lunes, 20 de enero de 2014

DISIDENCIAS, MISERIAS Y GRANDEZAS

Por HERMANN TERTSCH
ABC 07.06.07

«Tal vez la enfermedad y la muerte sean las únicas cosas que un tirano tiene en común con sus súbditos. Solo en este sentido una nación se beneficia de ser gobernada por un anciano. No es que la conciencia de nuestra mortalidad nos ilustre o modere, pero el tiempo que pasa un tirano pensando, pongamos por caso, en su metabolismo, es tiempo robado a los asuntos de Estado». El gran Joseph Brodsky no pensaba en Fidel Castro -ese criminal senil tan admirado por instancias oficiales de la cultureta socialista española- cuando escribía esto hace casi tres décadas. Se refería a la retahíla de tristes miembros de la gerontocracia soviética que administraron el final de aquella fase de la pesadilla rusa. Ningún anciano líder de la URSS se atrevió sin embargo a emular a Stalin con esa procacidad ostentosa y chula del chequista Vladimir Putin, firmemente convencido como está de que siempre tendrá más pulso, paciencia, fuerza y sentido que los demócratas. Los demócratas le acaban de decir, nada menos que en Praga, que no será así. Bajo la bandera de la disidencia el Palacio Czernin de la capital bohemia se ha llenado de dignidad y claridad de ideas.

Sólo este periódico ha sabido en España dar la relevancia que merece a dicho encuentro. La miseria moral crónica de una cotidianidad intelectualmente chata, cobarde y mentirosa, ha ignorado este encuentro en el que han unido con razón sus voces gente tan diferente como George Bush, José María Aznar, Nathan Sharanski y Vaclav Havel. Creo recordar que fueron tres días los que pasé a casi veinte grados bajo cero junto al puente Glienicke en Potsdam, aledaños de Berlín, a finales del invierno de 1986 hasta que pude ver aquella inolvidable imagen del diminuto Sharanski con su inmenso gorro de piel, dando el salto del este al oeste bajo un oscuro arco metálico con el escudo de la RDA, triste estado fracasado. Había salido el pequeño judío indómito de ocho años de Gulag y en aquel momento pasaba de una inmensa limusina soviética a un oscuro todoterreno de la embajada norteamericana. Lo que más recuerdo -se lo dije a Sharanski muchos años después- es que yo estuve allí. Con emoción indescriptible. Como si estuviera leyendo o abrazando a Osip Mandelstam. Yo sabía lo que era un tirano y lo que era un disidente y un testimonio con alma. Nada puede respetarse más que el coraje en solitario. Nada es mejor que un alma enhiesta y digna. Desde Ajmatova a Brodsky, de Sajarov o Havel a Rivero, que defienden la libertad individual en soledad y frente al tirano viejo o joven, siempre adulado y acompañado, miserable y prepotente, soberbio y jaleado. En aquellos años ochenta yo visitaba a Vaclav Havel cuando iba a Praga y él no estaba en la cárcel. Lo hacía con Misha Glenny, un gran periodista británico, entonces en la BBC, que siempre ha sabido buscar las fuentes mejores en los peores tiempos. Bebía con él cerveza de buena mañana como con el gran europeo albanés Vetton Surroi en Prístina, capital de Kosovo, pronto aplastada por Slobodan Milosevic, con Bronislaw Geremek -señor de la libertad europea agredido hoy por tontilocos derechistas gobernantes- en su preciosa casa en la calle Piwna de Varsovia, con Jiri Dienstbier en Praga o aquel inolvidable Miroslav Djilas en la casa en la que sufrió durante décadas el ostracismo por denunciar al gentucismo de la Nueva clase titoista.

La disidencia no solo es buena para el alma de todos aquellos que quieran realmente ejercer el derecho de ciudadanía democrática y el deber íntimo de la defensa de las libertades propias y del prójimo. Lo es sobre todo porque resulta ejemplar en la valentía desplegada por individuos en perfecta soledad e indefensión, frente a la absoluta desesperanza. Quizás el frágil Andrei Sajarov fue su máximo exponente. Otros millones sucumbieron al frío, las hambres, torturas o ejecuciones bajo el comunismo, el racismo o el nacionalsocialismo sin lograr hacer llegar su grito a nuestra memoria. La disidencia irrita al ejército mediocre de los obedientes que deben su supervivencia a la docilidad o sumisión y que prefieren siempre hablar con los carceleros que con los presos. Los disidentes son una agresión continua para quienes solo se sienten protegidos en una masa que considera que su capacidad de intimidación debe ser reconocida por todos y que se indigna cuando comprueba que la libertad individual y las convicciones religiosas o no, pueden resistir cualquier afrenta y asedio.

Tribus de autónomos

La disidencia como rebeldía individual contra el totalitarismo es exactamente lo contrario que la ofensiva violenta de las tribus o mesnadas contra las libertades. Por eso las tribus de los autónomos que asedian la sede del encuentro del G-8 en Heiligendamm ahora -un ejemplo-, solo son una profunda perversión del derecho y el deber de la protesta que la confusión actual permite con incomprensible naturalidad. Que los líderes de países democráticos tengan que reunirse en una zona especial bajo protección militar por el mero hecho de que unas decenas de miles de militantes antisistema demuestran una actitud decidida a utilizar la violencia con absoluto desprecio a vida y propiedades de los afectados y por el mero hecho de creer tener que llamar así la atención es un fenómeno grotesco. El movimiento contra las reuniones G-8 se han convertido en una actividad paraterrorista con la misma dinámica con que la violencia callejera en el País Vasco se convirtió en parte integrante del aparato terrorista.

La disidencia, por mucho que quieren vender un difuso mensaje anticapitalista o antinorteamericano, nada tiene que ver con esos grupos parafascistas que destruyen hacienda y amenazan vidas con su mensaje totalitario.

La disidencia siempre han sido lo contrario a los camisas negras o camisas pardas, nacionalistas o fascistas, con capucha o embozados, que abusan de las libertades de la democracia para intentar el chantaje permanente. La disidencia ha sido siempre esa maravillosa gente que acaba de ser homenajeada en el Hradshin en Praga. Gente magnífica como Anna Ajmatova o Adam Michnik, como Jacek Kuron o Miklos Haraszty, Gabor Demszky o Ibrahim Rugosa. O los ya mencionados Sajarov y Brodsky.


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