ABC 19.08.08
HOY se reúne en Bruselas con carácter de urgencia la cumbre
de ministros de Asuntos Exteriores de la OTAN para intentar lograr una
respuesta común a la invasión rusa de Georgia. No hay que ser Merlín para
vaticinar que el resultado será una proclamación común que no contendrá nada
que pueda llamarse seriamente una respuesta a una agresión como la llevada a
cabo por el ejército ruso en territorio georgiano y a semejante violación de
todos los principios de las relaciones mutuas entre la OTAN y Moscú. Después de
su gran victoria en el Cáucaso, el zar Vladimir Putin va a cosechar un éxito
más con la escenificación de la profunda división que existe en el seno de la
Alianza Atlántica. Las democracias occidentales están aturdidas ante la
contundencia del matonismo ruso, asustadas ante una realidad rusa que no han
querido reconocer durante una década y muchas de ellas en pleno dilema sobre la
conveniencia de esconder su inoperancia, indiferencia o cobardía tras un «no
pasa nada» o un «sálvese quien pueda». Habrá una serie de países, especialmente
los más amenazados por la vecindad, el chantaje y los nuevos apetitos rusos,
que se unirán a Estados Unidos en el diagnóstico de que lo sucedido el 8 de
agosto cambia radicalmente -o confirma brutalmente el cambio- de la seguridad
europea de los últimos veinte años. En el otro lado estarán con más o menos
matices los que creen que pueden comprar su tranquilidad y la condescendencia
rusa con un desprecio a la suerte de Georgia, país pequeño que no interesa a
nadie.
En
realidad, la invasión de Georgia ha dinamitado definitivamente la relación de
confianza y cooperación entre Moscú y la OTAN que comenzaron a fraguar Ronald
Reagan y Mijail Gorbachov en Reykiavik. Concluyó felizmente la guerra fría y la
luna de miel llegó a los extremos en que George Bush hijo descubrió en Putin un
alma pura y sincera de la que uno puede fiarse. Todo eso lo vio el aun
presidente norteamericano en los ojos de pez del hombre del KGB. Todo se
perdonó e ignoró en aras de esta nueva amistad que creció sin cesar según se
convertían Rusia y sus ex soviéticos vecinos asiáticos en la oferta energética
alternativa a Oriente Medio. A pocos les importó la carnicería en Chechenia y a
casi nadie el aplastamiento de los grupos opositores rusos, la destrucción de la
prensa independiente, los asesinatos selectivos dentro y fuera de Rusia y la
consolidación del poder incontestado del chequista y su entorno. Ahora dicen
fuentes de la OTAN que «después de esto ya no existen discrepancias sobre la
auténtica naturaleza del régimen ruso». Un poco tarde, sobre todo para algunos.
Pero sería al menos un avance si del diagnóstico fueran capaces las democracias
de acordar medidas para el tratamiento. No se tomaron en serio las advertencias
de los países centroeuropeos, no se desarrolló estrategia alguna de contención
militar porque quien no aceptaba que «Rusia no es una amenaza para Europa» era
descalificado de inmediato como enemigo de la convivencia. Todo se ha visto
antes. Por supuesto que es plenamente cierto el paralelismo entre el caso de
Osetia y los Sudetes invadidos por Hitler en su día. Pero la división en la
OTAN hace que su impotencia de hoy evoque la que le era propia durante las
invasiones soviéticas de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968. Cuando no
tendría por qué serlo. Porque si el recurso militar era entonces como ahora
impensable, Occidente tiene muchos medios para hacer sentir a Rusia que para
las democracias vuelve a ser un régimen paria. Desde su exclusión o no admisión
en organismos internacionales a la implantación de un régimen severo de visados
y revisión de propiedades y depósitos que afecta ante todo a esos millonarios
cómplices del Kremlin, hay medidas que afectarían al prestigio del matón del
Kremlin. Pero para eso, la OTAN tendría que ser aún una alianza de principios e
intereses.
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