ABC 10.05.08
SERBIA elige mañana entre las cadenas del pasado y la
esperanza del futuro. Nadie puede predecir, por extraño que parezca, cuál será
su decisión. Concurren varios partidos pero sólo existen dos opciones. Una les
ofrece la lucha numantina por un imposible sin más incentivos que preservar el
orgullo herido y transmitírselo a nuevas generaciones. La otra les plantea la
aceptación de la realidad como un acto de liberación que cierre
definitivamente, con olvido e ilusión, la herida de la historia que ha mantenido
postrada a Serbia como una sociedad enferma, en permanente sufrimiento por el
agravio hecho mito, por el victimismo convertido en cultura nacional. Ésta
opción, la defendida por el presidente Boris Tadic, ofrece a los serbios la
oportunidad de subirse al tren del europeísmo, de la modernidad y la sociedad
civil. Y quiere cerrar la última página de la trágica historia contemporánea
serbia al asumir, inicialmente de forma implícita, la pérdida de la por lo
demás irrecuperable soberanía sobre Kosovo. El apoyo abierto y contundente que
recibe de la Unión Europea intenta incentivar este golpe electoral en favor de
las fuerzas prooccidentales que libere definitivamente a Serbia del lastre de
la historia. Que Tadic no pueda plantear expresamente a su electorado la
renuncia a Kosovo como condición para este salto cualitativo sólo revela el
inmenso peso que aun tiene el mito en aquella sociedad.
El
socialdemócrata Willy Brandt tuvo que hacer frente a una furiosa oposición a
los Ostverträge (Tratados Orientales) por los que Bonn reconocía oficialmente
las nuevas fronteras trazadas en Europa oriental después de la guerra. Le
llovieron las acusaciones de traición -como ahora a Tadic- porque suponían la
renuncia definitiva e irreversible a la reclamación de territorios al este del
Odra que habían sido alemanes desde tiempo inmemorial. Lo cierto es que Brandt
sólo reconocía unas realidades irreversibles generadas por el resultado de la
guerra iniciada por Alemania. Una década después quedaban en la República
Federal de Alemania muy pocos nostálgicos que reclamaran la imposible
restitución de aquellos territorios. Fue aquel paso valiente el que llevó
finalmente a la normalización de las relaciones con los estados orientales
víctimas de la atroz guerra de conquista hitleriana. Para millones de alemanes
desplazados después de la guerra suponía la muy dolorosa ratificación de la
certeza de que jamás regresarían a sus antiguos hogares. Pero a medio plazo
tuvo un efecto balsámico que cerró una herida que la falsa provisionalidad mantenía
abierta. Alemania cerró definitivamente aquella página de su pasado y su
sociedad se volcó definitivamente a la conquista del futuro y, libre de
melancolía, a mejorar su presente.
Del
mismo modo -de ganar su partido en las elecciones frente a los
ultranacionalistas de Tomislav Nikolic y los no menos nacionalistas del primer
ministro Vojislav Kostunica-, el presidente Tadic podrá zafarse paulatinamente
de las presiones revisionistas y proponer una política liberada del terrible
peso del mito de Kosovo. Sólo así podrá Serbia incorporarse a la comunidad de
naciones libres, democráticas y abiertas, ahora en el seno de una UE a la que
ya pertenecen sus vecinos orientales. Así se produciría finalmente la catarsis
democrática que quedó trágicamente abortada cuando la mafia político-criminal
logró acabar con la vida del primer ministro Zoran Djindjic.
