Por HERMANN
TERTSCH
ABC
10.05.07
Los intentos de manipular la historia con fines políticos
son tan antiguos como la historia misma. Probablemente más en Europa que en
ningún otro sitio y porque aquí «hay más historia de la que se puede digerir»
(pudo ser Churchill, pudo ser Bismarck el autor de la frase en referencia a los
Balcanes). Pero en los últimos tiempos, cuando creíamos que habíamos logrado
unos ciertos denominadores comunes en el juicio del pasado sobre la base de los
derechos humanos y el respeto a las víctimas y condena del crimen, la revisión
maniquea de la historia y la profanación de la memoria vuelven a alcanzar cotas
de intensidad perfectamente obscena en diversos países de Europa, no sólo en la
España de los nietos justicieros. Los ejemplos van desde la tenebrosa ceremonia
de exaltación de Stalin en que convirtió el presidente ruso Vladimir Putin,
hace ahora dos años, la conmemoración del 60 aniversario de la derrota de la
Alemania hitleriana, a las muchísimas majaderías e invenciones que los
españoles hemos de escuchar, producto de la malísima memoria histórica de
tantos nacionalistas e izquierdistas, poetas, actores o políticos. Lo cierto es
que ya son historia a su vez los esfuerzos de honestidad intelectual y
autocrítica respecto al pasado emprendidos por las sociedades más maduras y
libres, sobre los que, por cierto, se basan las políticas más democráticas,
dignas, veraces y finalmente eficaces del continente.
La reinvención polaca
El Gobierno de Polonia ha anunciado una nueva vuelta de
tuerca en esta política involucionista de buscar cohesión entre sus confusos
seguidores derechistas por medio de la localización, identificación o invención
de nuevos enemigos dentro y fuera de sus fronteras. El pequeño partido de
ultraderecha que el primer ministro Jaroslaw Kaczynski tiene en su coalición,
la fundamentalista Liga de Familias Polacas, ha lanzado una nueva iniciativa
para hacer desaparecer todas las huellas que puedan quedar en Polonia de los
regímenes del nazismo y el comunismo. Como los únicos terribles monumentos que
dejó el nazismo en Polonia son los campos de exterminio y alguna rampa que otra
para cargar los vagones con rumbo al Holocausto -y nadie parece osar, al menos
por el momento, a proponer su destrucción-, hay que deducir que el proyecto que
ya apoya con entusiasmo el ministro de cultura, Kazimierz Yazdowski, radica en destruir
monumentos a batallas de la Segunda Guerra Mundial y liquidar iconografía y
toponimia que les parezcan poco acordes a los nuevos administradores. En este
sentido, hay que reconocerlo, los gemelos Kaczynski y Zapatero se parecen como
tres gotas de agua.
Memoria selectiva
Si no fuera grotesco y peligroso el sectarismo implacable
que se asoma tras semejante iniciativa, sería divertido ver ahora cómo
diferencian las celosas autoridades polacas una herencia comunista de la que no
lo es en una ciudad como Varsovia, destruida en casi un ochenta por ciento de
su superficie edificada en 1945 y por supuesto reconstruida en su totalidad
después de que los comunistas se hicieran con el poder total. Nadie ha
propuesto aún, que se sepa, la voladura del Palacio de las Ciencias y la
Cultura, en pleno centro de Varsovia y regalo personal de Stalin a la ciudad.
¿Quieren hacernos olvidar los hermanos Kaczyinski que Polonia fue despojada de
su soberanía por la Unión Soviética después de haber sido arrasada por los nazis
tras sólo veinte años de independencia en el siglo XX? ¿Por qué motivo y con
qué fin? Los monumentos soviéticos -y de los comunistas polacos que, aunque
pocos, nadie olvide que existieron- son parte tan genuina de la historia de
Polonia como el Castillo Wawel de Cracovia, la memoria de Marek Edelmann -ese
gran hombre que sobrevivió al levantamiento y aún está allí para contarlo-, la
historia de la dinastía de los Jagielones o los raíles de Oswieczim. Sólo las
mentes mediocres y miedosas intentan destruir lo irrevocable por medio de la
tergiversación, la mentira o el olvido.
Y no es una paradoja que este Gobierno polaco, que quiere
olvidar todo lo que no le convenga, después tenga una curiosidad desmesurada
por el pasado de sus ciudadanos. Hace unos meses aprobó una Ley de verificación
que exige a los profesionales y funcionarios un juramento de no haber
colaborado con los aparatos represivos del régimen comunista, algo tan genérico
que equivale a exigir a cada polaco mayor de 45 años a autoproclamarse un resistente.
El Gobierno exige así humillación y mentira a un tiempo. Quien con más
gallardía y coraje se ha resistido a esta ley del resentimiento e intimidación
ha sido Bronislaw Geremek, uno de los grandes hombres que con Michnik, con
Mazowiezki, con Kuron, Bartoszewski y tantos otros escribieron las páginas de
oro del levantamiento contra el régimen comunista y la hegemonía soviética y
protagonizaron la gesta civil, intelectual y política que llevó al final de la
división europea.
El orgullo báltico
Diversas democracias jóvenes de Europa central y oriental
caen de nuevo en la mitomnía que fue origen de las peores desgracias en la
región en el siglo XX. Las falsificaciones del pasado se multiplican otra vez.
Nacionalistas en todas las capitales se dedican a bombear veneno desde los
pozos negros del pasado. Malo sería que cayeran en esta triste y peligrosa
actitud gobiernos como los bálticos, que han dirigido con pulcritud unas
transiciones magníficas hacia la democracia y la economía del mercado. La
disputa en torno al célebre monumento al soldado desconocido soviético en
Tallin, capital de Estonia, demuestra también cómo se manipula la historia con
fines muy actuales y prosaicos, cuando no abiertamente chantajistas. El
bellísimo monumento se había convertido en punto de encuentro de una minoría
rusa permanentemente agitada por el régimen de Putin contra el Gobierno
estonio. Moscú, de nuevo convertida en gran capital de la mentira histórica,
lleva ya más de dos años descalificando a las repúblicas bálticas como poco
menos que estados sucesores del colaboracionismo nazi. Dicho esto por un Estado
ruso que no oculta ambiciones, no es de extrañar que los pequeños bálticos se
enfrenten a lo que, a su vez, es una manipulación grotesca de la historia. El
martes, el Gobierno estonio y el cuerpo diplomático en Tallin celebraron un
homenaje al monumento al soldado soviético en el cementerio al que ha sido
trasladado. Sólo faltó un embajador, el ruso.
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