ABC 26.08.08
ES cierto que en los últimos tiempos el Kremlin no le hace
precisamente favores al candidato demócrata a la presidencia norteamericana y
que la invasión rusa de Georgia es en gran medida responsable de que Barack
Obama haya perdido en un mes una ventaja de entre siete y diez puntos frente a
John McCain. Ayer, al comenzar la Convención Demócrata en Denver, los sondeos
coincidían en que los candidatos a la Casa Blanca están empatados en la
intención de voto. La espectacular y sangrienta salida del armario del nuevo
imperialismo moscovita no cuadra en absoluto con el mensaje de Obama que viene
a achacar prácticamente todos los males del mundo a la actual administración
norteamericana. No le benefició al candidato demócrata que la noticia de la
invasión le sorprendiera de vacaciones en Hawai. Y quizás menos aún que su
primera declaración pública al respecto, mientras degustaba un helado, fuera
una letanía de simplezas y obviedades sobre la necesidad de buscar soluciones
diplomáticas a las crisis y sobre las virtudes del diálogo.
Pero
la crisis del Cáucaso y la escalada de tensión entre Rusia y la OTAN no son
suficientes para explicar por qué Obama, que se antojaba imparable tras su
victoria sobre Hillary Clinton en las primarias demócratas, se ve ahora
alcanzado por McCain, un candidato gris que comete considerables errores y
carga con todo el lastre de la administración Bush. Una de las causas de este
paulatino agotamiento del «fenómeno Obama» está sin duda en la división en el
seno del Partido Demócrata. Durante los preparativos de la Convención ha
quedado en evidencia que la hostilidad hacia el candidato por parte de algunos
sectores de los partidarios de Clinton, lejos de desaparecer, ha cristalizado
en un movimiento abstencionista cuando no partidario del candidato rival. Pero
más allá de los incondicionales del aparato Clinton, los observadores detectan
otro grupo de militantes demócratas que podría ser aun más peligroso para
Obama. Apoyaron en un principio con entusiasmo el «fenómeno Obama» pero, según
se acerca la fecha electoral, comienzan a temer a un presidente Obama. Todo
indica que están agotados de grandilocuencia y buenismo, de sus parientes
pobres africanos y sus esperanzas de armonía. Cada día están más impacientes
por escuchar medidas y planes concretos.
Lo que
parece claro es que entramos en una campaña electoral norteamericana a «cara de
perro» en la que será Obama quien gane o pierda las elecciones. Porque sólo hay
un paso desde las dudas sobre la capacidad o el temor al aventurerismo del
candidato demócrata y la resignación a una presidencia de McCain, un político
republicano poco republicano, sólido e informado, crítico con Bush y que
previsiblemente, por su edad, no ejercerá más que un mandato. Para
contrarrestar esta amenaza, el señor Obama tendrá que ser cada vez menos lo que
decía ser. Los líderes del «I´ve got a dream» («he tenido un sueño») son
necesarios. Pero si están secuestrados por sus sueños y no dejan que la
realidad se los modifique -o incluso impida- se convierten en un peligroso poder
que intenta imponer sus anhelos a los ciudadanos y divide al país entre quienes
los comparten y quienes se niegan a ello. La democracia norteamericana nunca lo
ha permitido. También en esto radica su grandeza. Difícilmente llegará a
presidente en EEUU alguien que diga majaderías como «Os prometo que el poder no
me cambiará». Si gana Obama será porque se obliga y le obligan a cambiar. Será
menos Obama. Y eso es bueno.
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