jueves, 9 de enero de 2014

EL POZO NEGRO DEL PASADO

Por HERMANN TERTSCH
ABC 10.05.07

Los intentos de manipular la historia con fines políticos son tan antiguos como la historia misma. Probablemente más en Europa que en ningún otro sitio y porque aquí «hay más historia de la que se puede digerir» (pudo ser Churchill, pudo ser Bismarck el autor de la frase en referencia a los Balcanes). Pero en los últimos tiempos, cuando creíamos que habíamos logrado unos ciertos denominadores comunes en el juicio del pasado sobre la base de los derechos humanos y el respeto a las víctimas y condena del crimen, la revisión maniquea de la historia y la profanación de la memoria vuelven a alcanzar cotas de intensidad perfectamente obscena en diversos países de Europa, no sólo en la España de los nietos justicieros. Los ejemplos van desde la tenebrosa ceremonia de exaltación de Stalin en que convirtió el presidente ruso Vladimir Putin, hace ahora dos años, la conmemoración del 60 aniversario de la derrota de la Alemania hitleriana, a las muchísimas majaderías e invenciones que los españoles hemos de escuchar, producto de la malísima memoria histórica de tantos nacionalistas e izquierdistas, poetas, actores o políticos. Lo cierto es que ya son historia a su vez los esfuerzos de honestidad intelectual y autocrítica respecto al pasado emprendidos por las sociedades más maduras y libres, sobre los que, por cierto, se basan las políticas más democráticas, dignas, veraces y finalmente eficaces del continente.

La reinvención polaca

El Gobierno de Polonia ha anunciado una nueva vuelta de tuerca en esta política involucionista de buscar cohesión entre sus confusos seguidores derechistas por medio de la localización, identificación o invención de nuevos enemigos dentro y fuera de sus fronteras. El pequeño partido de ultraderecha que el primer ministro Jaroslaw Kaczynski tiene en su coalición, la fundamentalista Liga de Familias Polacas, ha lanzado una nueva iniciativa para hacer desaparecer todas las huellas que puedan quedar en Polonia de los regímenes del nazismo y el comunismo. Como los únicos terribles monumentos que dejó el nazismo en Polonia son los campos de exterminio y alguna rampa que otra para cargar los vagones con rumbo al Holocausto -y nadie parece osar, al menos por el momento, a proponer su destrucción-, hay que deducir que el proyecto que ya apoya con entusiasmo el ministro de cultura, Kazimierz Yazdowski, radica en destruir monumentos a batallas de la Segunda Guerra Mundial y liquidar iconografía y toponimia que les parezcan poco acordes a los nuevos administradores. En este sentido, hay que reconocerlo, los gemelos Kaczynski y Zapatero se parecen como tres gotas de agua.

Memoria selectiva

Si no fuera grotesco y peligroso el sectarismo implacable que se asoma tras semejante iniciativa, sería divertido ver ahora cómo diferencian las celosas autoridades polacas una herencia comunista de la que no lo es en una ciudad como Varsovia, destruida en casi un ochenta por ciento de su superficie edificada en 1945 y por supuesto reconstruida en su totalidad después de que los comunistas se hicieran con el poder total. Nadie ha propuesto aún, que se sepa, la voladura del Palacio de las Ciencias y la Cultura, en pleno centro de Varsovia y regalo personal de Stalin a la ciudad. ¿Quieren hacernos olvidar los hermanos Kaczyinski que Polonia fue despojada de su soberanía por la Unión Soviética después de haber sido arrasada por los nazis tras sólo veinte años de independencia en el siglo XX? ¿Por qué motivo y con qué fin? Los monumentos soviéticos -y de los comunistas polacos que, aunque pocos, nadie olvide que existieron- son parte tan genuina de la historia de Polonia como el Castillo Wawel de Cracovia, la memoria de Marek Edelmann -ese gran hombre que sobrevivió al levantamiento y aún está allí para contarlo-, la historia de la dinastía de los Jagielones o los raíles de Oswieczim. Sólo las mentes mediocres y miedosas intentan destruir lo irrevocable por medio de la tergiversación, la mentira o el olvido.

Y no es una paradoja que este Gobierno polaco, que quiere olvidar todo lo que no le convenga, después tenga una curiosidad desmesurada por el pasado de sus ciudadanos. Hace unos meses aprobó una Ley de verificación que exige a los profesionales y funcionarios un juramento de no haber colaborado con los aparatos represivos del régimen comunista, algo tan genérico que equivale a exigir a cada polaco mayor de 45 años a autoproclamarse un resistente. El Gobierno exige así humillación y mentira a un tiempo. Quien con más gallardía y coraje se ha resistido a esta ley del resentimiento e intimidación ha sido Bronislaw Geremek, uno de los grandes hombres que con Michnik, con Mazowiezki, con Kuron, Bartoszewski y tantos otros escribieron las páginas de oro del levantamiento contra el régimen comunista y la hegemonía soviética y protagonizaron la gesta civil, intelectual y política que llevó al final de la división europea.

El orgullo báltico

Diversas democracias jóvenes de Europa central y oriental caen de nuevo en la mitomnía que fue origen de las peores desgracias en la región en el siglo XX. Las falsificaciones del pasado se multiplican otra vez. Nacionalistas en todas las capitales se dedican a bombear veneno desde los pozos negros del pasado. Malo sería que cayeran en esta triste y peligrosa actitud gobiernos como los bálticos, que han dirigido con pulcritud unas transiciones magníficas hacia la democracia y la economía del mercado. La disputa en torno al célebre monumento al soldado desconocido soviético en Tallin, capital de Estonia, demuestra también cómo se manipula la historia con fines muy actuales y prosaicos, cuando no abiertamente chantajistas. El bellísimo monumento se había convertido en punto de encuentro de una minoría rusa permanentemente agitada por el régimen de Putin contra el Gobierno estonio. Moscú, de nuevo convertida en gran capital de la mentira histórica, lleva ya más de dos años descalificando a las repúblicas bálticas como poco menos que estados sucesores del colaboracionismo nazi. Dicho esto por un Estado ruso que no oculta ambiciones, no es de extrañar que los pequeños bálticos se enfrenten a lo que, a su vez, es una manipulación grotesca de la historia. El martes, el Gobierno estonio y el cuerpo diplomático en Tallin celebraron un homenaje al monumento al soldado soviético en el cementerio al que ha sido trasladado. Sólo faltó un embajador, el ruso.


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