ABC 28.06.07
Ha sido conmovedora la prisa que se ha dado el Gobierno
español en aceptar y difundir como certeza la hipótesis de que la autoría del
atentado contra las tropas españolas de el sur del Líbano recae sobre grupos
cercanos a Al Qaida. Ha bastado un oscuro comunicado de unos terroristas
reclamando la autoría y un tibio lamento de los terroristas de Hizbolá para que
se nos quiera dejar muy claro quienes no han sido. No ha sido el terrorismo
islamista integrado en la Alianza de Civilizaciones, es decir una Hizbolá chií
que domina sin fisuras la región que patrullan las tropas españolas. Y no han
sido los dos Estados también protagonistas entusiastas de la ocurrencia del
presidente del Gobierno español que cuentan con presencia masiva de agentes y
organizaciones obedientes o manipuladas en el Líbano. Son Siria, acosada ante
la apertura del Tribunal Internacional por el asesinato del primer ministro
Rafik Hariri y responsable de atentados muy similares en sofisticación y
potencia, la que mató a nuestros soldados e Irán, instigador de la guerra del
Líbano el pasado año y con necesidad de desviar la atención ante el efecto de
las sanciones, los disturbios internos y su programa nuclear o retar a la ONU
en su eslabón más débil que es la seguridad de las tropas. Que para intimidar a
las tropas de FINUL eligieran a las españolas podría tener menos que ver con la
obsesión de Al Qaida por Al Andalus que con la apuesta de que España con
Zapatero vuelva a ser el eslabón más débil en la solidaridad antiterrorista.
Izquierdismo antisemita
Hay que agradecer que esta vez no hayan surgido voces
oficiales socialistas acusando a Israel del crimen, aunque el lumpen del
izquierdismo antisemita impreso no ha dudado en hacerlo. Es cierto que Al Qaida
ha infiltrado los campos de refugiados del Líbano. También lo es que líderes de
Fatah al Islam, el principal de estos grupúsculos a los que el Gobierno español
atribuye la muerte de nuestros soldados, han caído en combate contra los
norteamericanos en Irak. Para que nos digan después que nada tienen que ver una
guerra con la otra. El presidente del Gobierno español es ya tan esclavo de sus
ficciones que le es imposible rectificar. Su discurso de huida y apaciguamiento
lo incapacita para una política real de defensa y seguridad.
Dice el coro gubernamental que no hay que creer a los
terroristas ni cuando confirman un hecho, no ya verosímil o plausible, sino
confirmado por otras catorce fuentes. No hay que creerles cuando confirman los
tratos, los trueques de favores, y hasta los ejercicios de redacción conjunta
de los terroristas y el Gobierno de la Verdad con objeto de coordinar sus
intereses durante una campaña electoral a espaldas del parlamento, del resto de
los partidos y del electorado. Cabría preguntarle por qué, si los terroristas
mienten siempre, la Verdad les creyó cuando se acercó a ellos para iniciar la
Larga Marcha allá en 2002, según sus propios trovadores. Y por qué todavía anda
por ahí asegurando a quien quiera escucharle, que aún sorprenderá al mundo
culminando con éxito esta su gran empresa histórica. Lo que vale para ETA vale
para Al Qaida.
El presidente considera que tienen razones, sus
«insurgentes». Es ya tarde para pedirle una explicación lógica sobre sus
afinidades electivas dentro y fuera. Con el próximo atentado de ETA, que
algunos osados cercanos al Gobierno ya se atreven a predecir como «incruento»
-quizá para preparar ya la tesis de los muertos accidentales si hubiera
víctimas-, se sumirá en otro largo silencio, el esclavo de sus ficciones,
indignado porque la realidad no se pliega a sus deseos. Nadie puede ya salvarle
a él, sacarle de su error que es todo uno. A lo que debiera dedicarse ahora la
ciudadanía, y sobre todo quienes con racionalidad, dignidad y patriotismo
-basta con este orden cabal- ostentan cargos de responsabilidad en el Gobierno
y la administración del Estado, es a evitar que todos los ciudadanos españoles
acabemos siendo esclavos de sus ficciones.
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