ABC 09.08.07
No vamos a tener a estas alturas del siglo XXI la muy
grosera falta de originalidad de decir que son muchas las tragedias lejanas que
nos atañen en demasía y no nos afectan. Así fue siempre. Líbrenos el futuro de
la maldición que supone el considerar siempre culpables del dolor propio o
ajeno a otros porque es la base de la irracionalidad, el sinsentido y desde
luego la falta de recursos para paliar males y tragedias. Si hay algo peor que
ignorar el sufrimiento ajeno y lejano es buscar culpabilidades ficticias y
explicar siempre con acusaciones los pesares y tragedias de unos u otros.
Cuando en países ricos como el nuestro asistimos a grotescos espectáculos en
los que incomodidades, fracasos políticos, inconveniencias en los servicios
-gratuitas si se quiere- y hasta pequeños desastres son achacados por los
auténticos responsables a otras figuras reales o imaginarias, no debe extrañar
que el victimismo en el Tercer Mundo, alimentado por ideologías más o menos
baratas del Primero, destruya los intentos y las posibilidades de una acción
positiva propia, autóctona, efectiva y libre de autocompasión. Las tragedias ya
nunca son lejanas en un mundo en el que un dato recorre el globo a la misma
rapidez que un sentimiento, que no es por desgracia siempre el de la
solidaridad y compasión sino con frecuencia el de la desesperación, el agravio
o el odio.
Pero una cosa es lamentar los efectos destructivos del
discurso tercermundista de Occidente, cuya máxima expresión está en esa
prepotencia parasitaria de muchas Organizaciones No Gubernamentales y la
agitación de la venganza de los agraviados, y otra la indolencia ante las
tragedias. Saber que los mitos de las deudas históricas solo sirven para
beneficiar a castas privilegiadas y que la ayuda humanitaria convertida en
fenómeno estructural secuestra literalmente a los Estados, fomenta la
corrupción e impide el desarrollo de una sociedad abierta e individuos libres
no significa resignarse a que los «vendavales de dolor» que arremeten contra
una comunidad humana no obtengan sino respuestas voluntaristas, tardías e
ineficaces.
En estos precisos instantes en los que le sorprendemos en la
gentileza de leer esto, tenemos, tras unas terribles inundaciones, en torno a
unos 30 millones de seres humanos en Bangladesh, Nepal y el norte de la India
que buscan, para sobrevivir y desde hace casi una semana, algo que flote sobre
las pestilentes aguas de pueblos y suburbios, algo que pueda beberse en aquel
mar sin morir envenenado, algo que comer y alguien que los ayude a salir de
regiones que apenas conocen cuatro militares de la región y tres funcionarios
de alguna agencia de la ONU. Más de dos terceras partes de la población de
España buscan en estos precisos momentos una mínima superficie seca y algo que
puedan beber sus hijos sin caer inmediatamente en fiebres. Allí las ayudas son
tan urgentes que en pocos días pueden convertirse en inútiles para la parte de
los afectados que por edad o condición física no van a llegar siquiera a la
agónica fase post-traumática.
De Darfur, parece que en algunos medios occidentales ya
empieza a dar hasta casi un poco de vergüenza el hablar. Allí no ha sido una
catástrofe natural la que ha sumido en el dolor y la privación total a la
población sino un cálculo político. Devengado en caos, ha producido uno de los
focos de miseria y terror más terribles e intensos de la última década. Allí la
vergüenza occidental es por lo tanto mayor que donde pudiera calificarse como
denegación de ayuda. Las aritméticas de poder pergeñadas en los últimos cuatro
años tras las tristes bambalinas del conflicto sudanés componen uno de los
capítulos más vergonzosos de la política mundial del lustro. Los ominosos
silencios y las obscenas esperas ante la brutalidad desplegada contra centenares
de miles de seres indefensos e inermes en el desierto claman a las conciencias
y alarman sobre nuestra falta de reacción ante una brutalidad cuya percepción
graduamos.
Son muchas otras las tragedias que están ahí más o menos
agazapadas en la actualidad. El problema al afrontarlas no debiera estar
primordialmente en la búsqueda de culpables -que para muchos de nuestros
teóricos de la ayuda humanitaria siempre serían Colón, Pizarro, Isabel II,
algún portugués y algún británico- sino en la efectiva aplicación de ayuda que
pasa por quebrar la resistencia de quien se oponga a la misma. En un rincón del
mundo son aguas y en muchos otros gentes.
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