ABC 07.06.07
«Tal vez la enfermedad y la muerte sean las únicas cosas que
un tirano tiene en común con sus súbditos. Solo en este sentido una nación se
beneficia de ser gobernada por un anciano. No es que la conciencia de nuestra
mortalidad nos ilustre o modere, pero el tiempo que pasa un tirano pensando,
pongamos por caso, en su metabolismo, es tiempo robado a los asuntos de
Estado». El gran Joseph Brodsky no pensaba en Fidel Castro -ese criminal senil
tan admirado por instancias oficiales de la cultureta socialista española-
cuando escribía esto hace casi tres décadas. Se refería a la retahíla de
tristes miembros de la gerontocracia soviética que administraron el final de
aquella fase de la pesadilla rusa. Ningún anciano líder de la URSS se atrevió
sin embargo a emular a Stalin con esa procacidad ostentosa y chula del
chequista Vladimir Putin, firmemente convencido como está de que siempre tendrá
más pulso, paciencia, fuerza y sentido que los demócratas. Los demócratas le
acaban de decir, nada menos que en Praga, que no será así. Bajo la bandera de
la disidencia el Palacio Czernin de la capital bohemia se ha llenado de
dignidad y claridad de ideas.
Sólo este periódico ha sabido en España dar la relevancia
que merece a dicho encuentro. La miseria moral crónica de una cotidianidad
intelectualmente chata, cobarde y mentirosa, ha ignorado este encuentro en el
que han unido con razón sus voces gente tan diferente como George Bush, José
María Aznar, Nathan Sharanski y Vaclav Havel. Creo recordar que fueron tres
días los que pasé a casi veinte grados bajo cero junto al puente Glienicke en
Potsdam, aledaños de Berlín, a finales del invierno de 1986 hasta que pude ver
aquella inolvidable imagen del diminuto Sharanski con su inmenso gorro de piel,
dando el salto del este al oeste bajo un oscuro arco metálico con el escudo de
la RDA, triste estado fracasado. Había salido el pequeño judío indómito de ocho
años de Gulag y en aquel momento pasaba de una inmensa limusina soviética a un
oscuro todoterreno de la embajada norteamericana. Lo que más recuerdo -se lo
dije a Sharanski muchos años después- es que yo estuve allí. Con emoción
indescriptible. Como si estuviera leyendo o abrazando a Osip Mandelstam. Yo sabía
lo que era un tirano y lo que era un disidente y un testimonio con alma. Nada
puede respetarse más que el coraje en solitario. Nada es mejor que un alma
enhiesta y digna. Desde Ajmatova a Brodsky, de Sajarov o Havel a Rivero, que
defienden la libertad individual en soledad y frente al tirano viejo o joven,
siempre adulado y acompañado, miserable y prepotente, soberbio y jaleado. En
aquellos años ochenta yo visitaba a Vaclav Havel cuando iba a Praga y él no
estaba en la cárcel. Lo hacía con Misha Glenny, un gran periodista británico,
entonces en la BBC, que siempre ha sabido buscar las fuentes mejores en los
peores tiempos. Bebía con él cerveza de buena mañana como con el gran europeo
albanés Vetton Surroi en Prístina, capital de Kosovo, pronto aplastada por
Slobodan Milosevic, con Bronislaw Geremek -señor de la libertad europea
agredido hoy por tontilocos derechistas gobernantes- en su preciosa casa en la
calle Piwna de Varsovia, con Jiri Dienstbier en Praga o aquel inolvidable
Miroslav Djilas en la casa en la que sufrió durante décadas el ostracismo por
denunciar al gentucismo de la Nueva clase titoista.
La disidencia no solo es buena para el alma de todos
aquellos que quieran realmente ejercer el derecho de ciudadanía democrática y
el deber íntimo de la defensa de las libertades propias y del prójimo. Lo es
sobre todo porque resulta ejemplar en la valentía desplegada por individuos en
perfecta soledad e indefensión, frente a la absoluta desesperanza. Quizás el
frágil Andrei Sajarov fue su máximo exponente. Otros millones sucumbieron al frío,
las hambres, torturas o ejecuciones bajo el comunismo, el racismo o el
nacionalsocialismo sin lograr hacer llegar su grito a nuestra memoria. La
disidencia irrita al ejército mediocre de los obedientes que deben su
supervivencia a la docilidad o sumisión y que prefieren siempre hablar con los
carceleros que con los presos. Los disidentes son una agresión continua para
quienes solo se sienten protegidos en una masa que considera que su capacidad
de intimidación debe ser reconocida por todos y que se indigna cuando comprueba
que la libertad individual y las convicciones religiosas o no, pueden resistir
cualquier afrenta y asedio.
Tribus de autónomos
La disidencia como rebeldía individual contra el
totalitarismo es exactamente lo contrario que la ofensiva violenta de las
tribus o mesnadas contra las libertades. Por eso las tribus de los autónomos
que asedian la sede del encuentro del G-8 en Heiligendamm ahora -un ejemplo-,
solo son una profunda perversión del derecho y el deber de la protesta que la
confusión actual permite con incomprensible naturalidad. Que los líderes de
países democráticos tengan que reunirse en una zona especial bajo protección
militar por el mero hecho de que unas decenas de miles de militantes
antisistema demuestran una actitud decidida a utilizar la violencia con
absoluto desprecio a vida y propiedades de los afectados y por el mero hecho de
creer tener que llamar así la atención es un fenómeno grotesco. El movimiento
contra las reuniones G-8 se han convertido en una actividad paraterrorista con
la misma dinámica con que la violencia callejera en el País Vasco se convirtió
en parte integrante del aparato terrorista.
La disidencia, por mucho que quieren vender un difuso
mensaje anticapitalista o antinorteamericano, nada tiene que ver con esos
grupos parafascistas que destruyen hacienda y amenazan vidas con su mensaje
totalitario.
La disidencia siempre han sido lo contrario a los camisas
negras o camisas pardas, nacionalistas o fascistas, con capucha o embozados,
que abusan de las libertades de la democracia para intentar el chantaje
permanente. La disidencia ha sido siempre esa maravillosa gente que acaba de
ser homenajeada en el Hradshin en Praga. Gente magnífica como Anna Ajmatova o
Adam Michnik, como Jacek Kuron o Miklos Haraszty, Gabor Demszky o Ibrahim
Rugosa. O los ya mencionados Sajarov y Brodsky.
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