ABC 23.08.07
Un nuevo incidente racista en una aldea cercana a Leipzig
llamada Müngen, en el Estado federado de Sajonia, ha desatado un nuevo debate
sobre posibles medidas contra el neonazismo que, como casi siempre sucede con
las polémicas forzadas por el escándalo inmediato -en Alemania y no sólo allí-
tienden a saturar la discusión de propuestas bienintencionadas que de poco o
nada sirven allá pasen tres semanas. El sábado pasado, un grupo de ocho
turistas procedentes de la India fueron brutalmente agredidos y perseguidos por
las calles por una horda de jóvenes borrachos, unos claramente neonazis y otros
a punto de serlo. Cuentan las crónicas que el espectáculo, en plenas fiestas
del pueblo y ante miles de testigos, fue perfectamente dantesco. Las víctimas
se refugiaron en un restaurante asaltado de inmediato por más de medio centenar
de agresores antes de que llegara la Policía. Milagrosamente, ninguno de los
turistas indios, todos ellos vapuleados, resultó herido de gravedad.
El
perfil de los agresores no alberga sorpresa alguna. Son jóvenes alemanes
orientales, sin bachillerato, sin empleo ni esperanza de encontrarlo, en gran
parte ya alcoholizados y sin pareja -debido en parte al creciente fenómeno de
la emigración femenina hacia el oeste de Alemania-, demasiado jóvenes para
haber vivido conscientemente el régimen comunista, pero ya asqueados de la
democracia, del libre mercado y de las letanías multiculturalistas
biempensantes de la clase política. Son el auténtico «lumpenproletariat» de la
sociedad alemana que no tienen nada más allá de la sobredosis de alcohol e
identidad nacional para anestesiarse las heridas en la autoestima. Sus padres
nacieron bajo la dictadura comunista y sus abuelos se adaptaron a ella con
menos entusiasmo pero tanta sumisión como antes habían vivido bajo el nazismo.
El victimismo, el agravio y la impotencia movilizan en ellos el odio de cuatro
generaciones y por primera vez en el marco de una sociedad abierta que los
desprecia y los condena por nazis pero no los persigue con consecuencia. Ciertos
barrios y comarcas alemanas orientales amenazan ya con convertirse en zonas a
evitar, como aseguraba ayer el secretario del Comité Central Judío de Alemania,
Stephan Kramer.
Resulta
especialmente grotesco que aún hoy el problema «social» del neonazismo en
Alemania sea una competencia del Ministerio federal de la Familia y no del
Ministerio del Interior, como si toda la solución al mismo estuviera en el
fomento de la armonía familiar. En realidad, los segmentos más pauperizados de
la sociedad germano-oriental, han recibido y alimentan este mensaje ideológico
racista en casa. Por eso, las clases políticas de los estados democráticos
debieran reconocer de una vez por todas que, siendo de vital importancia, no
basta con políticas de desarrollo, mecanismos para evitar la lacra del fracaso
escolar y la búsqueda de mecanismos sociológicos para afrontar las causas de
esta creciente amenaza racista y nazi. Y mucho menos con llamamientos
humanistas sobre la tolerancia y la convivencia interracial ante los que sólo
crece el desprecio de estos grupos hacia la democracia y sus ansias por
desafiarlo. Esto es así también en otras sociedades postcomunistas europeas.
Por eso la lucha contra el neonazismo debe tener, como la política
antiterrorista, más allá de medidas políticas, su esencial vertiente en la
represión policial y en el incremento de los instrumentos de disuasión y
penalización de sus actividades. Es imprescindible que sus enemigos sepan que
el Estado de Derecho tiene la firme voluntad de defenderse y de defender a todo
individuo libre que se mueva por su territorio. Hoy en día no es el caso ni en
Alemania ni en muchos otros países por no hablar del nuestro.
En Rusia, el presidente Vladimir Putin lo tiene mucho más
fácil porque ha visto cómo encauzar la frustración de esa juventud hacia una
militancia y violencia favorable al régimen. Las «juventudes putinianas»,
llamadas oficialmente «Nashi» (nuestro) cuentan ya con decenas de miles de
miembros, mucho dinero, cuadros perfectamente formados y, aunque fundadas hace
sólo tres años, considerable experiencia en intimidar y agredir a disidencia,
opositores, gays y movimientos «antirusos». Los «Nashi» dan cobijo bajo el
generoso manto del Kremlin a todos los movimientos neonazis surgidos en Rusia
desde 1991. No son como el Komsomol, una organización oficial general de la
juventud, sino una guardia pretoriana que supone la perfecta simbiosis del
nazismo con la herencia estaliniana que rehabilita Putin. Pero las democracias,
al contrario que las dictaduras, sólo pueden integrar individuos pero no ideas
totalitarias. Por eso hay que combatirlas. Y eso se hace con leyes contra
quienes promueven tales ideas y las expresan mediante la violencia.
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