La terrible alternativa no es otra que la permanencia en
las sórdidas catacumbas del mito, en la asfixia de la mentira de que Serbia no
puede existir sin Kosovo y en el aislamiento en un pozo negro de miseria,
corrupción, violencia que mantendría en constante peligro a la región. Kosovo,
ya Estado independiente reconocido por la inmensa mayoría de los miembros de la
UE y por Washington, es el mito que utilizó Slobodan Milosevic para llevar a la
guerra a los serbios y es hoy el mito que los mantiene cautivos. Lo grave no es
que después de décadas de régimen comunista y agitación radical nacionalista
del hegemonismo étnico gran parte de la sociedad serbia siga cautiva de la
lógica victimista, del ultranacionalismo y del resentimiento antioccidental. Lo
que realmente resulta insólito es que aun haya Gobiernos -en Europa muy pocos,
por desgracia entre ellos el de España- que por diferentes razones aun se
obstinen, como los enemigos de Willy Brandt en los años setenta, en no aceptar
una realidad irreversible. Con su actitud sólo prolongan la provisionalidad y
la precariedad de la situación política en Serbia y dan pábulo a las fuerzas
radicales que mantienen la bandera de la reconquista de Kosovo.
Entre
las muchas sentencias atribuidas a Winston Churchill está la que proclama que
«los Balcanes arrastran más historia de la que pueden digerir». Los últimos dos
siglos han demostrado que esta indigestión de la historia, del pasado
mitificado, ha generado en una región relativamente pequeña horrores de
dimensión e intensidad apenas imaginable. Si el informe de la Fundación
Carnegie publicado en 1914 sobre las guerras balcánicas es un compendio de
monstruosidades, la Gran Guerra fue dantesca y la Segunda Guerra Mundial
refinaría las infinitas formas de crueldad, desplegada por nazis invasores o
autóctonos, nacionalistas y comunistas. Y el final del siglo XX demostró a
todos los ingenuos e indolentes de la sociedad del bienestar occidental que el
determinismo histórico ilustrado es una quimera y que sociedades relativamente
modernas y ciudadanos sofisticados son capaces de organizar, financiar,
aplaudir y proteger a hordas asesinas. Y de justificar matanzas de seres
inocentes. Todo por odio o por fiera y obsesa lealtad al mito. Para cerrar
definitivamente el último capítulo de esta última guerra, Serbia tiene que
asumir su dolorosa pérdida como un luto nacional que dé paso a una nueva vida.
Por
eso es imprescindible que todas las democracias ayuden a Serbia a pasar la
página de Kosovo y a volcarse en la solución de los ingentes problemas que
acosan a una sociedad pauperizada y deprimida. El lunes se verá en qué medida
ha ayudado a Tadic la firma del Acuerdo de Asociación y Estabilización (AAE)
con la UE. Sus adversarios lo han calificado de «traición» por parte del
presidente e ingerencia en las elecciones por parte de Bruselas. Ha sido una
gran concesión por parte de la UE que se había negado a dicho acuerdo mientras
no fueran entregados al Tribunal de La Haya los dos principales criminales de
guerra serbios aun libres, Radovan Karadzic y Ratko Mladic. Pero la firma del
presidente con una UE cuya mayoría de miembros ha reconocido a Kosovo también
implica un paso hacia la aceptación de la realidad de la independencia kosovar.
Cierto es que todos los que deseen que los serbios salgan del estéril debate
nacional que paraliza todas sus energías deberían urgir al rápido reconocimiento
pleno de Kosovo. Mientras esto no suceda, las fuerzas ultranacionalistas podrán
blandir el argumento del no reconocimiento por parte de algunos países
occidentales junto a la oposición rusa para agitar a la población a luchar
contra la realidad, contra Europa y contra los valores democráticos, como de
hecho han hecho en campaña.
Da
bastante vergüenza ver fotografías de las manifestaciones de los
parafascistas de Nikolic en las que se enarbola la bandera española junto a la
rusa, la serbia y los símbolos «cetniks». No es este por supuesto el único ni
el peor ridículo al que nos ha expuesto a los españoles la política exterior
del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Pero tampoco el menor. Los resultados de
las elecciones del domingo son del todo inciertos. Es cierto que se puede
aplicar a esta sociedad serbia la frase referida a los palestinos de que «jamás
pierden una ocasión de equivocarse», pero hay que mantener la esperanza de que
esta vez, como ya sucedió con la elección del presidente Tadic, una mayoría de
votantes, por precaria que sea, evite la equivocación y el drama.
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