco anécdotas
con el juicio que merecen.
Mi
querido Jon Juaristi dibujaba ayer un manto de sarcasmo para protegerse de su
indignación ante la vileza de las iniciativas sobre «memoria histórica» con que
el sectarismo gobernante nos insulta. Sabe muy bien -nos debatimos entre la
estupefacción y la náusea- que nada escrito o argumentado con buena fe y
honestidad intelectual puede hacer mella en lo que Thomas Mann y Sebastián
Haffner -y otros testigos de la generación de odio- calificaron como «la
venganza del rufián».
Los
errores y la ceguera, la ambición total, la debilidad culpable o la confusión
moral son elementos que vuelven y volverán siempre a escena allá donde los
humanos compitan entre sí por poder, razón, favor y supremacía. Pero igual que
no existe antídoto contra la locura de poder «shakesperiana», ni contra la
maldad ni el placer de la demencia, no existe vacuna contra quienes viven en la
categoría política del rufianismo, basado en la mentira y la mala fe, porque
sólo el resentimiento, la envidia y la venganza los hace ambiciosos e
implacables. En su imprescindible «Jekyll y Hyde», Haffner hizo una magnifica
disertación cuasi antropológica de motivaciones, ambiciones e instintos de los
caracteres que engrosaban los «camisas pardas».
Dos
décadas después, Milovan Djilas, en la «Nueva clase» y sus memorias, describe al subproducto de la «selección negativa» que usurpa los intereses del Estado
mediante la mentira sobre los hechos presentes y pasados. Michael Voslenski en
su «Nomenklatura» hablaba de los mismos elementos. Anna Ajmátova o Joseph
Brodsky -y tantos más- son igual de explícitos. Con el «rufianismo» que utiliza
la mentira contumaz servida a diario.
Confieso
mi predisposición hostil a quienes en tres años y medio han dinamitado las
instituciones con una efectividad destructiva jamás habida en una democracia
europea en tiempos de paz. Responsables son el ahora autodenominado Gobierno de
España y su equipo que secuestró la dignidad del PSOE y hoy busca el odio
barato y antiguo como recurso para defender su impunidad, su ineptitud, su
amoralidad, su temeridad y su ignorancia.
Siento
esas náuseas de Marcel Reich-Ranicki ante los rufianes del nazismo y del
comunismo. Y la de sus obsequiosos lacayos. Siento la náusea de Karl Kraus,
cuando hablaba de la grosera mentira de la pieza mísera del poder, aterrado de
perder su triste papel. Más allá del asco, lamento no ver la ira de Kraus convertirse en dignidad ciudadana. Porque si dicha selección negativa que lleva
a la peor catadura a triunfar no tiene respuesta digna quizás estemos ante lo
que ni los más miserables pretenden ni los demás merecemos.